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Nosotros somos el paisaje
Sobre Prosa de los vientos (Bogavantes, 2016), de Luis Andrés Figueroa

Por Luis Riffo


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Si atendiéramos únicamente a los títulos de los libros que ha publicado Luis Andrés Figueroa, podríamos movernos a engaño respecto de su contenido: los volúmenes de poesía Velas en el agua (1992), Faros (2004), Una forma de huella en la arena (2008), Playground (2015) o las crónicas reunidas en Al país de Poe. Crónicas de viaje por Norteamérica  (2003) y A través del espejismo. Fragmentos de Chile (2015). En todos ellos es notoria la fijación de un espacio, un lugar que en tres de los casos remite al paisaje marino. Pero no podríamos deducir que se trata de una versión oceánica de Teillier o Juvencio Valle ni un Zurita porteño cantando una hipérbole topográfica. Su obsesión geográfica, por llamarla así, funciona de forma metonímica, como de manera más evidente se comprueba en el título Una forma de huella en la arena, que insinúa la presencia tal vez humana de esa marca derrideana sobre la borrable superficie. Es decir, el poeta se refiere a nosotros cuando sus palabras se concentran en los detalles del escenario natural, cuando su lenguaje se empecina en descubrir las relaciones más cercanas entre los elementos de la inmensa locación en el que estamos y a veces no estamos. Se refiere a un nosotros como criaturas pasmadas frente al espectáculo de signos que se erigen como sutiles espejos de nuestra condición terrícola, desde nuestra gozosa o agónica carne hasta los aberrantes episodios históricos que han lesionado gravemente nuestra vida gregaria.

Una digresión: Recuerdo que a mediados de la década pasada, nos reuníamos de vez en cuando en la casa de un amigo en una casona antigua, justo al lado del regimiento de Playa Ancha. En una de esas ocasiones, mientras sometíamos nuestros textos al comentario inclemente de los contertulios, buenos amigos todos, pero implacables a la hora del juicio literario (salvo el anfitrión, un ciudadano belga avecindado hace años en esta zona, que siempre tenía palabras amables después de cada lectura). Marcelo Arancibia ya disparaba sus primeras balas de salva contra las vacas sagradas en esa cruzada monumental que es Terrolirismo y yo arrastraba un puñado de sombríos poemas existencialistas que más tarde se convertirían en mi libro Casi nadie. Luis leyó un poema que apelaba a la memoria y a la contingencia, muy distinto al registro de Velas en el agua. Y luego, con la reposada convicción de quien ha llegado a una conclusión después de un largo soliloquio, nos dijo que la poesía tenía que ser necesariamente política. No dejó de llamarme la atención esa urgencia, ese estado de emergencia literaria que nos proponía el poeta, no porque me pareciera fuera de lugar una propuesta que en los años ochenta hubiese sido de toda lógica. La crisis de la Transición y sus trampas todavía no estallaba en la lucidez de los estudiantes, pero el malestar ya estaba instalado en nuestras conversaciones y no sabíamos de qué modo ese desasosiego podía modificar el estado de cosas. Con ese espíritu, las palabras del poeta cobraban un sentido pleno. No podíamos cambiar la realidad, pero al menos debíamos resistir desde el espacio de nuestro oficio verdadero. Fin de la digresión.

Esta Prosa de los vientos, este libro de poesía escrito no hacia abajo, sino hacia el lado (forma que tal vez homenajea a Enio Moltedo, a quien dedica la primera parte de esta obra, pero que también puede representar la convergencia de esos dos caminos que ha recorrido Figueroa hasta el momento: los poemas versificados y la crónica no menos poética que más que describir, reinventa los paisajes), este libro, quiero decir, me parece que pretende hacer jugar lo permanente con lo efímero. Hay fenómenos naturales que a la vista de un turista irreflexivo pueden parecer eternos, como el juego de las olas con las rocas, como el lento desplazarse de un velero hacia la línea del horizonte. Esa eternidad engañosa habita también en la percepción de nuestra propia vida. Y el poeta lo deja intuir desde el principio, con estas palabras:

“Las olas golpean y golpean bajo la luz suspendida. Bloques de música inerte bajo la nota inmóvil del día. El faro, imperturbable al ataque de los instrumentos del mar. Golpe sobre golpe. El brazo alzado de su sombra sobre las páginas de espuma. En la pauta del horizonte, navíos de hojas blancas, solos entre el día y la tarde. Y esas largas líneas de ataque y caricia.
Podrías quedarte en esa piedra o en ese golpe que cerrara tus ojos. Pero siempre se abren los sueños del espacio. La luz suspendida sobre el instrumento de lo líquido y lo sólido. El estado inalcanzable de nuestra materia”.

Como las olas y las rocas, estamos constituidos por líquidos y sólidos. ¿No serán nuestros actos, nuestro desempeño en el mundo, el resultado de la colisión entre esos elementos? En el fragmento que acabo de leer coexisten lo fugaz y lo duradero y no puedo dejar de ver en ello una metáfora de lo que somos y que en ello se cifra también el misterio que este libro no puede ni quiere resolver, porque es ese misterio el que alimenta la belleza de esta obra, que concilia o disimula el divorcio entre la solidez del escenario y la evanescencia de la mirada, que deriva en lo que el poeta llama “el estado inalcanzable de nuestra materia”.

Con esto también quiero decir que Prosa de los vientos debe leerse con atenta lentitud, con morosa concentración, para que las palabras vayan dibujando la escena en la imaginación del lector y hagan el camino de regreso hacia las palabras que deben recobrar su riqueza sonora, su musicalidad, al mismo tiempo que se abre la puerta para que el paisaje encuentre su sentido en la vida del lector. Es acaso la misma actitud que se necesita para leer un haikú.

Tres partes componen este libro: Faros, Rosas y Velas. Tres palabras, tres objetos que podrían considerarse lugares comunes de la poesía. Un poeta que además es un buen lector acoge estos materiales clásicos y los reescribe, le da otra vuelta de tuerta desde el homenaje y desde una poética diferencial que sin estridencias ya define lo que podríamos llamar un estilo propio, una voz personal o un lenguaje distintivo que un lector atento ya podría identificar.

Veo en Faros la erguida imagen antropomórfica de quien intenta iluminar un camino en medio de la niebla nocturna. Rosas no solo reincide en la idea de la fugacidad de la vida, sino que parece reunir y agotar todas sus implicancias, desde la belleza efímera, hasta el sutil erotismo que la fatalidad del carpe diem propicia para conjurar las sombras de la muerte. Velas intensifica la metáfora de la nota musical escrita sobre la línea del horizonte, metapoesía que no se detiene ahí, porque la superficie de esa escritura tiene un fondo de horror que la sutileza poética de esta prosa devela sin vociferaciones, pero con la fuerza de una memoria que no cede a la amnesia largamente inferida entre nosotros. Los cuerpos lanzados en el mar parecen escribir esa “música inerte” que flota sobre las aguas.

Creo que Luis Andrés Figueroa concentra en Prosa de los vientos los trazos de una escritura que recoge el legado de sus lecturas fundamentales, desde Lewis Carroll hasta el Teillier de Muertes y Maravillas, pasando por Virginia Wolff, en el sentido de rescatar de ellos la noción de lo maravilloso como una condición propia del mundo, no como un fenómeno paranormal ni producto de una intervención divina, sino como la certeza de una magia terrestre, de un misterio humano, demasiado humano. Pero hasta allí llegan los ecos de la tradición, porque el trabajo minucioso de Figueroa, la depuración de su oficio, nos permite como lectores contemplar su singular construcción del paisaje como un espejo o un espejismo, donde se empieza a dibujar poco a poco la imagen de nuestro propio rostro.


 

 

 

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