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La persistencia del oficio
Postfacio de «Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar», de Ricardo Herrera Alarcón
(Editorial Aparte, 2020)

Por Luis Riffo Escalona


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Qué decir y cómo decirlo. Qué decir que no se haya dicho tantas veces. Cómo decirlo para evitar el lugar común, para que sea o parezca algo nuevo. El problema del escritor es justamente el fundamento de su oficio. Las palabras de todos los días, las palabras que todo el mundo usa para desenvolverse en su vida gregaria, son las mismas a las que el poeta acude para sacarles brillo, para que con el roce de una palabra contra otra salte la chispa de un fuego que encienda la imaginación, las emociones, la complicidad del lector.

Ricardo Herrera Alarcón tiene una clara conciencia de esa tarea y lo hace visible en el transcurso de su escritura. En primer lugar, es evidente que quiere hablar de su vida, la materia prima más cercana y más compleja, y también de los lugares donde acontece, sobre todo en sus últimos libros. Una poesía situada, una poesía autobiográfica, podríamos decir en principio, pero sabemos que esas delimitaciones son insuficientes. El poeta no es ingenuo y sabe, creemos que sabe, que no hay transcripción literal de la vida en la escritura, que ese puente está en permanente construcción y si alguna vez hubo planos para su ejecución se han perdido irremediablemente. Hay que construir a ciegas, con el riesgo de dejar forados que dan al abismo o al río torrentoso que va a dar al mar que es el silencio.

Tal vez se conoce poco a este poeta, probablemente mucho menos de lo que se merece, aunque esa es la consecuencia de una actitud personal que está lejos de perseguir un espacio en el escenario literario y, por el contrario, rehúye los gestos de un publicista de sí mismo. Refractario al elogio, agradecido más bien de sus lectores, Ricardo practica la generosidad poco común de leer a otros poetas, no solo los grandes autores consagrados, sino también a los emergentes, a sus compañeros de generación. Cuanto libro de poesía busque o caiga en sus manos, tendrá el privilegio de una lectura atenta. Lo que ha leído en presentaciones de libros, los prólogos que ha escrito y los artículos que ha publicado en diversos soportes podrían constituir un corpus valioso para conocer el estado actual de la poesía chilena.

Su obra está en un proceso de constante búsqueda dentro de las obsesiones que permanecen a lo largo de ella y también es cierto que es esperable que su trabajo siga estas sendas perdidas y encontradas en que las tensiones de la vida y la literatura conviven en un concubinato fecundo y melancólico, lúcido y doliente, crítico e imaginativo. Esa tensión palpita en los poemas de Herrera y expresan una intensidad singular que es ya un sello de su escritura, donde el amor a la poesía y a la vida tropieza una y otra vez con la decepción y donde una y otra vez la palabra acomete la tarea de recuperar los escombros, por inútil que sea, como cuando encendemos, contra el viento, un cigarrillo.

¿De qué habla Ricardo Herrera? En su primer libro (Delirium tremens, Casa de Barro, 2001), ya se ve el gran tema que subyace en toda su escritura: el fracaso. El fracaso del poema y de la vida, el fracaso político o la decepción frente a los proyectos utópicos a través de un escepticismo radical: Desconfío casi de todo: lo que siento lo que amo lo que actúo y lo que digo por añadidura para esa «galería imaginaria» que no poseo salvo algunos fieles amigos, el otoño y este no morirme todavía, que es una muerte pequeña que me ausculta tras el follaje del lenguaje.

Herrera lee mucho y lo incorpora a su escritura, del mismo modo en que su experiencia vital se vuelca en lo que escribe. Esos dos caminos paralelos se entremezclan, de modo que no hay cita pura ni mero registro autobiográfico, sino un tejido en el que ambos recursos confluyen y se potencian para expandir los lugares y los sentimientos hacia un imaginario que amplifica el territorio y universaliza la experiencia.

Sendas perdidas y encontradas (Ediciones Kultrún, 2007) dialoga con la actitud poética del haikú, aunque difiere de su breve estructura, porque en sus largos y caudalosos poemas se concentra la belleza y plenitud de la inmediatez y se asume la existencia no por su finalidad o destino, sino por la experiencia de su transcurso. Poesía llena de sospechas en torno a las palabras y el oficio poético, poderosa asunción de un lenguaje que convierte el fracaso en un alegato contra la impostura y la autocomplacencia, que elude cualquier falso consuelo y convierte la derrota en el fundamento de su contemplación de la realidad. De esa relación entre el lenguaje y la vida, surge una paradoja que prevalece en estas páginas: el hablante relativiza la importancia de la poesía al tiempo que expresa la voluntad empecinada de su ejercicio.

Su siguiente libro El cielo ideal (Lom, 2013)es una extensa e intensa reflexión poética acerca de la escritura, ciertos discursos de voluntarismo político, algunos rituales literarios. En ese sentido, persiste esa porfía con la que el hablante trata de descifrar la fragilidad de la existencia, en un territorio que vacila entre las palabras y los actos que construyen u obstaculizan nuestra vida y la vida de quienes se ama. En esa intersección confluyen el amor y la muerte, la esperanza y una tristeza que a ratos se convierte en humor amargo. El poeta juega con las posibilidades y limitaciones del poema y establece un diálogo agudo con la tradición poética chilena, desde la Mandrágora hasta nuestros días, realizando guiños cómplices a Lihn, Teillier y Cárdenas. Por otro lado, los discursos políticos son objeto de una parodia que en ningún caso pretende ser reaccionaria, sino más bien la expresión de una decepción, signo de la derrota infligida al proyecto revolucionario de comienzos de los años setenta y su fallida restitución durante la postdictadura. La utilización recontextualizada de ese discurso deja en evidencia la vaciedad de la consigna, su falta de contenido, su fracaso.

Dos años después aparece Carahue es China (Bogavantes, 2015). Aquí el hablante es a veces un ebrio que se resigna a todas las tristezas, que bebe en algún bar de mala muerte en esa pequeña ciudad situada junto al río Imperial. Una poesía situada en una provincia que empieza a deformarse mediante un contenido gesto surrealista. Una provincia en la cual todo tiende a desaparecer, a caer en el absurdo, a perderse en el olvido. Donde pasea un hablante que no olvida el suicidio de sus amigos, que sufre el término del amor, que parodia los discursos revolucionarios: Zen y maoístas / Volvían cansados y ebrios a casa / Cantando la internacional en chino por el medio de la calle. Esa provincia ya no es el espacio bucólico donde el tiempo se detiene y congela los signos de la nostalgia. Los sueños utópicos se desvanecen y los paisajes son intervenidos por una transfiguración que en otro lugar he denominado, con fines más humorísticos que académicos, larismo deconstruido o surrealismo lárico, una forma de dialogar con esa tradición poética tan arraigada en La Frontera y también proponer una mirada que deforma y dota de nuevos significados a la provincia. Un diálogo que no se reduce a los poetas del sur, sino que incorpora a una amplia gama de autores, desde Eliana Navarro hasta Canetti, de Li Po a Ajmátova.

Santa Victoria (Inubicalistas, 2017) exacerba esa desfiguración de lo lárico, recoge el lenguaje rural, la nominación de objetos y animales, remotos lugares (Llolletúe, Galvarino) y los desnaturaliza, los dota de una función inquietante que se incorpora a ese imaginario escéptico y desesperanzado que se convierte en una parodia en el que conviven el humor y la tristeza.

Desde su ópera prima, el hablante intenta desaparecer o pasar inadvertido, pero su huella o su sombra se adivina con nitidez detrás de ese tenso equilibrio entre metapoesía y emoción, como queda en evidencia en la apertura de esta selección, en el texto titulado "Poema":

Esto podría ser el final de una historia (pero nadie habla ahora de la historia)
y no el comienzo de algo indeterminado que para los efectos del viento
y la nostalgia, llamaremos poema.
Llamémosle poema entonces y empecemos a contar las estrellas.
Llamémosle palabras que se abrazan y trenzan a golpes y caricias.

Los golpes y las caricias grafican esa relación de amor odio con la palabra y reflejan también una interioridad autoflagelante, que busca alivio para el dolor y ensaya las formas para expresarlo: Una nostalgia que reclama un nuevo nombre. El poema no se reduce a la expresión del dolor, siguiendo a Lihn, sino que lo construye y hace nacer en un espacio imaginario:

En este o ese espacio (elige tú la distancia) invertimos la palabra dolor
como en una pose que hace limitar el cuerpo
con el desierto donde yace abandonado el libro
convertido en su herida y sangrando sobre ese espacio en blanco
en cuyo centro cae una lágrima.

El riesgo al que está atento Herrera, como un boxeador que practica frente al espejo, es que la nostalgia y la melancolía resuciten los fantasmas de una poesía ya existente. ¿Pero cómo hablar de los espacios autobiográficos (Temuco, Carahue, los campos del sur, la lluvia) sin caer en los territorios ya conquistados por Teillier, por Juvencio Valle? A esa búsqueda se entrega parte de su trabajo poético: el poema entreverado con la experiencia, vida y poesía situadas en el sur y también en toda una tradición literaria que Herrera conoce muy bien. Una tradición que respeta. ¿Cómo escribir después de Neruda, de Parra, de Mistral? Tal vez lo primero sea no desconocer esa tradición, no matar al padre, sino conversar con él. Y frente a esa monumental herencia, evitar la arrogancia, no creerse el mejor de la clase, no presumir de hijo predilecto. Por el contrario, el hablante de Herrera se somete a sí mismo a un constante escrutinio, no da por ganado el combate que mantiene con el lenguaje. Lo dice a su manera cada vez que tiene ocasión: La voz que asoma me parece ajena / no es mi voz / ni son mis palabras en medio del temporal. O aquí: Trabajo sin mucha fe tres poemas que parecen tres gansos / o tres lunas pálidas y tísicas. / Esta semana ha llegado la tristeza y como siempre se aloja y escarba en todo.

Pero ese extrañamiento de la propia voz, esa falta de convicción acerca del propio trabajo, es también la problematización de la escritura propia y ajena, el incómodo emplazamiento que realiza a sus compañeros de oficio, pero también a sí mismo:

Se melancoliza hacia adentro, se nostalgia construyendo represas
fardos de nomeolvides. En esa andan algunos
sólo doy cuenta del panorama, como una peluquera del carrusel
que no sabe de qué hablar a sus clientas que se miran al espejo

Esta compilación reúne poemas de esos libros e incorpora textos inéditos sin hacer diferencias entre unos y otros, sin organizarlos en apartados que consignen su origen. Esa opción le otorga al corpus una independencia que admite entender esta antología como un libro con unidad propia, en la que además es posible rastrear el universo poético de Herrera y la coherencia y la continuidad formal y temática de una de las propuestas más interesantes de la poesía actual.

La lectura de Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar permite asistir a la concentración y expansión de los atributos y las obsesiones de la escritura de Ricardo Herrera Alarcón, consolida los hitos fundamentales de un oficio que persiste, pese a todo, en los olvidados territorios del Sur. Una obra robusta, compleja y llena de matices, que ha logrado capturar la imagen de todas nuestras derrotas: Ese es nuestro trabajo en lo que dura el sueño: conducir trenes al infierno pensando que viajamos hacia el paraíso.



 

 

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