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Corrector de pruebas, oficio de fantasma

Por Luis Riffo Escalona



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La primera vez que escuché hablar de los correctores de pruebas fue poco antes de que me ofrecieran reemplazar a uno que se iba a buscar mejores horizontes. Cuando me explicaron que un corrector debía leer lo que otros escribían para evitar el bochorno perpetuo de un texto lleno de errores, me imaginé de inmediato un sótano en cuyo centro una pequeña lámpara iluminaba una mesa sobre la que se inclinaba un tipo que leía casi con devoción, como si se dedicara a traducir del arameo las escrituras sagradas, con el silencio y la oscuridad circundantes como única compañía.

Esa imagen de monje de claustro se me vino abajo apenas comencé a ejercer el oficio, cuando mis colegas y yo debimos adaptarnos sucesivamente a espacios tan incómodos como ruidosos, en compañía de máquinas que zumbaban las veinticuatro horas de día, en pasillos de intenso tráfico o en medio de procesos productivos que requerían de la emisión permanente de la voz humana en sus diversos registros: susurros, voz alta normal y uno que otro grito de una sección a otra.

Cuando por fin nos habilitaron una pequeña oficina, ésta se encontraba justo al lado del taller de fotomecánica, cuyos operadores, veteranos que prácticamente habían nacido entre las tintas, elementos químicos y maquinarias de imprenta, tenían siempre a buen resguardo una botella de pisco y una bebida que iban dosificando a medida que avanzaba la jornada. A partir de cierta hora, por lo general cuando aumentaba el trabajo de los correctores, había corrido suficiente alcohol por las venas de nuestros vecinos como para que las canciones, los chistes de grueso calibre y las risotadas se interpusieran violentamente entre nuestra mirada y las somnolientas columnas periodísticas.

Las condiciones imaginarias de la corrección y la realidad tenían, en todo caso, algo en común. La marginalidad a la que está condenado el oficio es sin duda parte de su naturaleza. Ya sea el aislamiento ideal que se necesita para un buen ejercicio del cargo o la escasez de espacio que obligaba a los jefes a improvisar lugares siempre inapropiados, daban cuenta de que el trabajo de corrección estaba situado en una línea tan delgada dentro de la cadena productiva, que siempre tenía el riesgo de desaparecer. La sola premisa de que el trabajo del corrector no debe notarse, que el producto de su tarea debe someterse a la prueba de la invisibilidad, se convierte tanto en su cualidad como en su peligro de extinción. De hecho, el trabajo realizado se revisa solo cuando un error escandaloso ha logrado soslayar los signos implacables del corrector. Las decenas o cientos de “motes” aniquilados en la jornada pierden todo su mérito a la luz incandescente de una falta ortográfica inmortalizada por una monstruosa prensa.


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Hay una condición fantasmal en la tarea de corregir textos ajenos. Es, según afirman los involucrados, un oficio basado en su invisibilidad. Una mano transparente, una sombra del autor del texto. Si bien debe dominar las reglas de la gramática, tener una óptima comprensión de lectura y ser capaz de entender no solo lo que el autor dice sino también lo que quiere decir, el corrector debe al mismo tiempo obviar su propio estilo y sus convicciones personales. Debe, en cierta forma, pensar como el autor. La única forma en que la figura del corrector adquiere corporeidad es permitiendo que el autor quede en ridículo. Entonces el corrector abandona las sombras y se sitúa en el plano de una víctima de la inquisición, se lo lleva a plena luz del día y desde el gerente hasta el barrendero de la calle pueden ver cómo el espectro se convierte en un ser de carne y hueso listo para mellar el filo de la guillotina.


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Nicolás Trujillo, corrector del periódico cubano Venceremos, ha intentado una definición: “Parece una profesión sencilla cuando cumples el objeto del trabajo: revisar los materiales periodísticos. Pero es tan difícil como escribir, porque un corrector debe poseer, en primer lugar, buena ortografía, dominio de la redacción, concentración y un sexto sentido, que es un bombillo rojo que se enciende cuando algo anda mal”.

El escritor Rodolfo Walsh, quien también fue oficiante de este ritual, tiene algo que agregar al respecto: “la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesarias para interpretar ciertas traducciones y obras originales), y por sobre todo esa rara capacidad para situarse en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión” (Del Prólogo a Variaciones en Rojo, Editorial Hachete, 1953).

Por su parte, el poeta francés Francis Ponge propone el método de lectura de los correctores como la verdadera forma de leer: “Yo leo palabra por palabra, signo tras signo. En cierta ocasión, para ganar un poco de dinero, incluso fui corrector de Gallimard; estaba, pues, obligado a leer signo tras signo, palabra tras palabra, prestando atención a todo. Opino que es la única manera de leer, de realmente leer; es decir, hay que tener en cuenta cada palabra, cada espacio entre palabras, etc. Por eso, además, solo puedo leer muy, muy despacio, y juzgar muy rápido el interés que tiene un texto para mí con unas cuantas frases… tal vez incluso basta una sola frase de un autor para juzgarlo” (Magazine Littéraire, Nº 260, diciembre de 1988. Traducción de Ignacio Díaz de la Serna).


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No es raro entonces que el corrector de pruebas, ante la evidencia de su precariedad no solo laboral sino ontológica, opte por mejores horizontes, como el amigo aquel gracias al cual logré un puesto de trabajo y mil vicisitudes.

Con la misma sabiduría (la de mi amigo, no la mía) no pocos escritores registran en su biografía su paso fugaz por las galeras de la corrección. Es el caso de Manuel Rojas, cuya ajetreada vida fue resumida de este modo por José Miguel Varas: “Aprendiz de sastre, mensajero, talabartero, carpintero, pintor, ayudante de electricista, acarreador de uva, actor, consueta, linotipista, periodista, empleado de la Biblioteca Nacional de Chile, vendedor de cartillas en el Hipódromo, tipógrafo, corrector de pruebas, director de los Anales de la Universidad de Chile, profesor de la Escuela de Periodismo. Además fue escritor como se sabe”. (Prólogo de Antología autobiográfica, Lom, 1996).

No creo que Varas haya registrado los oficios en estricto orden ascendente, porque es fácil imaginar que entre la corrección de pruebas y la dirección de los Anales existe una serie de fatigosos peldaños que el prologuista ha omitido. Lo inimaginable es que un funcionario casi inexistente cobre una vida tan relevante sin ninguna transición.

Del escritor chileno Fernando Santiván se dice algo parecido: después de ser expulsado de la Escuela de Artes y Oficios por promover una huelga, “comenzó para Santiván una carrera loca de ocupaciones y oficios bastante extraños para ganarse el pan. Pidió una recomendación que lo apoyara y obtuvo esta: ‘es un joven honrado, trabajador y con buena letra’. Y con esa buena letra fue zapatero, sastre, vendedor de carbón, boxeador, corrector de pruebas, propagandista, vendedor de artefactos eléctricos, etc.”. Ese biógrafo anónimo acierta cuando pone al mismo nivel el oficio de corrector con el de, sobre todo, zapatero.

El caso de Rosamel del Valle es algo distinto: “Después de trabajar más de 25 años como obrero de imprentas, reportero ocasional y funcionario en el Servicio de Correos y Telégrafos, emigró a Nueva York, contratado como corrector de pruebas de la oficina de publicaciones de la ONU” (memoriachilena.cl). Esas son las grandes ligas, no solo por la importancia de la institución, sino porque le correspondió oficiar después del término de la Segunda Guerra Mundial, es decir, cuando el lenguaje se podía convertir en un arma letal si no era bien utilizado. Era el año de 1946. Había llegado hacía pocos meses al aeropuerto de Nueva York con un letrero que decía: “Soy Rosamel del Valle / Poeta / No sé hablar inglés”.

Hay más ejemplos. Un siglo y medio antes Andrés Bello aprendió las artes de la compaginación y la corrección de pruebas durante su desempeño como publicista del primer periódico venezolano, La Gaceta de Caracas, del cual luego se convertirá en primer redactor.

Hay más todavía. Dos presidentes de la república chilenos.

Carlos Dávila Espinoza (1887–1944) fue presidente provisional de Chile solo por 90 días, tiempo durante el cual dio muestras de un despotismo impensable en un hombre que un par de décadas antes había sido un eficiente corrector de pruebas de El Mercurio. El anónimo funcionario de entonces nada tenía en común (¿o estaba escondido en su crisálida?) con el más importante hombre público del país que obligaría a las radioemisoras a transmitir solo noticias oficiales. Insólito salto de corrector a dictador.

Un artículo del diario electrónico El Mostrador consigna, a propósito de la mala costumbre de irse con las manos llenas después de haber ejercido un alto cargo: “Nunca volveremos a tener una ‘clase política’ austera y republicana de verdad, como aquella tan bien representada por don Aníbal Pinto, quien luego de pasar por La Moneda (…), trabajó como modesto corrector de pruebas porque nunca supo de sobresueldos ni otras prebendas”. (Artemio Lupin, El Mostrador, 3 de enero de 2007). La cita debe entenderse más bien como una hipérbole. En efecto, Aníbal Pinto termina su período presidencial en 1881 y se niega a ocupar importantes funciones públicas y prefirió retirarse a una vida tranquila en Valparaíso, donde fue superintendente del Cuerpo de Bomberos y tenía como único ingreso lo que le pagaban por traducir artículos extranjeros para el periódico porteño El Ferrocarril. La verdad es que no es sutil la diferencia entre un corrector y un traductor, aunque a ambos se les pueda acusar eventualmente de traidores.


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Se dice que Joaquín Edwards Bello tenía dos enemigos: el juego y los correctores de prueba. El primero era imbatible, pero con respecto a los segundos tenía una particular forma de venganza: se dedicaba a buscar los gazapos que con frecuencia se encontraban sobre todo en los diarios del sur y que luego publicó en sus artículos periodísticos. He aquí algunos ejemplos:

– Dice: “El obispo padecía una encefalitis litúrgica”; debió decir que “padecía una encefalitis letárgica”.
– Dice: “El ministro es un brujo para el país”; debió decir que “es un lujo para el país”.
– Dice: “Chile adhirió al Pacto con salvavidas”; debió decir que adhirió “con salvedades”.
– Dice: “El hacendado conoce bien la flojera”; debió decir que conoce bien “la filoxera”.
– Dice: “Zabaleta es el mejor aprista del mundo”; debió decir que era “el mejor arpista”.
– Dice: “España trajo el cerdo católico”; debió decir: “el credo católico”
– Dice: “En momentos de peligro los militares deben empeñar la espada”; debió decir que los militares “deben empuñar la espada…”
– Dice: “Apelaron al Código del Horno”; debió decir que apelaron al Código de Honor…

Un odio de esa magnitud solo se explica a partir de la edición clandestina de su libro  En el viejo Almendral  en cuyas páginas había tal proliferación de erratas que Edwards Bello en persona espiaba las librerías y cuando alguien compraba alguno de esos ejemplares, lo abordaba, se presentaba como el autor y se ofrecía a hacer una corrección de su puño y letra, con el compromiso de que al día siguiente le entregaría el ejemplar completamente expurgado.

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Alejandro Zambra relata un sabroso equívoco:

“Anoto, finalmente, un extraño caso de comparación fallida: con intención halagadora, Enrique Lihn calificó en un artículo a Federico Schopf como el Benjamin (el Walter Benjamin) de la literatura chilena, pero el corrector de pruebas cambió “Benjamin” por “benjamín”, de manera que desde entonces el inefable profesor Schopf figura, incomprensiblemente, como el benjamín de la literatura chilena” (“El show de los clones”, LUN, Miércoles 1 de junio de 2005).


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No todo ha sido guerra entre autores y correctores. Cuando Huidobro se estableció en París, conoció a Pierre Reverdy, con quien creó y financió la revista Nord Sur. Además de poeta, Reverdy era corrector de pruebas. Aunque con algunas reticencias previas, Huidobro compuso su Horizon carré de acuerdo a ciertos principios espaciales y tipográficos que su amigo francés le sugirió, entre ellos, el reemplazo de la puntuación por pausas o sangrías que permitían una doble lectura a partir de la posibilidad de que los versos se leyeran independientemente o se relacionaran sintácticamente con el anterior o posterior. De hecho, a Reverdy se le debe la tendencia a omitir los signos de interrogación y exclamación, de modo de acentuar la ambigüedad y la sugerencia poética.

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Del mismo modo en que la Iglesia proclamó en cierto momento que “el trabajo dignifica al hombre” contradiciendo sin pudor la mitología bíblica que erigió el trabajo como una condena, también ha habido gestos que han intentado levantar la moral de los alicaídos correctores.

En España se ha creado una asociación de correctores de prueba. En Argentina se lo toman aún más en serio, pues la Fundación Litterae instituyó el 27 de octubre como el Día del Corrector de Textos. La fecha no es azarosa, porque recuerda al insigne humanista holandés Erasmo de Rotterdam, quien, entre otras virtudes, fue también corrector de pruebas.

A medida que la tecnología gana terreno en el mundo editorial y periodístico, mayor ha sido la tentación de prescindir de ese oficio debido a la falsa seguridad que otorgan los procesadores automáticos de texto, con sus diccionarios electrónicos que pretenden reemplazar con una raya roja bajo las palabras el trabajo minucioso de un ser humano. Sobre este punto, hay dos opiniones emanadas desde el ámbito de los medios de prensa latinoamericanos que me permito citar para consuelo y esperanza de los colegas: “Las computadoras nunca se equivocan, porque no hacen inferencias y no conocen la duda. Ven una palabra mal escrita y no saben qué palabra es, porque no coincide con la lista que se les suministró. Puede que sí, pero porque se le instruyó que funcionara por teoría de probabilidades, por eso los verificadores de ortografía (los spelling checkers) pueden sugerir alternativas a una palabra mal escrita. El cerebro la reconoce aun mal escrita y a veces la completa por Gestalt y no se da cuenta siquiera de que estaba mal escrita. Por eso los correctores de pruebas no leen, sino que más bien deletrean. La computadora encuentra la palabra tundra donde el sentido que da el contexto dice que debiera ser tunda, pero no la corrige porque ambas están en su diccionario. El corrector de pruebas humano sabe que a nadie le dan una tundra, sino una tunda. Y si le dan una tundra, sabe que es en condiciones excéntricas, como en alguna extraña herencia, ponle, o en expresiones como «darle a alguien a ver una tundra». Al cerebro lo ayuda el sentido de las palabras, mientras la máquina solo tiene las cadenas de caracteres, que para ella en realidad son números. El sentido no es digital, es analógico”. (Roberto Hernández Montoya, Presidente del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos).

Los correctores de pruebas colombianos eran hombres de confianza de escritores o políticos, pues aseguraban una mayor claridad y precisión en cualquier original escrito a la carrera. En ellos residió la pureza del lenguaje, característica en la mayoría de las publicaciones colombianas. Los computadores y la internet llegaron con corrector mecánico incorporado. Los errores obvios se atrapan automáticamente, lo cual hizo que en las imprentas comenzara a disminuirse o eliminarse la nómina de correctores de pruebas. En la multimedia actual vuelve a ser indispensable el corrector humano, porque el mecánico es un fracaso como auxiliar para la pulcritud y la limpieza de palabras y conceptos. En las últimas semanas han aumentado las rectificaciones y la confesión de descuidos por errores, palabrotas o frases que nunca han debido publicarse. Eso es grave en momentos tan azarosos como los que vivimos en Colombia, cuando en el fondo de una idea o de un calificativo puede estar escondido el secreto de una masacre o de una enorme injusticia”. (José Salgar, “El Espectador”, Colombia, 7 de julio de 2007).

9 y final
Aparte de ser una especie prácticamente extinta, el reconocimiento de su oficio, como queda señalado, es escaso. Hasta donde sé, en Chile solo la editorial LOM incluye a veces, dentro de los créditos de sus libros, al encargado de la corrección de pruebas. Imagino los sentimientos encontrados del aludido. En algo puede alimentar su orgullo que su nombre trascienda las sombras de su ignorado trabajo. Pero no ha de faltar el escalofrío, el espasmo del miedo, ante la posibilidad de que esa nominación lo condene al escarnio público, por culpa de esos duendes maléficos que a la menor distracción deslizan entre los trazos de tinta los yerros venenosos.

Lo digo por experiencia propia, en mi calidad de autor y corrector, porque ese par de erratas que resplandecen en mi primer libro de cuentos parecen seguir creciendo en mi atormentada conciencia, como una mancha que cubre y borra toda mi escritura.



 

 

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