A ver si volamos
Por Leonardo Sanhueza
LUN, 26 de abril de 2011
Nunca he sabido de un poeta que haya necesitado y aprovechado tanto su vejez como Gonzalo Rojas. A los sesenta años, los poetas empiezan a ordenar la casa, a desprenderse de sus cuadernos, a concentrarse en un esfuerzo final, a esperar premios, a rezar el rosario o simplemente a despedirse. Incluso suele suceder que ni siquiera lleguen a los sesenta. Teillier murió a esa edad. A Lihn le faltaron dos años. Huidobro llegó sólo a los cincuentaicinco. A los sesenta, en 1977, Gonzalo Rojas recién estaba publicando su tercer libro y, de ahí en adelante, y por lo menos hasta comienzos de los noventa, se fue por un tobogán que lo llevó a configurar a toda velocidad una de las obras más reconocibles y admirables de la poesía contemporánea en castellano. Murió a los noventaitrés, pero al parecer todavía le quedaba cuerda.
Cuando joven, se comportó como poeta viejo: silencioso y renuente. Cuando viejo, todo lo contrario: abundante y desmadrado. Ese movimiento de contracorriente tiene una curiosa similitud con su personalidad y, sobre todo, con su poesía, en la que los contrastes de opuestos son esenciales. A veces, en las entrevistas, podía parecer fanfarrón y hasta farsante, despachándose al periodista con cuñas que no despintarían en una colección de piropos obreros, pero a renglón seguido se las arreglaba para tomar aliento y hacer saltar esa vulgaridad hacia cuestiones sublimes. La realidad real, la vida cotidiana, las piernas deliciosamente pifiadas de ciertas mujeres, la grasa, el humus: todo eso es nada sin un punto luminoso detrás. Lo mismo ocurre en su poesía: “Vivo en la realidad. / Duermo en la realidad. / Muero en la realidad. // Yo soy la realidad / Tú eres la realidad / Pero el sol es la única semilla”.
La terrenalidad de Rojas, su apego a lo sencillo y a lo humilde, a la lluvia y al paisaje de Arauco, tiene incubado ese deseo de volar, ese deseo de no ser tierra solamente, sino de serlo para echar afuera algo de luz. Curiosamente, en este punto está unido con Nicanor Parra, su archienemigo, que se pregunta: “¿Somos hijos del sol o de la tierra? / Porque si somos tierra solamente / no veo para qué / continuamos filmando la película: / pido que se levante la sesión”.
Esa dualidad es uno de los aspectos más fascinantes de la poesía de Rojas. “Libertinaje y rigor”, dice por ahí. Sus poemas eróticos, por ejemplo, en ocasiones son meras descripciones pornográficas, pero ese rigor, esa respiración, esa manera de manejar cada sílaba, rompe el plano y lo proyecta hacia preocupaciones universales y preguntas enormes acerca de la existencia. Asimismo sus poemas fúnebres despegan con humor hacia un ánimo ligero pero profundo.
Ahora que lo están velando en el Bellas Artes, con toda la pompa que se le debe a un artista de su estatura, sospecho que nadie se ha acordado del siguiente deseo funerario de Rojas: “Fuera con lo fúnebre; liturgia / parca para este rey que fuimos, tan / oceánicos y libérrimos; quemen hojas / de violetas silvestres, vístanme con un saco / de harina o de cebada, los pies desnudos / para la desnudez / última: nada de cartas / a la parentela atroz, nada de informes / a la justicia; por favor tierra, / únicamente tierra, a ver si volamos”.
Gonzalo Rojas nos enseñó eso y muchas otras cosas. Cómo sacar perlas del barro, por ejemplo, y cómo respirar cuando falta el aire.