Las alcachofas ibéricas
Leonardo Sanhueza
Las Últimas Noticias, 2 de Diciembre de 2011
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Es sabido que entre Nicanor Parra y el Premio Cervantes había algo más que la distancia del gran charco. Digo más: el único punto de afinidad entre la antipoesía y aquel catedralicio galardón parecía ser, curiosamente, el Quijote, y ni siquiera el Quijote, sino el enigmático y muy parriano diálogo que sostienen Babieca y Rocinante en los preliminares. “¿Es necedad amar?”, pregunta la yegua del Cid. “No es gran prudencia”, le contesta el rocín flaco. “Metafísico estáis”, comenta Babieca, a lo que el escuálido jamelgo contesta: “Es que no como”.
Aparte de ese vínculo remoto, hasta hace poco la figura de Parra era inocua para los españoles y sus instituciones literarias; si no era del todo desconocida, sí era lejana e incomprensible. Había, y todavía hay, una colosal desproporción entre los efectos de la antipoesía en Latinoamérica y en España; mientras acá, por angas o mangas, Parra desbarató buena parte del mapa de la literatura y, como Vallejo, Huidobro o Lihn, ha obligado a varias generaciones a tenerlo seriamente en cuenta, la poesía española aún no termina de desayunarse de su existencia, preocupada como está de mantener el statu quo de la poesía lírica de masas, esa poesía sosa de esquelas pasteurizadas, sin carne y sin nervio, que se vende al kilo y que lleva unas buenas décadas dominando el panorama poético de la península e imperando, en el sentido más totalitario del verbo, sobre todos los tejemanejes de la industria editorial.
Así que el Cervantes otorgado a Parra trae algunas paradojas. Por un lado es una decisión indiscutible, y ahora hasta en España la celebran, pero por otro llega a ser cómico que esa unanimidad actual no logre velar la exasperante y viscosa lentitud con que caen las alcachofas ibéricas. ¿A qué velocidad se prenden las ampolletas en Madrid que es posible darle el “Nobel de las letras hispanas” a Jorge Edwards antes que a Nicanor Parra? Junto a eso, uno puede observar otro cortocircuito: la institucionalidad literaria más conservadora del idioma premia a un dinamitador de las instituciones y el idioma. Ya era divertido ver la cantidad de universidades que han desempolvado sus trajes domingueros para nombrar doctor honoris causa a un poeta que justamente ha hecho pebre con los grados académicos y las “kkdemias”, riéndose de “esos nuevos títulos de nobleza” y de todo lo marmóreo, pero el chiste que se produce entre Parra y el Cervantes es mucho mejor, porque es una reverencia solemne a algo que aún no se comprende y que, sobre todo, aún no se considera en su poder cáustico y destructoramente creador.
El reconocimiento a Parra debería ser tasado en España como un feliz autogol, un bombazo que allá, pese a la tardanza, quizás contribuya a airear los pasillos de las instituciones, a incendiar algunos lugares comunes y, en fin, a despabilarse y a mover con un poco más de soltura las caderas.