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Palabras atómicas

Leonardo Sanhueza
Las Últimas Noticias, 10 de Abril de 2012

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Parece una noticia del siglo pasado, pero fue hace sólo unos días que Günter Grass fue declarado persona non grata por el ministro del Interior israelí, El Yishai, por haber publicado el poema “Lo que hay que decir”, en el que acusaba a Israel de terribles planes atómicos. Todo eso resuena ahora tan desproporcionado, tan fuera de época, que deja una impresión teatral, como si escritor y ministro hubieran estado concertados para reventar algunos petardos en los medios y así llamar la atención del mundo. Por supuesto, no hay ningún montaje, sino todo lo contrario: esto es lo más serio y grave que hay. Grass escribió unos versos muy malos, tan malos que hasta en la Sociedad de Escritores de Chile los harían mejores en caso de necesidad, pero que contienen, desde su título, el espíritu del “Yo acuso” y los alardes éticos y comprometidos de todos los manifiestos y cartas abiertas: no callarse ante el mal, ante los vicios, ante los poderosos, ante nada que él, como intelectual, pueda denunciar por el bien del planeta.

No hay razones para dudar de la buena fe de Günter Grass, ni de sus buenos sentimientos ni de la humilde valentía con que ha decidido conducir la culpa nacional alemana y purgar la culpa propia de haber pertenecido a las Waffen-SS. Es otra la cuestión que deja un saborcillo amargo y, a la vez, un aire nuevo. El episodio, por su descalce histórico, muestra el contraste entre lo mucho valían antaño las opiniones, por lo menos en el ámbito del poder, y lo poco que valen ahora. Grass hizo lo que se hacía en su tiempo y recibió una respuesta anacrónicamente adecuada. Pero es imposible imaginarse una situación similar protagonizada, qué sé yo, por un escritor argentino de treinta años o uno chileno de cuarenta: su opinión, a lo más, se la comerían los tiburones en el intento de cruzar el charco.

La figura del “escritor intelectual”, esa singularísima clase literaria tan querida durante el siglo veinte, actualmente se encuentra en franca agonía. En cosa de dos décadas, coincidentemente desde la caída del Muro, casi se ha consumado la extinción de estos cetáceos de las palabras, que no se conformaban con escribir los grandes libros de la humanidad, sino que además se sentían llamados a asumir un rol activo, determinante y hasta providencial ante los dolores y vicisitudes de la civilización. Eran escritores que creían tener no sólo la literatura en la palma de la mano, sino también el planeta. Hablaban de la Revolución cubana como si se tratara del divorcio de su tía Edelmira o de la salud de su enfermizo gato siamés. Se movían con más propiedad en la Guerra Fría que en la desconocida vida de su barrio. Su mundo era el mundo, y no les parecía ancho ni ajeno.

Más para bien que para mal, todo eso se acabó. No quedan más que unos peces gordos de muestra, unos con más papada que otros, algunos todavía brillantes, el resto ya opaco, estúpido y gagá. Uno ahora puede escribir sin la esperanza de interferir en la rotación del planeta: qué alivio.

 

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Lo que hay que decir


Por qué guardo silencio, demasiado tiempo,
sobre lo que es manifiesto y se utilizaba
en juegos de guerra a cuyo final, supervivientes,
solo acabamos como notas a pie de página.
Es el supuesto derecho a un ataque preventivo
el que podría exterminar al pueblo iraní,
subyugado y conducido al júbilo organizado
por un fanfarrón,
porque en su jurisdicción se sospecha
la fabricación de una bomba atómica.
Pero ¿por qué me prohíbo nombrar
a ese otro país en el que
desde hace años —aunque mantenido en secreto—
se dispone de un creciente potencial nuclear,
fuera de control, ya que
es inaccesible a toda inspección?
El silencio general sobre ese hecho,
al que se ha sometido mi propio silencio,
lo siento como gravosa mentira
y coacción que amenaza castigar
en cuanto no se respeta;
“antisemitismo” se llama la condena.
Ahora, sin embargo, porque mi país,
alcanzado y llamado a capítulo una y otra vez
por crímenes muy propios
sin parangón alguno,
de nuevo y de forma rutinaria, aunque
enseguida calificada de reparación,
va a entregar a Israel otro submarino cuya especialidad
es dirigir ojivas aniquiladoras
hacia donde no se ha probado
la existencia de una sola bomba,
aunque se quiera aportar como prueba el temor...
digo lo que hay que decir.
¿Por qué he callado hasta ahora?
Porque creía que mi origen,
marcado por un estigma imborrable,
me prohibía atribuir ese hecho, como evidente,
al país de Israel, al que estoy unido
y quiero seguir estándolo.
¿Por qué solo ahora lo digo,
envejecido y con mi última tinta:
Israel, potencia nuclear, pone en peligro
una paz mundial ya de por sí quebradiza?
Porque hay que decir
lo que mañana podría ser demasiado tarde,
y porque —suficientemente incriminados como alemanes—
podríamos ser cómplices de un crimen
que es previsible, por lo que nuestra parte de culpa
no podría extinguirse
con ninguna de las excusas habituales.
Lo admito: no sigo callando
porque estoy harto
de la hipocresía de Occidente; cabe esperar además
que muchos se liberen del silencio, exijan
al causante de ese peligro visible que renuncie
al uso de la fuerza e insistan también
en que los gobiernos de ambos países permitan
el control permanente y sin trabas
por una instancia internacional
del potencial nuclear israelí
y de las instalaciones nucleares iraníes.
Solo así podremos ayudar a todos, israelíes y palestinos,
más aún, a todos los seres humanos que en esa región
ocupada por la demencia
viven enemistados codo con codo,
odiándose mutuamente,
y en definitiva también ayudarnos.


[Traducción de Miguel Sáenz]
Fuente: http://www.poesiasolidariadelmundo.com

Una colaboración de Alberto Moreno



 


 

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