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El fondo del país sin fondo (cuatro apuntes sobre la cueca)

Por Leonardo Sanhueza
revista udp Año 04 / Número 08 / 2009


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Puesta a elogiar a Chile, Gabriela Mistral recuerda nueve cosas. Podrían ser más, dice, pero en el trance de elegir elige sólo nueve "cosas mejores". Las dos primeras son obvias: la cordillera y el mar. La tercera es doble y son los "mineros y navegantes". Todos los chilenos, según la poetisa, hagan lo que hagan, tendrían algo de minero o de navegante. La cuarta es menos críptica que la anterior: las alamedas. No se refiere, desde luego, a las anchas alamedas, sino a las de álamos californianos o chopos españoles que trazan lineas en los valles de la patria y sus "civiles campos libres de barbarie". La quinta es también vegetal, pero autóctona, de sur y norte: las araucarias y los algarrobos. La sexta, más que vegetal, es agrícola: los frutos, específicamente las manzanas, las peras, los duraznos y los damascos. Es curioso, por no decir insolente y provocador, sobre todo en atención a la gente de los valles mistralianos de Elqui. Huasco y Limari, que haya omitido en este punto las papayas, las paltas, las aceitunas y las chirimoyas. La séptima es extraña, viniendo de ella, una mujer tan terráquea y continental: los archipiélagos. La octava son las artesanías, con especial atención a los choapinos mapuches, cuyos colores "siempre rodaban entre un negro topo, un café ciervo y un gris culebra". Y la novena, cual noveno círculo del infierno, que completa este auténtico acertijo nacional que la poetisa al parecer nos dejó como tarea para la casa, es inesperadamente la cueca, donde "la raza sin muerte, caldo de una sangre subtropical, cuerpos que están vivos de mar o de altura, baila su orgullo vital".

Este mapa mistraliano de las nueve maravillas chilenas no puede ser más desolador, en el sentido de que Chile aparece como un país sin habitantes o como un paisaje en el que ningún producto de la civilización o de la cultura, salvo la cueca y los choapinos, está presente. Según ese retrato, los chilenos no sirven para otra cosa que fabricar choapinos, o retozar en ellos, o abrigarse con ellos las cañuelas, y bailar o al menos avivar la cueca. En el ámbito de los oficios, Gabriela Mistral menciona justamente dos rubros paradigmáticos que los chilenos no han desarrollado al punto de destacarse en ellos. En vez de mineros, lo que hay en Chile son más bien pirquineros: cavadores de estrecheces y constructores de estructuras enclenques. Los artífices mineros que han trabajado en nuestro país, incluso los de Codelco, han sido mayoritariamente extranjeros. Al parecer, no nos resulta andar construyendo grandes cosas bajo la tierra. Aunque sus ingresos provienen de la minería, Chile es un país agricultor y está asentado en los valles centrales: en esto, es certera la elección de los duraznos y las demás frutas que, aunque en otras tierras se den bien y tengan historias de miles de años, aquí "se están como se estarían en el aire, también nuevo, del paraíso".

La chilenidad del durazno es postiza, pero acaso por ello sea más real que la de la chirimoya. Esa esencia centrina, chacarera, de Chile es la que vio Pablo de Rokha y es la que sigue viendo Raúl Ruiz. Neruda, el más hábil pero el menos chileno de todos los poetas chilenos, que le agregó crema al caldillo de congrio, afrancesándolo y quitándole su sustancia popular, habría escogido la turística chirimoya o la voluptuosa sandía, nunca el durazno ni la manzana ni la pera, como fruta nacional. Pero todos sabemos que el olor de Chile es el olor del durazno, y también el del huesillo, que a diferencia de otros frutos secos se come preferentemente en verano. Como diría Gonzalo Millán, Chile es el sueño del valle.

Por lo mismo, en cuanto a los navegantes, ni siquiera puede decirse que la pesca sea una actividad nacional. De viajes, mejor ni hablar. Chile es un destino, como Australia o Brasil, y un lugar endogámico, como Bolivia o, qué sé yo, Hungría, pero nunca un punto de partida como Italia o Portugal. Puede que tengamos buenos remadores olímpicos, pero en general puede decirse que llegamos tarde a la época de la navegación y que, además, nuestros navegantes no quieren levantarse, porque tienen mucha hambre y quieren comer curanto con chapalele.

Pero en otro sentido tiene razón la poetisa: somos mineros y navegantes, aunque no lo seamos en absoluto, porque nuestra sicología se equilibra entre esos dos polos. Si existieran los topos marinos, eso seríamos. Del mismo modo, no fabricamos perfectas alfombras persas para la opulencia, como tampoco delicadas sedas o linos para la frugalidad. Fabricamos choapinos y comemos duraznos. Y bailamos la cueca. O, al menos, la avivamos.

2

Cualquiera que haya visto el combate de 1940 en el Madison Square Garden entre Arturo Godoy y Joe Louis, actualmente disponible en Youtube, podrá reconocer en el estilo del púgil iquiqueño algo entre cuequeroy maletero, que parte el alma: esa manera agachada de pelear para evadir el castigo del coloso invencible, neutralizándolo con mañas y técnicas truchas, chasquillas, para luego asestar el golpe desde abajo, sorpresivamente, según una actitud que Pablo de Rokha hubiese llamado "amarditamiento" y que Nicanor Parra habría suscrito. Digo que parte el alma porque en cada una de esas agachadas se trasluce una derrota de tipo trágica, señalada por el destino: hagas lo que hagas, Godoy, no vencerás, porque la injusticia de los jueces, al cabo de los quince asaltos, te dirá quién eres: un chileno, un comedor de duraznos, un peso pesado bailarín de cueca.

La belleza es el jugo de esa escena terrible, cuando al fin del combate el héroe derrotado Godoy alza sus brazos en señal de victoria, saltando sin cesar, como un niño a punto de recibir su regalo, mientras que el Bombardero de Detroit, vencedor de la maquinaria imperialista del dinero deja caer pesadamente sus brazos y su mirada, admitiendo con tristeza y resignación su triunfo comprado.

En el baile pugilístico de Arturo Godoy está la esencia de la cueca, por lo menos en su parte masculina. Todas las cuecas populares llevan esa marca, la de ser agachadas y mañosas, la chilota, la nortina, la brava, la chora y la centrina: todas, siempre desde abajo, a punto de asestar el golpe. A medida que se sale del mundo popular, la cueca se yergue, se plancha y desnaturaliza.

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La naturaleza popular de la cueca está seriamente reñida con el decreto de 1979 que oficializa la danza nacional. El hecho de que la enseñen a la fuerza en los colegios y la bailen por decreto alcaldes, intendentes y ministros en las fiestas disloca la danza y su simbología a una representación pública de la nacionalidad, lejos de su lugar en el festejo del pueblo, del mismo modo en que la libación de la chicha en cacho se disloca en las gradas de las autoridades o, en las aulas, el arte de narrar leyendas populares.

La cueca oficial es el papelón habitual de la clase política justamente por eso, porque deviene sketch o número de kermesse. Ricardo Lagos Weber, como Joaquín Lavín y como tantos otros políticos que han tenido y seguirán teniendo que someterse a esa auténtica peladilla de la conciencia folklórica, hizo el ridículo en su momento, pero no por no saber bailar cueca (¿quién sabe, a ciencia cierta, bailar cueca?), sino por no saber que la mano izquierda, al esconderse en el baile, empuña un imaginario y antiguo cuchillo, listo para asestar el golpe, desde abajo, sorpresivamente, y sobre todo por no saber que la cueca se baila bajo el más severo y visceral influjo alcohólico, porque es dionisíaca y diabólica. Si Lagos Weber hubiese estado borracho, como piojo o como tenca, o un poco borracho no más, como quien dice borrachoso, o chispeante, o medio puesto, pero en cualquier caso a consecuencia de alcoholes de uva, no de papa ni de cebada ni de caña de azúcar, se la doy firmada que el Diablo en persona le habría enseñado a bailar en el acto, permitiéndole no sólo salir airoso, sino ganancioso de una chilenidad que él desconoce por su origen y su clase y su afícíón al trekking. La cueca está llena de muerte y de vida, como las bacanales del siglo cuarto o quinto o sexto antes de Cristo. Es un ritual nacido entre personas que vivieron la patria como un limbo de inseguridad total, de indefensión y de inminencia del fin.

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El problema de la cueca, decía mí amigo el poeta y experto cuecólogo Miguel Naranjo, "es que se presta para el hueveo". Es un problema, realmente, y nos incumbe a todos, porque la cueca tiene adentro otra cueca. Sus frivolidades, las nimiedades que aman el Estado y la oligarquía, son a menudo la punta de un iceberg negro, un fondo del país sin fondo, en donde el sentido de lo popular está en permanente controversia con los dictados del poder.

Sobre ese asunto, ahora recuerdo la película Largo viaje, de Patricio Kaulen, que contiene dos o tres escenas que debieran estar presentes en cualquier historia del Chile popular. Me detendré en una de ellas: la noche y amanecida del velorio del angelito, que comienza, como es de rigor, con histriónicas rezadoras y cantos a lo divino, y termina, como es de rigor también, con una orgía macabra delante del cadáver del niño santificado y ataviado con traje blanco y con alitas de papel, donde la cueca larga es verdaderamente más larga que el sentimiento y ejemplifica las honduras a las que pudo llegar una danza que hoy suele comunicarse como una pura hojarasca agitada por los más hueros aspavientos nacionalistas.

Cien años antes de esa película, el periodista fronterizo y revolucionario Pedro Ruiz Aldea hizo una descripción que Kaulen parece haber considerado: "La fiesta del angelito es una de las bacanales más inmorales que pueden darse: fiesta que, con título de religiosa, es la más profana e inmunda y donde más campo abierto tienen el vicio y la corrupción para mostrarse en todas sus fases y profanidades". En un diario de 1879, se leía que los velorios de angelitos eran "la orgía más espantosa", en la cual "se observa a los padres del angelito bailando al compás de una endiablada cueca", todo circundado de pendencias y obscenidades. Da pavor que cien años después, en los ojos de Kaulen, y quizás en los nuestros, el horror de toda esa inmundicia antaño temida y abominable haya terminado develándose como una esencia del drama popular, provocando accesos de nostalgia -y cólera- por lo que aún cuesta trabajo considerar perdido para siempre.





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