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        SABIDURÍA DE TEJADO: LA EDAD DEL PERRO DE LEONARDO SANHUEZA
 
          (LITERATURA  RANDOM HOUSE, 2014)
        Por Rolando Martínez
          
        
         
        
          
        
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          El pasado 2014, a mi parecer, fue un año de buenos libros: Fanon city meu de Jaime Luis Huenún, la extraordinaria traducción que Rodrigo Olavarría  hiciera de la Antología de Spoon River, libro (casi una leyenda) del  norteamericano Edgar Lee Master, Yakuza y Poemas para Michael Jordan del joven  Francisco Ide,  Bellezamericana de  Christian Formoso, Erosión del talentoso Víctor López Zumelzu y La contru de mi  alma, de Daniel Tapia Torres (obra de la que no me resisto citar este verso: “… papito, en los sueños no hay nadie  muerto”). La mención que hago de estas obras, deja además en claro una  tendencia evidente en mis costumbres lectoras: la de leer, ante todo, poesía. Se  me escapan, eso sí,  muchos otros. Otros  que por cierto desconozco y que no pude ni podré siquiera, en un futuro más  menos cercano (Oh nostalgia del futuro) tener: tañer su textura y sus aromas,  varar en su tipografía, peso y formas. La experiencia de vivir en regiones tan  ajenas del centro de Chile, implica, muchas veces, privarse de textos que hoy  en día transcurren, rezagando aspectos claves de la literatura nacional actual como  la versatilidad o el contexto en que se sitúan. Sin embargo (derivado de  algunos procesos que devienen más de la buena voluntad que de los sistemas de  distribución) también es importante mencionar que no siempre las obras brillan por su ausencia. Es así como llega a  mis manos La edad del perro (no “el año del perro”, ojo, confusión que  podría terminar en un libro de autoayuda o documento de astrología china)  novela que destaca por configurar una escritura que si bien carece de lirismos  que oscurezcan o, de otro modo aún, iluminen de sobre manera el relato, no deja  de otorgar pequeñas y a la vez grandes aproximaciones con el género poético: el  texto, es en sí, un compendio que se equilibra entre dos estadios, el de la  narrativa, por un lado, y el de la poesía, por otro. Supongo que es, en  síntesis, un trabajo que da cuenta fiel de alguna transición, del disfraz o del  genuino y meritorio arte del camuflaje.  Del  autor, el poeta Leonardo Sanhueza y a quién conocí en primera instancia por  obras como Tres Bóvedas (célebre texto ganador del  XVII Premio Internacional Unicaja de Poesía  Rafael Alberti en 2001 y publicado por el prestigioso sello Visor Libros de  España), La Ley de Snell (Ediciones Tácitas, 2010) y Colonos (Editorial Cuneta,  2011), puedo decir, que es dueño de una voz interesantísima desde el punto de vista  de la movilidad, del recambio de tonos y formas poéticas, aspectos que no sólo  le han valido la consagración entre los pares de su generación, sino además, la  obtención de reconocimientos como el Premio de la Crítica el año 2011, el  Premio de la Academia Chilena de la Lengua el   2012 y el Premio Pablo Neruda, mención lograda el 2012 por su trayectoria  y aporte al arte de las letras en nuestro país. Pese a que no es la obra de  Sanhueza (obra que de todas formas sí me interesa contemplar) el fin último de  éste documento, me permito citar, del libro Teoría  poética y estética de Paul Valery, algunas breves palabras que vinculo  directamente con el trabajo del autor de La  edad del perro: 
        “Un poeta –no les choquen mis  palabras– no tiene como función sentir el estado poético: eso es un asunto  privado. Tiene como función crearlo en los otros. Se reconoce al poeta –o al  menos cada uno reconoce al suyo– por el simple hecho de que convierte al lector  en un <<inspirado>>. La inspiración es, positivamente hablando, una  graciosa atribución que el lector concede a su poeta: el lector nos ofrece los  méritos transcendentes de las potencias y las gracias que se desarrollan en él.  Busca y encuentra en nosotros la causa maravillosa de su admiración” 
        En este sentido, la obra de Sanhueza surte los mismos efectos (los que  menciona Valery) en sus lectores, puesto amplía el espectro de lo que llamamos  universo, y expone, con claridad, un trabajo que tiene relación con el  significado de los objetos, o, derechamente, con el sentido que éstos adoptan  en su propuesta. 
        La edad del perro, es el monólogo de un muchacho nacido  en Temuco. Un monólogo que trasunta en una historia real, tangible, sea ésta a  partir de las maravillosas descripciones que hace el autor de una ciudad fría y  lluviosa, o bien, por la mención de momentos históricos en el Chile de esos  años: el fantasma de la guerra con Argentina, la arremetida de las fuerzas  armadas, el gobierno de Pinochet, etcétera. Pese a todo, lo que prima en el  grueso de páginas que forman La edad del  perro, es el relato de una vida familiar que sucede al interior de una  casa, desde donde surgen los pensamientos que el protagonista relata, arista  por la cual logra construir una enormidad de relaciones entre objetos y seres  (sobre todo entre aquellos que conforman otra red inexorable en esta época humilde  y a la vez oscura: abuelos, padres, tíos, y hasta uno que otro vecino del por  entonces inmenso villorrio temucano). El primer apartado de la obra es 1983,  compendio que sucede sobre el tejado (aunque el autor tempranamente aduce a que “Las historias suelen ocurrir en las  casas, no sobre ellas”). Desde ahí el protagonista, un niño de nueve  años,  imagina lo que será (en una  especie de acto sincrónico con su abuela materna) no el fin del mundo, sino más  bien el apocalipsis: la venida de Ajenjo, el fuego irrisorio de una lluvia  de estrellas sobre el planeta, el sabor amargo en el agua de todos los ríos,  aunque (citando una frase del protagonista de la historia): “aún falta mucho para que todo se acabe”.  Durante este tramo, la voz del niño (la que supongo por varias razones  corresponde al mismísimo autor de la novela) propone un viaje en el tiempo, un  viaje que es más bien como un lento andar en carreta, arrastrada por torpes y  enormes caballos. Esta cualidad –la de relatar sin mayores apremios– brinda al  lector, la clara posibilidad de impactarse con detalles que residen genuinos en  la memoria del muchacho (casi siempre encaramado en el tejado, como una fiel  compañía de su abuelo, un viejo enorme con pinta de vikingo que da martillazos sobre  las planchas de zinc para prevenirse de los constantes ventarrones y aguaceros).  Es esta la edad del perro: la etapa en que el niño extiende un universo cargado  de paisajes inhóspitos, precisando el atardecer, entonces contaminado de un  eterno color rojizo, como así también, la edad en que algunos hitos trascienden  y configuran su interior cristalino, a ratos temeroso (sobre todo de las ratas  que abundan en el entretecho), dueño de una madurez incierta pero que sin  embargo lo muestra asertivo, curioso, cercano a cuestionamientos que más bien  parecen hechos por un hombre adulto, hecho y derecho. 1983, finaliza con una  estrepitosa caída en low motión desde  el tejado hasta los rosales, que esperan, filosos, en el jardín. 
        1984, el capítulo con el cual prosigue la novela, no está ausente de  eventos que cimbran en el lector, el mismo entusiasmo por la lectura que se  advierte en 1983. Por ejemplo encontramos la escena donde el pequeño, ya de  casi de 10 años, envalentonado y decidido a hacer frente a los roedores,  ingresa a la bodega en busca de algún tesoro y en ésta empresa se mantiene  hasta cuando se topa con una maleta, blanca y pesada, repleta de libros  (dañados por una rata que decidió hacer su nido ahí) de la entonces  desaparecida Editorial Quimantú. En una entrevista, Sanhueza se refiere a este  momento del libro como: “Me di cuenta  mucho después de escribir esa escena, que la imagen de la maleta resultó ser  una alegoría de toda mi generación. En el fondo, recibimos los restos de una  cultura, y los restos no fueron arruinados por el tiempo, sino por el mal”.  Asimismo, el niño que entonces ya cumpliría su primera década, relata el  episodio trágico en que su abuelo materno, sin reparos ni abstinencias, da  muerte de un disparo en la cabeza a Durazno (el voraz perro adoptado), por considerarlo inútil. Llama la atención, que  aquel incidente no haya desencadenado en la emisión de juicos por parte del  personaje principal (que es en sumo rigor, la voz que narra y describe la totalidad  de los hechos). 
        A lo largo del relato, la ausencia de su padre (quien no está muerto  aunque nadie sabe a ciencia cierta el lugar donde se encuentra) es un tema que  se sostiene en base a los recuerdos que su madre acuna. Pese a todo, cercano a  los compendios finales de 1984 (y por consiguiente ad portas del final del  libro), la entrada de su Tía Maite,  da  pie a uno de los episodios –a mi parecer–   más conmovedores de la obra: la muerte, velorio y funeral del padre del  protagonista (un alcohólico que perece a causa de una fulminante peritonitis en  el Hospital Regional de Concepción). De ahí, se desencadenan una serie de  muertes, las que por cierto sumen en el sueño eterno, a los últimos personajes  en aparecer en la historia. 
        A fin de cuentas puedo decir de La  edad del perro, que si bien el ejercicio de la evocación de la infancia  resulta ser, un trabajo que doblega y asimismo encandila, Leonardo Sanhueza es  capaz de reconstruir su historia con meritoria destreza, puesto nos hace  llegar, al parecer, intactos, los espacios donde se forja su niñez, ofreciendo  al lector un panorama que si bien se recluye en la atmósfera lluviosa del sur  de su país, refleja, con precisión y nitidez, el sombrío Chile de quienes por  entonces, contemplamos desde la explanada o el tejado, la aridez y desarraigo  de una época.