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Enrique Lafourcade:
Un escudo de risa
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias. 30 de Julio de 2019
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El primer recuerdo que tengo de Enrique Lafourcade se remonta a 1980, cuando apareció en el noticiario 60 minutos en calidad de severo impugnador de una escultura de Humberto Nilo instalada afuera del Museo de Bellas Artes. Ignoro por qué el episodio se me quedó grabado en la memoria, puesto que yo tenía sólo seis años y las cosas artísticas no me interesaban en absoluto. El caso es que ahí estaba ese señor, hablando pestes contra lo que consideraba un mamarracho, y nunca pude olvidarlo. En realidad era un objeto incomprensible: se trataba de la estructura de una silla de playa, sin lona, con la particularidad de que era pesadísima, porque estaba hecha de fierro o acero. Entiendo que tiempo después unos gallos que se llamaban a sí mismos "vengadores del arte" se la robaron —nadie sabe cómo, pues pesaba como una tonelada— y la tiraron al Mapocho.
Lafourcade manejaba muy bien ese filo de su carácter, llevando la pesadez al extremo en que se toca con una extravagante simpatía. De buenas a primeras, su severidad
parecía un escudo desagradable, cultivado para mantener a cierta distancia a quien se le pusiera por delante. Sin embargo, al igual que en la historia de la silla, en sus demás encontrones de polemista había mucho más de puesta en escena que de vocación censora. En cada rabieta, siempre había algo en su rictus que daba la impresión de estar a punto de soltar la risa, como si todo fuera una broma. O incluso más. como si todo —la vida, el mundo, la calle, todo— no fuera sino una ramificación de la literatura misma.
En sus crónicas, podía ser mordaz hasta con su propia nostalgia. Era asiduo al juego infantil de quemar insectos con lupa, pero en esa diversión sádica a veces se quedaba observando, consideraba los días vividos y dejaba salir un lagrimón. Cuando cada tanto hablaba de Teófilo Cid, de Braulio Arenas, de Jorge Teillier, aunque nunca se privaba del gusto de subir a alguien al columpio, sacando historias con poruña del saco mezclado de la memoria y la imaginación, tampoco prescindía de los instantes más literarios y emotivos que, entre talla y talla, brotaban de cuando en cuando de los libros y los recuerdos. Miraba nuestro paisaje literario como quien mira una aldea pintoresca, cómica y deplorable, tan llena de ínfulas como de rincones fulgurantes. Su risa podía apuntar con toda su causticidad al Poeta Barata o al Guaripoeta, pero también podía servirle como acompañamiento para salvaguardar del olvido a los protagonistas más entrañables de nuestra historia literaria.
Su humor ahora, por cierto, estaría contra las cuerdas, asediado por toda clase de guardianes y predicadores, pero es probable que ese escenario a él le hubiera parecido óptimo. Habría sido una cosa medio delirante: hordas de defensores de la corrección política, paladines del avasallamiento del humor, tropas de carne de cañón ideológica, en fin, medio mundo contra las bromas pesadas de Lafourcade, que obviamente se sentaría en el piano otra vez, prepararía sus lanzas y lancetas como en una absurda novela de caballería y vería venir al enemigo sin inmutarse más allá de su risa interior. Pero ya no será.