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Ruiditos inquietantes
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias, 2 de septiembre de 2020
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Las actuales transmisiones televisivas de partidos de fútbol sin público dejan oír ruidos que en circunstancias normales suelen estar asordinados por una masa sonora o absorbidos por otros fenómenos acústicos. Ahora es posible percibirlos en primer plano, desde el roce de la ropa de un entrenador demasiado nervioso hasta el rudo frufrú de la banderola del laiman. El efecto es bien inquietante, ya que magnifica el aspecto dramático de la situación. Es un silencio ruidoso, que proclama su triste anormalidad. Además, cuando meten un gol, a muchos jugadores se les activa el reflejo de correr a celebrarlo hacia las tribunas, aunque éstas están vacías y la única ovación que los espera sea su propio resuello ahogado.
Esa interferencia del paisaje auditivo me recuerda lo que pasa cuando se oye de cerca a un músico tocar su instrumento; además de las notas, se escucha el ruido de los mecanismos: los pedales del piano, las llaves del clarinete. Ornette Coleman —y varios otros, pero ahora me acuerdo de él— usó más de una vez esos ruidos en sus improvisaciones, haciendo que una trompeta, por ejemplo, sonara como un raro instrumento de percusión. Es un recurso expresivo que suele dar una sensación medio angustiante de locura y soledad. Me imagino que eso se debe a que remite a la distracción; o sea, a una experiencia interior. La música en su sentido más convencional es colectiva, el público se siente parte solidaria de una comunidad. En cambio, esos ruidos mecánicos parecen salidos de una cabeza que, distraída en sus pensamientos, no logra concentrarse y le impone al concierto su propia sonajera mental.
Es sabido que Glenn Gould le dio cierta categoría artística al tarareo con que acompañó sus interpretaciones de Bach. Eran cosas que debía guardarse para él, para su propia comprensión musical, o por último reservarlas para los ensayos, pero por lo visto no podía evitar plagar sus grabaciones con esa clase de galimatías mentales. Vaya uno a saber por qué medios esos ruiditos, en principio molestos, lograron transmitir una emoción estética importante, en que la interpretación racional toca las vísceras. Es una involuntariedad que colocó a Bach en una órbita personal, de carne y hueso, la de un sujeto solitario que está dando señales de vida.
Tengo la impresión de que el aislamiento
social causado por la pandemia está produciendo efectos colectivos inesperados, como esa atención anómala a los ruidos del silencio. En cierta medida nos estamos volviendo todos un poco locos, o al menos un poco más saltones que de costumbre, pero también un poco más perceptivos de los detalles. De pronto nos hemos vuelto los mamíferos que somos: olemos feromonas, sudor, muerte, y nos lamemos el pelaje. Vi un video de un experimento bien atractivo al respecto. Alguien fabricó algo que podría llamarse "micrófono de hielo": sumergió un sensor piezoeléctrico en una cubeta llena de agua y esperó que el congelador hiciera su trabajo. Después, conectó ese cubito-micrófono a un amplificador y comenzó a grabar lo puso en un vaso y se sirvió un whisky. El resultado es asombroso. Reproduce de hecho el ruido que uno escucharía si pudiera meterse en el corazón de un cubo de hielo que empieza a derretirse en un vaso de whisky, pero misteriosamente parece un sonido muy familiar, algo escuchado en un sueño placentero. O en un día furioso. O durante algún ataque de desesperación solitaria en la flor de nuestra juventud.