La única vez que vi de cerca a Miguel Serrano fue en abril de 1996, en el funeral de Jorge Teillier, donde se presentó vestido de manera teatralmente nazi, con abrigo de cuero y botas, como si el finado no fuera uno de los poetas más queridos de Chile, sino algún alto oficial de las SS que hubiera vivido sus últimos años fondeado entre los paltos de La Ligua. Su discurso fúnebre fue por lejos el más sonoro, florido y aclamado. Se me quedó grabado algo que dijo: que el poeta había ido al encuentro del sol negro de Nerval.
La situación no podía ser más absurda, desde luego, pero en el momento parecía del todo lógica, entre otras razones porque el esoterismo nazi de Serrano aún tenía cierta afinidad con el imaginario en que se movían muchos poetas e intelectuales de ese tiempo. Era una época de extraño auge orientalista, en que hasta Nicanor Parra andaba transmitiendo con el taoísmo. Aunque Teillier fuera políticamente más bien cercano al materialismo marxista, como Neruda, su poesía y su personalidad se prestaban incluso para interpretaciones místicas de la más dudosa naturaleza.
En el fondo, era una época obligada a reconocer de un día para otro su huerfanía ideológica, su duelo de utopías moribundas. Luego de la caída del muro de Berlín, el shock propició una resurrección notable del new age, transfigurado en nuevas esperanzas basadas en nuevas certezas capitalistas. El poeta César Soto me hizo ver, muy tempranamente, allá por fines de los noventa, la secuencia completa: la repentina falta de utopías propició primero el orientalismo, luego las catas de vino y enseguida las aficiones a otras especialidades más sofisticadas. Escuelas de yoga, tarotistas en televisión, pokemones, japonerías, aparición del veganismo, teterías, narcotráfico de primera y segunda: tendencias, en fin, que a medida que trataban de redefinir la burguesía y el proletariado del siglo veintiuno intentaron con gran éxito encauzar a la vez una multitudinaria soledad política.
Pero vuelvo a Miguel Serrano. Nunca entendí muy bien la razón por la que incluso muchos escritores atendibles, como se suele decir, le prestaron ropa. Entre quienes conocí
personalmente, me consta que lo hicieron de buena fe, pero tras cada mención al susodicho había una sonrisilla elocuente. Eso, de joven, me aliviaba. Los libros de Serrano me producen sopor, pero sus "pensamientos" ya me llevan al nirvana del tedio.
Serrano fue nuestro último nazi escuchable: un nazi delirante, que llevó el fascismo al terreno literario y fantasioso, sin saber que terminaría forjando una leyenda abyecta, capaz de inspirar de maneras muy desgraciadas a torpes jóvenes neofascistas y criminales. Dueño de un pequeño talento desperdiciado y carente de cualquier especie de genio, ahí murió y ahí se quedará. Dicen que un candidato presidencial anda cosechando sus frutos: que bien le vaya.
Hace años alguien me contó, en tono de copucha, que Miguel Serrano en su vejez se volvió fanático de Chespirito, al extremo de que no aceptaba visitas ni telefonazos ni interrupciones de ningún tipo a la hora en que daban El Chavo del 8. No sé cuánto tenga de verídico ese pelambre, pero, para el caso, eso poco importa. Se non é vero, é ben trovato.
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Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias, 2 de noviembre de 2021