He mirado muy de reojo, con franco aburrimiento, pero sin tirar nunca la toalla, las noticias provenientes de los redactores del nuevo proyecto constitucional. Hay películas muy malas que producen esa misma sensación incómoda, desagradable, la de ser perfectamente predecibles, al extremo de que uno cree haberlas visto antes, escena por escena, aunque sean estrenos.
Es un fenómeno curioso ése, el de esas películas horrendas, el de procesos políticos prepicados, el de todo lo que ocurre tal y como estaba previsto: aunque uno vea con claridad que nada lo asombra, que paso a paso se verifica el guion más plano posible, aun así les sigue la pista a esas secuencias lateras, seducido quizás por la inverosímil persistencia de su obviedad.
Hace un par de décadas se acuñó en internet una fórmula que viene a cuento: la ley de Poe, que describe muy bien los fanatismos ideológicos al señalar que es prácticamente imposible distinguir entre una postura extremista y su respectiva parodia, salvo que se indique mediante algún signo (un emoticón, alguna interjección de risa) que se está siendo irónico. El político argentino Milei, para
quienes no estamos inmersos en la majamama política trasandina, es un buen ejemplo: su aspecto, sus gesticulaciones, todo en él nos hace pensar que es una parodia, que es algún comediante que está tratando de imitar a alguien, pero por otro lado sabemos que es un político real. Si alguien intentara parodiar a Milei, no lograría más que un buen acto de propaganda. El original y la caricatura son idénticos. En el caso de los constitucionalistas actuales, esa ecuación se ha dado a pesar de todos los intentos formales de mantener la compostura, las buenas maneras, el tono: todos los flancos que permitían caricaturizar a sus pintorescos antecesores. Son ordenaditos. Sin embargo, piensan y proponen ideas estrambóticas, escandalosas, circenses, pero lo hacen con toda seriedad. No temen meterse en honduras o caminar sobre arenas movedizas. Proponen, por ejemplo, que el Estado debe promover todas las manifestaciones culturales "que no sean contrarias a la tradición chilena, las buenas costumbres, el orden público o la seguridad del país". Me pregunto en qué estaban pensando. ¿Qué es la "tradición chilena"? Seguramente los constituyentes piensan que la cueca es parte de ella. ¿Pero sabrán que durante mucho tiempo, en el siglo diecienueve, esa danza fue proscrita porque se la consideraba contraria a las buenas costumbres y atentatoria del orden público? No lo saben, ni les importa.
¿Saben que el Canto general, de Neruda, fue una obra clandestina? ¿Saben que el modernismo literario latinoamericano, movimiento totalmente ajeno a cualquier "tradición chilena", nació en La Moneda? ¿Saben que la poesía chilena, tan alabada en todo el mundo, no sería ni la sombra de lo que es sin el surrealismo francés, sin el romanticismo europeo, sin el peruano César Vallejo? No lo saben. O quizás lo saben, pero les da lo mismo, así como les da lo mismo, en su inexistente razonamiento, que Lucho Gatica haya sido famoso por cantar boleros totalmente extranjeros o que el Ejército aún hoy desfile al son de marchas alemanas, algunas marcadas por su connotación nazi. La "tradición chilena", supongo, entonces, incluye la estupidez, el matonaje, la vulgaridad y otras perlas de las que debiéramos, según ellos, estar orgullosos.
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Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias, 5 de septiembre de 2023