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Lecturas desesperadas
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias, 29 de septiembre de 2020
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A muchas personas les he escuchado la queja de que llevan casi un año teniendo dificultades para leer. Al principio fue por el estallido, después por la pandemia. La coincidencia en el síntoma y en las circunstancias hace pensar que se trata de una reacción sicológica común, una especie de síndrome angustioso asociado a la incertidumbre, pero eso implicaría suponer que todos los afectados tienen modos similares de relacionarse con la lectura y, también, con lo incierto. Desde luego hay gente que para leer necesita tranquilidad, estabilidad emocional, falta de preocupaciones, pero asimismo hay otros que han desarrollado su afición a los libros por desasosiego, con la cabeza y el corazón hechos una miseria. En cuanto a la incertidumbre, conozco personas que se inmovilizan ante la pérdida de las seguridades más insignificantes, mientras que otras parecen haber nacido operadas de los nervios. Así que vaya uno a saber de qué se trata este extraño fenómeno de la parálisis lectora.
Sea como sea, la relación entre la lectura y las tormentas emocionales es un problema
literario muy viejo, tanto que las aventuras del Quijote se remiten directamente a ella. El famoso poema de Mallarmé que empieza con el verso "La carne es triste, ¡ay!, y ya he leído todos los libros" parece resumir ese vínculo terrible. No es algo que ocurra con las películas, con el teatro, con la pintura. Quizás la música es lo más cercano a los libros en este aspecto, y de hecho leer y escuchar son acciones que se asemejan, en el sentido de que producen ecos de voces en zonas muy recónditas de la mente.
Creo que fue el escritor Fabián Casas el primero a quien le escuché la expresión "me voló la cabeza" referida a la lectura de un libro. Después la escuché mil veces, se me ha vuelto un lugar común. Es una frase que no pretende emitir un juicio crítico, sino que lleva las cosas al terreno íntimo, donde la lectura desarticula las estanterías mentales y provoca una hecatombe interna, cuyas consecuencias pueden ser tan graves como sea dable imaginar. Curiosamente, para expresar un entusiasmo lector equivalente, alguien podría decir un cliché enfático totalmente opuesto: que tal o cual
libro le "salvó la vida". Quizás ahí está el meollo de esa suerte de esquizofrenia lectora, que va del cielo al infierno como un metrónomo. Por un lado, la cabeza explota: sesos desparramados, destrucción total, esquirlas de pensamiento que proclaman el caos, la desesperación y lo irreparable. Por otro, aparece la tabla de salvación, el catafalco de Moby Dick, el flotador materno que nos saca del ojo del huracán y nos lleva a un lugar más apacible.
No sé por qué este asunto me recuerda una escena de la película En el nombre del padre, donde el protagonista es invitado, por unos compañeros de cárcel, a comerse una pieza de un rompecabezas impregnado en ácido lisérgico. El puzzle representa un mapamundi, que por el consumo previo de las piezas sicotrópicas tiene varias zonas del mundo desaparecidas: sólo hoyos sobre la mesa. El muchacho, que es irlandés y está viviendo un infierno a causa de una escandalosa injusticia británica, pide que por favor no le den de probar Irlanda del Norte, para no tener una volada pesadillesca. Uno de los presos le ofrece un pedazo de Nepal, para que vuele hacia el Himalaya.