Me llama la atención que Martín Rivas, la novela de Blest Gana, no ahonde más en su motivo inaugural, que es el brutal cambio de circunstancias del protagonista (campo-ciudad, familia-extraños, pobres-ricos, rusticidad-ilustración, acción privada-acción pública, etcétera), sino que se conforme con unos cuantos colores contrastados que le permitan poner en órbita el argumento. Poco y nada se dice de lo que pasó por la mente del joven Martín durante el radical trasplante geográfico, humano y social que supone el comienzo de la novela; su figura, su talante, sus esperanzas, sus miedos, sus asombros, sus frustraciones: todo eso se da prácticamente por sentado, se lo despacha en un par de líneas, se lo entiende casi como el decurso obvio de un estereotipo del que no hay especificidades que detallar. Es, en el fondo, un desconocido.
La literatura chilena de ese tiempo, mitad del siglo diecinueve, al parecer necesitaba prioritariamente expresarse con claridad entre historiadores y, por eso, no tenía la menor tentación de meterse en esos berenjenales
síquicos y vitales, aunque esas mismas honduras estaban volviéndose casi obligatorias dentro del realismo europeo (en paralelo, de hecho, Flaubert escribió Madame Bovary).
Martín Rivas abunda en solapados sarcasmos sobre la naciente siutiquería, como también en valoraciones morales positivas de una variante de la cultura patronal, heredera urbana de la hacienda, caracterizada por rasgos bondadosos, altruistas y razonables, que se ve amenazada o al menos interrogada por cambios sociales y políticos que de pronto le han caído encima como un chaparrón. Sin embargo, sus personajes más visibles y entrañables, sus protagonistas, no cuentan esa historia sino lateralmente. Son monigotes de una historia ajena y aparecen como pidiendo permiso para contar pedacitos de las suyas, chispas que apenas se encienden parecen destinadas a apagarse en la realidad general de la república. Los pobres son buenos y pintorescos, los revolucionarios son heroicos pero sus razones no pasan de cierto romanticismo juvenil, el fulminante amor entre una chiquilla pituca y un cabro culto y buena tela pero sin linaje es
reducido a una diminuta y soslayable caricatura, lejos de la terrible raigambre erótico-sentimental que podría suponer. Para rematar, ante todos ellos, al final, no cae el telón del drama, sino la bandera chilena con su peso.
Curiosamente, todos esos defectos que le hallo a Martín Rivas me parecen también sus mejores aciertos, que la convierten en una novela chilena a la que siempre vale la pena volver. Sus vacilaciones, la duda en su foco, la hacen más precisa que una foto nítida.
Es una pena que en la época de Blest Gana no hayan estado de moda las entrevistas que se les hacen hoy a los escritores. Me pregunto qué habría contestado el autor en esos interrogatorios acuciantes, qué habría inventado para salir del paso. Don Alberto, ¿podemos decir entonces que en su novela hay una crítica a su propia clase social? ¿Es cierto que el personaje de Rafael San Luis, como se ha filtrado entre serias fuentes periodísticas, es un revoltoso que merece ser colgado según las más severas recetas de don Diego Portales? ¿Y qué hacemos entonces con Martín Rivas? ¿Debe dar explicaciones? Y, cuando las dé, ¿bastarán?
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Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias, 20 de septiembre de 2022
