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El espejeo de
la infancia
La edad del perro de Leonardo Sanhueza
Por Juan Manuel Vial
La Tercera. Sábado 5 de abril de 2014
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El título de esta novela alude a un refrán que le transmite al narrador su abuelo mientras ambos se abocan a una actividad que parece no tener fin a lo largo de casi todo el libro, la de reparar el techo de la casa familiar durante el traicionero mes de agosto: “Un gallo es viejo a la edad de tres años, un perro a la edad de tres gallos, un caballo a la edad de tres perros y un hombre a la edad de tres caballos”. Leonardo, el narrador, tiene la edad del perro, es decir, nueve años. Pero en realidad no es un niño el que cuenta con detalle su vida a través de un relato profundo, íntimo y sensible. Se trata de un hombre adulto que ha elegido revivir su infancia a través de una opción sumamente riesgosa, como es ponerle voz en presente a los recuerdos de la infancia.
El recurso está magníficamente aplicado y, además de producir un encanto inmediato en quien lee, da cuenta de una de las características más notorias en la literatura de Leonardo Sanhueza, el autor. Me refiero a la exploración de nuevas formas de expresión con que, libro tras libro,Sanhueza ha ido marcando presencia literaria en un ambiente, el nuestro, que no se caracteriza por la osadía ni por la resolución inteligente de desafíos estructurales que vayan más allá de la novelita lineal. De este modo, cuando hacia el final del libro el tiempo presente se interrumpe y da paso a una narración en futuro, el lector apreciará que, además de la pericia formal en las circunstancias del relato, La edad del perro ofrece satisfacciones inesperadas.
Los personajes que rodean al niño Leonardo, aquellos que marcan los ejes fundamentales de su entorno y, por ende, de la narración completa, son sus abuelos maternos y su madre. El padre es un ser ausente, alejado del núcleo familiar por cierta propensión al alcohol no del todo espantosa. Sin embargo, la novela puede considerarse en muchos aspectos un homenaje a la figura paterna, ya sea por el rol de suplente que en este sentido cumple el abuelo, como por las alusiones con que el narrador va presentando a su progenitor hasta hacerlo protagonista del desenlace.
La edad del perro transcurre en Temuco, ciudad que en los años 1983 y 1984, época recreada en la novela, aún conserva ciertas características de un lugar de frontera. La familia vive en una pobreza que no raya en la miseria y que, de un modo u otro, hace ecos con lo experimentado por gran parte de la población chilena durante aquellos tiempos. La convivencia cercana con las ratas, el uso de los techos de zinc como playa de veraneo y las condiciones de austeridad forzada son elocuentes a la hora de imaginar el cuadro específico con mayor nitidez.
Ideológicamente hablando, el panorama es variado: el abuelo, un ex carabinero, es ateo y pinochetista, la abuela cree a pie juntillas en el adventismo y en que el mundo se acabará el año 2000, la madre es católica y el padre fue militar hasta 1976, aunque no por ello compartía el credo que le impusieron las Fuerzas Armadas al país. El niño, por su parte, demuestra ser un observador fino y detallista a través de la voz que lo espejea, aunque obviamente no está liberado de ciertas influencias trascendentales, como la convicción de que el mundo se hará papilla el año 2000 bajo una apocalíptica lluvia de estrellas.
La recreación sensible de la infancia es un tema casi tan antiguo como la literatura misma. Pero a cargo de Leonardo Sanhueza, el asunto alcanza reflejos insospechados. Y, bueno, no podía ser de otro modo: el espejo de la novela está tan bien instalado, que a ratos el ojo humano deja de distinguirlo.