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El auriga Tristán Cardenilla - Las aventuras de El Salustio y El Trúbico
de Alfonso Alcalde
Leonardo Sanhueza
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El auriga Tristán Cardenilla
(Las Últimas Noticias, 1 de junio de 2011)
Tras conocer el manuscrito de El auriga Tristán Cardenilla, José Donoso dijo lo siguiente: «Pocas veces he encontrado mayor unidad estilística, de ambiente y de pensamiento, ni más coherente arquitectura. Alfonso Alcalde se revela como el prosista más importante de su generación». Pese a que ese entusiasmo llegó a multiplicarse en un reconocimiento prácticamente unánime del valor de Alcalde no sólo como narrador, sino también como magnífico poeta, artista visual, investigador y hombre de mil oficios, después del golpe militar y hasta su suicidio en 1992 el autor de El panorama ante nosotros se convirtió en un escritor secreto a su pesar, severamente silenciado y enterrado en un escondrijo editorial del que, afortunadamente para nosotros, ha ido saliendo con fuerza en los últimos años.
Muestra de ese renovado interés han sido numerosas reediciones, a las que ahora se suma la de este libro que, sin más trámite, debiera considerarse un clásico de la literatura chilena. Son catorce cuentos magistrales, hilarantes hasta dar puntadas, sorpresivos y velocísimos, y están ambientados en circos pobres, cantinas de mala muerte o caletas de pescadores, cuyos personajes –payasos delirantes, buscavidas famélicos, electricistas ineptos y animales que llegan a ser fantásticos de tan miserables– conforman un mundo alegórico y carnavalesco de nuestra cultura popular. Sus diálogos de mete y ponga, así como la presentación preliminar de sus «dramatis personae», contribuyen a crear un hiperrealismo cuya teatralidad circense dispara a los personajes y sus chascarros hacia lo maravilloso, sublimando hasta los instantes más tristes y oscuros de la miseria.
Alcalde rehúye la posibilidad de tratar a los marginales desde una picaresca burda o desde la compasión; logra, en cambio, hacer de la miseria un cultivo fértil para lo que él hubiese llamado la «alegría provisoria», una celebración vitalista al borde de la muerte, la locura y la indefensión social, un teatro vivo en donde los grotescos brillan, son redimidos y se ríen a toda costa, aunque el cuerpo y el mundo entero se les esté cayendo a pedazos. Para leer de día y de noche, saltando en una pata o emborrachándose en compañía de un viejo y descosido león de trapo.
Alfonso Alcalde, El auriga Tristán Cardenilla
Lom Ediciones, 2011, 164 páginas.
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Las aventuras de El Salustio y El Trúbico
(Chascarros)
(Las Últimas Noticias, 14 de julio de 2010)
Es tal el vacío que existe en Chile con respecto a Alfonso Alcalde que siempre da la impresión de que se trata de un autor secreto o desconocido, una rareza exclusiva para iniciados, aun cuando hace un par de años se publicaron sus obras completas y cada tanto se reedita alguno de sus libros. Es una paradoja que uno de los más grandes escritores nacionales, puro filete de poeta y narrador, a la vez que periodista, dramaturgo y hombre de mil oficios, tenga que poco menos que pedir permiso para entrar en las antologías y en nuestro cerradizo canon.
Cristián Geisse, quien tuvo a su cargo la reedición de este volumen de cuentos publicado originalmente en 1973, acierta en describir este libro como «un texto único, sin paralelo en su desborde imaginativo, en su alucinada propuesta estética, en su cercanía con las culturas populares, en el vuelo poético que alcanza». En efecto, El Salustio y El Trúbico, personajes presentes en casi toda la producción de Alcalde y que podrían describirse como unos auténticos Bouvard y Pécuchet en versión delirante, pícara, circense, chasquilla y enteramente chilena, se muestran aquí a toda máquina, en una suerte de carnavalesco minuto de gloria y todo vale, donde hacen de la subsistencia un dramático y colorido festival de la risa.
Son sólo cuatro relatos, o «chascarros», como los llama el autor, quien advierte en la primera página que aquellos dos socios entrañables, aunque «no han sacado patente de ingeniosos ni de hazmerreír», sí piensan que es «una verdadera desgracia nacional el hecho de que un pueblo como el nuestro sólo descargue su emotividad a la hora de la sobremesa en los Quitapenas», por lo que se proponen «movilizar esta fortuna del humor que nos cayó en gracia para desdicha de los tontos graves y los huevones a la vela».
Pero no todo es chiste. O más bien, todo es chiste y mandíbula batiente, pero esas escenas deschavetadas que protagonizan El Salustio y El Trúbico también pueden ser leídas como alegorías de temas universales: la muerte, el arte o el amor, por ejemplo. No apto para fruncidos, este libro es una pequeña, frágil y explosiva maravilla que demuestra en tres puntadas que reír y llorar pueden ser una y la misma cosa.
Alfonso Alcalde. Las aventuras de El Salustio y El Trúbico
Ediciones Perro de Puerto, 2010, 80 páginas.
Addenda:
La primera edición de Las aventuras de El Salustio y El Trúbico (junio de 1973) fue uno de los últimos Minilibros Quimantú. En un mes se vendieron cerca de 50 mil ejemplares.
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Cuando son contratados para cambiarles el color a los congrios negros en el galpón
de La Cicatriz con Eco en el puerto de San Vicente
Una vez que andábamos fallos al oro con El Salustio le conversé: «¿Qué le parece si echamos un luqui por San Vicente y a lo mejor sacamos el día?»
El compadre terminó de despertar y partimos. Nos bajamos en la picada La Mancha de las Velas. Entonces me pegó un codazo pa alertarme: «Escucha, pailón». Al lado, otros emparafinados estaban dando la noticia: «La Cicatriz con Eco necesita pintores». A los diez minutos tocamos la puerta del clandestino, porque la dueña se dedica al expendio de bebidas sin patente y también le trabaja la sierra ahumada, pero para su propia clientela. Ella misma en persona nos abrió la puerta. Dicen que el firmeza que tiene, llegando la noche, le pasa una espátula pa ocuparla, porque tiene hollín y humo por todas partes y nunca se sabe pa qué lado está ubicada.
El Salustio se encargó de las presentaciones:
—Nosotros estamos dispuestos a prestar nuestros servicios profesionales. Usted sabe que somos como tontos pa la pintura.
—Les conozco la última gracia que hicieron —dijo la vieja con mala intención.
—¿Cuál será? —preguntamos con toda inocencia.
—No se vengan a hacer los cuchos conmigo. ¿O es que se olvidaron cuando subieron al lndus 3 de los Macaya y lo pintarrajearon tantas veces que el buque se fue a pique de un viaje?
Le pedimos a la viejuca que se juera, porque nosotros necesitamos la tranquilidad pa trabajar. No es cuestión de agarrar la brocha y empezar a pintar como locos. Y hay días que uno está con toda la cuerda y otros no. Cuando nos encachamos con la muralla de la cárcel demoramos como dos meses, porque andábamos volando bajo y la pintamos de adentro pa afuera.
—Ahora la cosa es distinta —se defendió El Salustio.
La vieja terminó ablandándose después que le contamos que vivíamos tirándonos por el alambre. Pasamos respirando para adentro para evitar que la atmósfera se recargara con el metasulfito propio. Explicó La Cicatriz con Eco:
—El negocio de los congrios se fue a las pailas. Salen puros negros y pagan muy poco. En cambio los colorados andan por las nubes y cobran un ojo de la cara, pero los diablos no pican ni por travesura.
Se acercó a los maestros para hacerles esta confidencia:
—Lo que yo quiero es que ustedes pinten los «monos» y los dejen más colorados que jaibas.
El Salustio, que siempre ha sido tan bruto, se dio media vuelta:
—Ah, no —dijo—. Mi religión no me lo permite. Usted le quiere meter gato por liebre a la clientela —agregó hecho un quique.
—De eso se trata —le contesté, tratando de explicarle la situación—. Total, si no los pintamos nosotros, no faltará un vivaracho que lo haga.
—También es cierto —contestó con algo de resignación, retrocediendo:
—¿Quién pone los materiales?
—De eso me encargo yo —dijo La Cicatriz con Eco—. Y no sólo eso. También se van a ir de anticipo.
—Con tal que sea un par de guatas de ranas —exigió El Salustio. Partimos y volvimos.
Nos esperaba una montaña de congrios. La viejuca se sorprendió al vernos regresar con la colección de tarros de pintura y los pinceles de pelo de camello.
—No se procupe —le dijimos, pasándole la brocha gorda con pintura verde por la cara para entrar en confianza.
El Salustio, que siempre es tan atravesado, preguntó:
—¿ Quiere que los barnicemos al pájaro verde o a la piroxilina?
Yo traduje la frase al vuelo y le dije:
—Lo que mi compadre pregunta, señora Cicatriz con Eco, es si desea los pescados con brillo natural o artificial.
—Sencillito no más. Así sacan más pronto la tarea. Y no olviden que por cada congrio pintado como es debido van a ganar una luca.
El compadre sopló:
—Esto es igual que el negocio de las picanas. Una picana, una luca. Un congrio, otra luca.
Le pedimos a la viejuca que se juera, porque nosotros necesitamos la tranquilidad pa trabajar. No es cuestión de agarrar la brocha y empezar a pintar como locos. Y hay días que uno está con toda la cuerda y otros no. Cuando nos encachamos con la muralla de la cárcel demoramos como dos meses, porque andábamos volando bajo y la pintamos de adentro pa afuera.
El Salustio desembuchó el pincel más delgado, abriendo el tarro de pintura blanca.
—¿Hai visto alguna vez en tu vida un congrio con anteojos? —No.
—Ahora lo vai a ver —dijo, terminando de hacerle dos enormes redondelas.
—¿Y qué esperái pa entrar a funcionar? me provocó, mientras yo seguía con las manos en los bolsillos. —Estoy esperando que terminen de dar vuelta las ideas por la cabeza mía.
El Salustio se despachó seis congrios, pintándolos color naranja y yema de huevo. A uno le agregó la casa y el mástil con la bandera chilena al tope y el perro olfateando a un par de vecinas que pasaban en ese momento y una carretela.
—Me vai a disculpar —dijo todo fantasioso—.A éste cuadro le voy a poner la rúbrica, no vaya a ser cosa que un día nos coloquemos famosos.
—Oye, Salustio —le contesté un poco picado—. Lo que es yo, me voy a ir de mural.
—No te entiendo.
—¿Qué te parece si agarramos unos diez pescados, los ponemos en fila y les pintamos encima del lomo la batalla de Rancagua o cuando Manuel Rodríguez dejó ni que media escoba en Colchagua?
El compadre se pegó la palmada.
—Tenís la razón —reconoció—, porque así nos cunde más la pega y no se nota tanto que he estamos trabajando por las puras lucas.
Nos dividimos la tarea.
Yo agarré por el lado de los próceres cuando se van de abrazo después de la balacera y los soldados gritaban: ¡Como Colo Colo no hay!, mientras algún comedido salía al buscar la chichita pa armar la fiesta.
—Porque no todo ha de tener gusto a pólvora —decía El Salustio, justificándose.
Yo le advertí al compadre:
—A lo mejor los fusiles no van a salir ni parecidos, pero tenimos que meter también los cañones v la tropa y no dejar a nadie afuera.
Con lo tembleque del pulso y lo resbaladizo de los congrios, los colores salían disparados y los caballos de los generales parecían de goma, con las patas redondas.
El Salustio, que siempre ha sido tan detallista, se empeñaba en ponerles hasta bigotes a los soldados, y luego le vino un arrebato religioso y empezó a ubicar a la Virgen del Carmen encima de la cola de un pescado, diciendo que había llegado el milagro y con ese motivo rezaba como si se juera a terminar el mundo. Después se le cruzó la idea de pintar un edificio de departamentos como de quince pisos. Armó la ruma de los negros y en cada ventana aparecía una profesora de esas jubiladas con el pelo color castaño seco cuando les viene la retención de la orina por causa de la soltería.
A los generales el compadre terminó pintándolos color obispo, y pa diferenciarlos de la tropa les inventó unos inmensos mostachos que casi le ocupaban un congrio entero, y por esos caprichos de él aparecían con los ojos idos, trúbicos. Después fuimos retratando de memoria los familiares nuestros. Entonces fue apareciendo La Flaca, cuando era joven, eso sí, sin arrugas y el choclo completo, pero se le notaba el afeite con navaja de ciertas presas. Y como el Salustio siempre se las da de gracioso con la desgracia ajena, le colgó de los pelos de las patas una gorra de mi general y hasta una cantimplora. Ahí se armó la discusión, porque yo le dije que quién era el arte para meterse en la vida privada de las personas y mostrar a la gente tan al desnudo que iba en contra de su reputación, lo que podría servir pa darles argumento a las comadres del barrio, que siempre andan al cateo de la laucha en relación con el chisme.
También fue apareciendo La Jarabe de Metapío, que por tener un problema con la glándula tuvimos que ocupar tres congrios pa que no le saliera cortada la cabeza ni el cachete izquierdo, que era muy abundante. Apareció con la fuente comiéndose su medio pollo, que es lo primero que traga pa entrar en confianza, fuera de su media docena de huevos duros, el costillar de chancho, la longaniza y los mariscos, que se los comía como postre, como ser una sentada de erizos y piures. Ella era como fideo cuando la subieron al altar, pero al poco tiempo fue descubriendo que su marido le golpeaba firme la nuca y pa puro vengarse empezó a comer, a comer. Ya al final del primer año de matrimonio, de consecuencia de los animales que se había tragado, los pollos y los chanchos, subió a la bonita suma de 176 kilos al aire libre. Lo malo es que la comadre sólo engordaba de ciertas presas y de otras no, con decirles que un día llamó a la puerta un empresario de un circo y la quiso contratar como fenómeno para hacer las delicias de la concurrencia.
—Le falta más color a la batalla —protestó El Salustio.
Entonces dejamos caer unos nubarrones color mostaza y concho de vino entre los
soldados.
—Están muy pálidos los conscriptos —sentenció el compadre.
Les pintamos los cachetes por parejo a los que estaban en las trincheras, haciendo su asaíto caído, pero se notaba que los soldados enemigos tenían buen olfato y muchos pedían una tregua pa untar el pan con el jugo y después seguía el tiroteo duro y parejo. Los generales montaban sus blancos caballos —turnios también—, como si supieran que estaban posando pa nosotros, con un aire distinguido y sin hacer sus necesidades en ningún momento.
Al Salustio le dio por poner a los ñatos de la Cruz Roja, que corrían de un lado pa otro de la cancha llevando los heridos, que por el solo hecho de salir en el retrato mostraban su mejor cara y hasta levantaban la mano pa identificarse.
Yo, por mi parte, aproveché la oportunidad de irme de autorretrato y salí parecido, según dijo el compadre, que me arregló la parte de la cabeza que en la vida real la tengo más bien cuadrada, tipo pepino.
El otro mural que nos dio oportunidad pa demostrar que éramos pintores pasando por nuestro mejor momento, fue el cuadro que intitulamos: «El incendio y pa más recacha el terremoto de Valparaíso».
El Salustio pintó damnificados pal mundo: cojos, mancos, mujeres en pelota, pescadores, curas, vendedores ambulantes, conchenchos, y los gallos con la caña, al fondo.
Los incendios eran tan reales, que empezamos a sentir el olor a fritanga y la gallada,oiga, bajando de los cerros con sus canastos y esos retratos en colores de los abuelos y la cabrería y los perros y también los evangélicos que no sé por qué tienen cara de serrucho y los colegiales y los capitanes de buque con la bolsita de maní al lado y los heladeros y los que limpian las alcantarillas y los que venden huesillos con mote y la señora con arrepentimiento qué se confesaba de rodillas delante de su propio marido, diciendo: «Eufrasio, m’hijito, ahora que somos iguales frente a la pelada, le ruego que me disculpe por habérmelo gorreado tanto», y entonces empezaban las fletas, el marido disparando patadas, combos y su escupo en el ojo mientras entraban a tallar los canutos, poniendo a los contrincantes en sus respectivos rincones, exigiéndoles cumplir el reglamento del box.
—Con esta obra —dijo El Salustio, mirando el cuadro desde lejos— nos vamos a hacer famosos en menos que canta un gallo. Lo que pasa es que los colegas pintores tienen miedo de poner la chusmeque tal cual.
Y sin mayores comentarios le agregó a la fiesta un obispo y un jugador de fútbol declarando a los periodistas: «Estamos bien física y anímicamente y esperamos no defraudar a la hinchada», con decirle que estaba tan embalado que se le terminaron los congrios y siguió pintando la pared y todo lo que encontraba a su paso, risollando como si estuviera herido y echando espuma por la boca.
Como nos habíamos cerrado de puerta, La Cicatriz con Eco tuvo que llamar a los bomberos para abrirla, porque nosotros llegamos a quedar sordos con la inspiración que nos llegó de golpe.
—¿Qué es lo que han hecho? —gritó la vieja al aparecer frente a sus ojos los pescados más tiesos que sábana de monja.
El Salustio le contestó:
—¿Que no te dai cuenta que aquí tenis una verdadera obra de arte, dignorante?
Uno de los bomberos, que todavía estaba con el hacha en la mano, se acercó al mural del puerto y, al mirar uno de los congrios, se puso a llorar mientras repetía:
—Hermanito, hermanito, fíjate dónde te fui a encontrar. —Después nos explicó en medio del lloriqueo—: Este gallo se fue de la casa hace como diez años y ya lo habíamos dado por muerto, y ahora mire adonde está. Si salió igualito, un poco más viejo, eso sí, y hasta le han brotado las canas. —Y volvía a abrazarlo. Luego le preguntó a La Cicatriz con Eco—: Dígame cuánto vale el pescado para llevármelo a la casa y mostrárselo a mi mamá, que no va a creer en el milagro.
El Salustio, que es harto comerciante pa sus cosas, le agregó:
—¿Por qué no se lleva este otro mono también, donde sale una calle y la dirección?, así ya no se equivoca tanto cuando vaya a buscarlo en persona.
—Buena idea —contestó el hombre de casco negro, sacando un fajo de billetes, escupiéndolos para contarlos.
Llegaron otras vecinas del barrio y empezaron las sorpresas. Una de ellas, La Ombligo Flojo, regresó con un cuchillo, gritando:
—Me van a perdonar, pero a este gallo se la tengo jurada después de la que me hizo. —Tuvimos que dominarla porque estaba dispuesta a todo. Contó su tragedia—: ¿No ve que mandó a decir que se había ido a pique en el buque que trabajaba y que lo diera por muerto y desaparecido? Pero ya me habían pasado el soplo que estaba en Valparaíso viviendo con una gorda alimentada con desperdicios. —Y le lanzó una puñalada tan certera, oiga, que lo dejó marcado para el resto de sus días.
El culpable de todo el enredo fue El Salustio, que con lo porfiado que es cuando se monta en el macho no hay quien lo baje.
Yo le había advertido: «Mejor será no meternos en líos de casados». Pero nada.
Las señoras damnificadas organizaron el Comité, y el primer acuerdo fue partir a rescatar a los prófugos que habían apretado cueva a su debido tiempo. Nosotros tratamos por todos los medios de decirles que el mural era una fantasía. No quisieron escuchar.
—¿Cómo va a ser tanta la coincidencia? —dijo una de las damnificadas—, cuando El Afrecho’e Vidrio, que es mi esposo, le sale en el cuadro con el colmillo de menos que le falta. ¿Cómo va a ser tanta la coincidencia?
—Es que en el arte —trató inútilmente de explicar El Salustio— las personas no son las personas con el domicilio reconocido, las cicatrices y los várices.
—Así será —afirmó una vieja en forma rotunda—, pero lo que es yo parto a traerme de una bola al Pichanga de Ave, que es el alias que le tienen puesto a mi marido. Hace como quince años que salió a comprar cigarrillos y nunca más se supo. Ojalá no se haya atosigado con el humo.
La Cicatriz con Eco, después de escuchar las amenazas, siguió llorando.
—Esta es la ruina —repetía.
—Un momento —gritó un caballero de barba terminada en punta, llegando al galpón—. Yo soy —aseguró— el jefato del Museo de Arte Moderno. ¿Cuánto valen sus cuadros, señora?
—¿Los de lana? —consultó la aludida, mostrando los calzones.
—No. Esta maravilla que están viendo mis ojos y que se tragará la tierra.
—No son cuadros, señor —aclaró la afectada—. Si debajo están los congrios.
—Usted no tiene sensibilidad para descubrir dónde está la belleza, señora.
—Eso mismo —se colgó El Salustio—. ¿No ve que se fija en las puras agallas de los animalitos? En el continente y no en el contenido.
El barbón sacó a relucir el oro.
—Esto no tiene precio —aclaró, pasándole a La Cicatriz con Eco la tucada—. Yo me los llevo todos. —Y dándonos un abrazo ordenó que se los embalaran con mucho cuidado y con hielo.
Cuando dejamos la bodega, un grupo de aprovechistos nos subieron en andas, llevándonos hasta el bar del Patas Cortas, interesados en celebrar el acontecimiento. Y como se corrió la bola, empezaron a llegar los sedientos y nos fuimos de autógrafo por primera vez en nuestra vida de artistas.
El Salustio dio una orden:
—Pongan vino como si no lo juéramos a pagar nosotros.
La concurrencia gritaba:
—¡Vivan los pintores de brocha gorda!
—Todo sea por el arte —gritó alguien, dando curso a la tomatera.
Uno de los parroquianos hizo sonar la copa con un tenedor, improvisando un discurso:
—Por los Van Goghes, los Cézannes y los Dolipenes aquí presentes —dijo, sin poder ocultar su emoción.
(Alfonso Alcalde. Las Aventuras de El Salustio y El Trúbico (Chascarros), Quimantú, 1973, pp. 13-36)
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Las aventuras de el Salustio y el Trubico. Alfonso Alcalde
Versión completa
http://www.luisemiliorecabarren.cl/files/recursos/lasaventuras_delsalustio.pdf