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La marca de una estrella fugaz
Una vida breve: PEDRO EL HIJO DE BALMACEDA

"El Hijo del Presidente", de Leonardo Sanhueza. UACh 2020, 104 págs.

Por Juan Rodríguez M.

Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 8 de noviembre de 2020



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Que moriría pronto lo sabía incluso él, que ya no sabía nada. Así lo imagina el poeta Leonardo Sanhueza (1974) en El hijo del presidente (UACh), el perfil biográfico o crónica literaria que acaba de publicar sobre Pedro Balmaceda, hijo de José Manuel, el presidente de Chile que se suicidó en 1891, en medio de la guerra civil que terminó con su gobierno.

En 1888, tres años antes de ser derrocado Balmaceda, Pedro, su hijo mayor, si no consideramos a otros dos que murieron siendo guaguas, un joven con graves problemas respiratorios y cardíacos, y una deformidad en su cuerpo, jorobado, producto de un accidente en la infancia, estaba en el Parque Cousiño, hoy O'Higgins, recibiendo unos magníficos carruajes que había comprado el Presidente. Ese lujo palaciego, encargado a Francia, había sido idea de Pedro; de ahí la alegría con la que admiraba la belleza de las piezas, hasta que la sorpresiva arremetida de unos caballos jineteados por militares lo asustó y lo hizo correr para intentar esquivarlos. Eso le provocó a su débil cuerpo un infarto.

"Aún vivía cuando lo llevaron en caravana a La Moneda, donde su padre lo recibió en brazos. Tenía veintiún años, pero pesaba lo mismo que un niño: peso de ligereza muerta, engañosa levedad de un niño que agoniza", escribe Sanhueza. El Presidente le leyó poemas durante la noche, en castellano, en francés, a medida que el moribundo se los pedía. "Cuando se dio cuenta de que había llegado la hora, al amanecer del primero de julio, el presidente hizo lo único que faltaba hacer: bajarle a su hijo los párpados con la mano, delicadamente".


No le conviene

Sanhueza publicó una primera versión de El hijo del presidente en 2014, en Pehuén. Y, a propuesta de Yanko González, director de Ediciones Universidad Austral de Chile, iba a hacer una edición corregida y aumentada que se transformó en un nuevo libro, de casi el doble de tamaño, en el que el autor desarrolla algunos temas, en particular el lugar fundamental que ocupó Pedro Balmaceda en el surgimiento del modernismo literario; ese movimiento, más contingente que concertado, que le dio rostro a América Latina, y cuya principal figura es el poeta nicaragüense Rubén Darío.

Darío llegó a Chile en 1886, con diecinueve años, todavía era un poeta en ciernes. Bajó del tren, en la Estación Central de Santiago, con poca plata, una maleta de tela, que además de ropa guardaba algunos cuadernos y un atado de artículos y poemas; la ropa no le sentaba muy bien, y usaba una melena anticuada. "Nada de eso parecía propio de un artista. Y ni hablar de su cara de indio de piel cobriza", anota Sanhueza. Traía una carta de recomendación para Agustín Edwards Ross, dueño del diario La Época. La persona que fue a buscar a Darío a la estación, al mirarlo le dijo: "Verá usted, me temo que ha habido un malentendido. Le había reservado una habitación en el Hotel Inglés. Pero ahora veo que no le conviene".

Venía a conquistar Chile, para luego conquistar el mundo, pero se golpeó con esa humillación de entrada. Darío comenzó a trabajar como reportero en La Época y lo instalaron en la buhardilla de un edificio que estaba al frente. A pesar de todo, era un buen lugar, estaba cerca de su trabajo y, como descubrió, por ahí se paseaba la intelectualidad chilena. Así conoció a Pedro Balmaceda, de dieciocho años, el autor de una necrológica singular, que había llamado la atención de Darío, porque la dedicaba a un poeta popular: "Su estilo no solo sobresalía con facilidad en la grisalla de aquellos días, sino que además era algo nunca antes visto, nadie escribía así, relacionando formas cultas a temas populares".

El joven Balmaceda nunca salió de Chile, y así y todo, cuenta Sanhueza, descubrió antes que nadie a Flaubert, Balzac, Baudelaire y Verlaine. "Ningún otro chileno había leído a los franceses contemporáneos cuando él ya los había leído a todos. Ningún otro chileno, tampoco ningún otro latinoamericano". Ni siquiera Darío, que enriqueció su formación literaria gracias a su nuevo amigo, en los salones que organizaba, conversando con él en La Moneda, y sacando libros de su biblioteca. Incluso Balmaceda lo motivó a escribir más, a participar de concursos y le daría consejos sobre sus versos.

En las cartas que Balmaceda le envió a Darío, cuando este se instaló en Valparaíso, Sanhueza reconoce un léxico que "sería el léxico del modernismo literario". Y en sus artículos el tema casi es accesorio, porque cualquiera "le servía para desplegar una prosa cada día más sorprendente". En apenas dos o tres años, dice Sanhueza, pasa de un estilo preciosista a uno más seco, anglosajón, de frases cortas. Tras su muerte, sus escritos fueron reunidos, por encargo de su padre, en el libro Estudios i ensayos literarios (1889, disponible en Memoriachilena.cl).

Además de leer y de escribir cuentos y artículos sobre arte y literatura, Pedro tocaba piano, estudiaba dibujo, aprendía escultura en el taller de Nicanor Plaza y se paseaba por el Mercado de Abastos para oír a los poetas populares. Sabía varios idiomas, y quiso estudiar quechua y mapuzungun. "Pedro era una íntegra delicadeza, su inteligencia chisporroteaba despacito en cada frase, su erudición precoz clareaba con decisión pero sin pedantería y su sensibilidad vibrante se escurría con elegancia a través de sus ojos tan redondos, saltones e infantiles que resultaba imposible determinar si la película de humedad que los cubría era de alegría o de tristeza", dice Sanhueza.

Al inicio del libro escribe que Pedro Balmaceda es un nombre que se menciona a la pasada, que está en la trastienda. ¿Por qué le interesó contar su historia?
—Ni hablar la importancia que le da Rubén Darlo y todas las historias que uno puede leer de él en su proceso formativo antes de irse a España. Darío escribió un libro apenas se murió Pedro Balmaceda, un libro que habla la mitad de él y la mitad de Pedro, pero el gesto de haber escrito de inmediato ese libro, al mes de muerto, dice mucho de la importancia que él le atribuía. Otro elemento determinante, que me dejó pensando, es que José Emilio Pacheco, cuando vino a Chile, sabía todas estas historias, y preguntaba "cómo nadie escribe un libro acerca de Pedro Balmaceda Toro", o algo así. Él decía "es increíble, porque nadie parece notar que el modernismo latinoamericano surgió en La Moneda".


Formas, no sables

"El arte, papá, no las estatuas. La patria no necesita sables, necesita formas", le dijo Pedro a su padre, cuando este ya era Presidente. "Realmente tenía curiosidad por lo nuevo y un cierto desprecio por lo añejo", cuenta Sanhueza. "Ese mismo espíritu lo puedes rastrear, por ejemplo, en sus preocupaciones urbanísticas, en esa meditación que él hace sobre la importancia que en Chile tienen las estatuas en comparación con las esculturas. El sueño de Pedro Balmaceda era que no hubiera tanto jinete y tanto soldado con espada, y hubiera más ninfas, más centauros, más Venus en los parques; él tenía una idea más bien versallesca de la belleza urbana".


¿Se conecta esa sensibilidad con el hecho de que, junto con leer a Flaubert, Balzac, Verlaine y Baudelaire, le gustaran los poetas populares?
—Da cuenta de su espíritu omnívoro, de estar atento a todo, con una curiosidad más bien insólita. Hay que pensar que los chicos de entonces eran, bueno, como los de todas las épocas, bien llevados de sus ideas; si todos consideraban que era de buen gusto, qué sé yo, comportarse a la francesa, eso no era compatible con escuchar a los poetas populares del Mercado de Abastos. En cambio, Pedro Balmaceda se nutría de una cuestión mucho más universalista. Ese aspecto da, justamente, con el tono de la curiosidad modernista, que es una curiosidad ecléctica.

Tras su muerte, las descripciones de su vida coinciden en la metáfora de la estrella fugaz, del meteorito. ¿Está de acuerdo o preferiría otra metáfora?
—Yo preferiría otra, pero me gusta que haya esa coincidencia de los autores de la época, porque muestra un poco la mirada que hubo sobre él. Hay cierta, cómo se puede decir, cierta hipocresía también, ¿no?, porque el hecho de calificar a alguien como un meteoro en el fondo te permite desentenderte un poco de él, porque ya pasó, fue algo que iluminó un momento y se murió, a diferencia de las estrellas inapagables, como el mismo Darío. La metáfora del meteoro es desafortunada en ese sentido, es como un saludo a la bandera, te permite elogiar a alguien, pero negarle su trascendencia.

¿Qué metáfora es más apropiada?
—No lo he pensado, pero (se toma un tiempo) quizás algo muy frágil, pero que marca un hito y está permanente en diversas partes. Pienso, por ejemplo, en la famosa capa de iridio que dejó el meteorito en Yucatán (responsable de una masiva extinción de especies, como los dinosaurios). A nadie se le había ocurrido cómo comprobar la existencia de un meteorito que había marcado una frontera geológica, hasta que alguien descubrió que en diversas partes del mundo había una capa delgada de iridio, un elemento que no está presente en la Tierra de esa manera. Ahí se llegó a la conclusión de que había habido un megaevento, la caída de un meteorito, que había creado una gran nube, y esa nube había a su vez caído al suelo y se había creado esta capa de iridio que puso una marca en el reloj geológico. Esa delgadísima capa, apenas visible, está presente en diversos lugares, te la encuentras por aquí, por allá. Quizás esa sea una mejor metáfora para la presencia de Pedro Balmaceda.



 

 

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