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Veredas
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias. 14 de julio de 2020
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El encierro se ha prolongado tanto que el exterior ha desarrollado un aura extraña, como de ciudad tomada o tierra desconocida. Cuando toca, uno sale a la calle medio agachado y con los ojos chinos. Al par de cuadras la respiración, de tanto acumularse contra la mascarilla, se vuelve pesada y resuena abombada en los oídos. Poco más allá, dan ganas de no haber salido. Pero de pronto, en una esquina abierta, aparece su majestad el cielo, la luz, el aire libre. Algo pasa rozando la cara y la pesadez se invierte en ligereza. Y así, sucesivamente, la fluctuación síquica no deja bajar la guardia. Uno afuera ya no se halla como solía hallarse.
Efecto inesperado de la pandemia: volver a sentir el espacio de afuera, el aire público en su sentido más básico. Por costumbre, o por algún derrame simbólico de los llamados "no lugares" hacia la calle misma, uno se olvida de que salir es también ingresar en otro territorio, en este caso las veredas, los pasos de cebra, las puntas de diamante. A diferencia de los niños, cuyos movimientos parecen ser siempre incursiones aventureras en el espacio disponible, los jóvenes y con mayor razón los adultos parecen dar por sentado que la intemperie es un terreno consabido, que no depara sorpresas y por lo tanto no merece gran cosa de nuestros sentidos y sistemas de alerta. De hecho, uno entra con más curiosidad a una notaría o a una farmacia que al espacio de la vereda que se abre ante su casa. Es cierto que los ancianos dan la impresión de haber recuperado en parte aquel ánimo infantil de explorar el lado de afuera de la ventana, pero quizás sea sólo una impresión.
Lo sé: cuando uno habla en esos términos, forzando afectivamente el juicio del lector, sobre un proceso histórico que implica miles de muertos y sus correspondientes responsabilidades técnicas y políticas, parece estar sacándole el cuerpo a la situación. Pero también sé que estos fenómenos no son lineales como el filo de un cuchillo, por lo que a veces conviene enfrentarlos por la tangente. Las épocas difíciles, confusas cuando se miran de modo directo, se esclarecen un poco al ser enfocadas desde los bordes hacia su corazón más oscuro. Por eso una de las mejores películas sobre la Guerra de Vietnam, Apocalipsis Now, casi no se trata de la guerra misma o de la política estadounidense, sino que es una larga disquisición acerca de las pasiones humanas y su sentido.
Ahora se me viene a la mente un ejemplo mejor para ilustrar las aristas menos visibles de estas incursiones urbanas en tiempos de crisis: una buena película francesa de los años cincuenta, La Traversée de Paris. Aunque está ambientada en la Francia ocupada por los nazis, no habla mucho de la guerra ni de la persecución de los judíos ni del colaboracionismo francés. Casi nada en realidad. Su argumento sigue más bien la estructura de relato de aventuras, casi comedia de equivocaciones: dos tipos que apenas se conocen deben cruzar París de un lado al otro, a pie, cargando dos maletas cada uno y esquivando los controles de la policía colaboracionista o las tropas alemanas. Su misión está lejos de cualquier heroísmo de resistencia: están, de hecho, al servicio del mercado negro. En sus cuatro maletas, no llevan armas o panfletos, sino las grandes presas de un chancho recién faenado, incluida la cabeza. Tan recién faenado va el animal en sus maletas que los perros callejeros, oliendo la sangre a distancia, no pueden evitar salir a la siga de los traficantes y, de paso, delatarlos con sus ladridos ante la autoridad de facto.