Un momento muy emotivo de La batalla de Chile es la secuencia del carretonero, un perfecto travelling en que la cámara se limita a seguir, siempre un poco retrasada, a un hombre que corre tirando un carretón de feria cargadísimo de estructuras metálicas y cajones y tarimas de madera. El carretonero parece estar dotado de un superpoder antigravitacional, va casi flotando, a una velocidad onírica, con los pies ligeros, alados, sobre el pavimento de la calle. La escena logra una curiosa mixtura entre el realismo socialista y lo real maravilloso, pero su fuerza más grande quizás resida en haber atrapado al fin una epifanía muy común, mil veces atestiguada en el ámbito callejero popular, pero nunca antes filmada, demostrando así, con un milagroso documento audiovisual, que esa imagen eximia de verdad y no era un invento idealizado por nuestra imaginación infantil.
En el documental de Patricio Guzmán, la secuencia establece una notoria pausa atmosférica, un remanso que interrumpe el alud discursivo que ha sostenido hasta entonces la película. Sin más acompañamiento sonoro que el monótono traqueteo del carretón y la melodía ralentizada del himno "Venceremos", el carretonero vuela mudo quién sabe adónde, luego de más de tres horas en que se han sucedido sin pausa las voces de obreros, campesinos, empresarios, políticos, estudiantes, señoras destempladas, señorones rabiosos, periodistas, líderes sindicales, militares, ingenieros... Incluso la voz en off se calla ante el avance del carretonero para dejarlo expresar con toda nitidez la canción sin palabras de su carrera.
Siempre que veo esa escena recuerdo un percance de niñez. Éramos cuatro amigos inseparables en el viejo barrio de Pueblo Nuevo, en Temuco. En los inviernos, solíamos ir a pedir aserrín a las barracas, porque en la casa de uno de nosotros se usaba ese combustible, en vez de leña como en las de los demás. Dc ida, con la carreta vacía, los dos más chicos hacíamos de caballos y los dos más grandes de cocheros; de vuelta, con la carreta copada a más no poder, los chicos nos encaramábamos sobre los sacos llenos,
a tres o cuatro metros de altura, y los grandes corrían tirando la carreta con la misma fuerza antigravitacional de la película. Un día, sin embargo, nunca supe si por un ataque de perros o por la fatiga de mis amigos, la carreta se fue de espaldas y ese vuelo maravilloso terminó con sus tripulantes eyectados en reversa desde las alturas hacia el pavimento. Mi compañero de viaje alcanzó a agarrarse de una cuerda para amortiguar la caída. Yo me fui de espalda el loro: me pegué tal chancacazo craneano contra el pavimento que desperté al cabo de varias horas, en mi cama, rodeado de familiares compungidos por la situación.
Ver otra vez La batalla de Chile me trae de vuelta ese olor raro de sangre de narices, de pelotazo en la cara, al mismo tiempo en que la sensación de la brisa en el pelo, de flotar contra la gravedad al compás ultraligero de un sencillo pero pesado carretón, me reintegra la esperanza de cierto compañerismo o fraternidad en la distribución del poder. Es una esperanza ingenua, desde luego, pero sospecho que no hay otro tipo de esperanza.
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Carretón volador.
Por Leonardo Sanhueza.
Publicado en Las Últimas Noticias, 14 de septiembre de 2021
