E1 Día del Padre coincidió este domingo con el solsticio de invierno, el día más breve, la noche más larga. Según dicen, Juan Forn andaba pasando estas celebraciones familiares en el balneario de Mar de las Pampas, unos pocos kilómetros al sur de su casa en Villa Gesell. Es fácil imaginarlo: estaba sonriendo como siempre, feliz junto a los suyos, mientras la brisa del Atlántico le revolvía el pelo con la misma delicadeza y dedicación con que él solía mirar el mundo y sus historias. Quizás caminó sobre la arena con los pantalones arremangados, quizás se acordó de su propio padre, quizás cayó en la cuenta de que estaba viviendo el día más breve, el sol más rápido y más agachado sobre el horizonte, luz que no entibia, luz helada que pasa simplemente.
Escribo esto como él me lo hubiera aconsejado: sobre la marcha, aturdido por la noticia, sin darle tiempo a mi cabeza para reponerse, entregado entre las cuerdas al nocaut. Así trato de pensar en el día más breve de Juan, que se recortó aun más por un infarto sin sentido ni explicación posible, ese pequeño día convertido en un relámpago sutil, frágil ante la inmensidad trasandina, apagado de súbito por esa
noche más larga que quiso adelantarse porque le había llegado la hora cruel de volverse eterna.
Ese corazón que se rompió era un relojito literario, latía a mil por hora en un carrusel de curiosidad y lectura. Cuando conocí a Juan, hace cinco años, en Córdoba, me llamó la atención que siempre hablara con sus colegas tratando de extraer lo mejor de ellos; parecía tener la misión de despertar a todos los plumíferos del gallinero, entusiasmarlos como un hermano mayor que ha vuelto de la guerra, decirles que servían para algo aunque tuvieran cabeza de alcachofa. Donde ponía el ojo, salía un libro. Quería que sus camaradas tiraran para arriba, que nadie se durmiera en los laureles o quedara tirado a su suerte y que al fin la literatura fuera una fiesta imposible de apagar.
Esa misma actitud gobernaba su atenta mirada sobre el mundo, es decir, sobre las historias. En eso no hay otro como él, nadie lo reemplazará. No reparaba tanto en los hechos como en las singularidades de quienes los protagonizaban. Si escribía sobre unos astronautas africanos o sobre una jovencita pueblerina que a punta de grasa de cordero termina convertida
en una emperatriz de la industria de los cosméticos, no se afanaba en la recolección minuciosa de datos insólitos o en la descripción efectista de los acontecimientos, sino que cosechaba esos materiales a medio camino entre la biblioteca y la imaginación para acometer siempre un único desafio: contar la historia que lo había estremecido en lo más íntimo, tal y como vibraba en su cabeza, y por eso retrataba a sus personajes con tanto cariño, como si quisiera agradecerles el hecho de haber creado universos extraordinarios que habían destellado en la igualdad de los días y él no soportara ver que esas historias se murieran sin haber sido conocidas por todos en su máxima intensidad.
La última vez que estuve en Argentina no pudimos vernos, porque Juan andaba en Colombia, y por mail quedamos en juntarnos más temprano que tarde. En eso llegó la pandemia y la cita se postergó, ahora lo sé, para siempre. El "abrazo gigante" que nos prometimos se ha esfumado sobre la faz de la tierra. No tengo ni idea de cómo terminar estas líneas. Se me pega la lengua al paladar. El solsticio ya pasó y los días comienzan a alargarse, poco a poco, como las sombras cuando lentamente cae el sol.
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La noche más larga
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimas Noticias, martes 22 de junio de 2021
