Hasta hace poco no se usaba mucho en los medios la palabra "incivilidad". Sonaba, quizás, demasiado anacrónica. Ahora, en cambio, ha empezado a utilizarse con mucha frecuencia, sobre todo en televisión. Periodistas y autoridades recurren a ella para referirse a hechos que no constituyen delitos, pero que son socialmente indeseables o molestos. Peleas de borrachos, vecinos buenos para la pachanga, exceso de fritangas, prostitución escandalosa: el espectro de las "incivilidades" es tan amplio como se quiera.
Hace más de treinta años, me impresionó una escenita criolla en la Quinta Normal, Estaba jugando a la pelota con compañeros de pensión. La pichanga se interrumpió jocosamente: uno de nosotros advirtió que a unos metros había una pareja trenzada en un ardoroso ejercicio sexual. No terminábamos de echar la talla cuando unos carabineros ya habían tomado cartas en el asunto. Los policías, muy compuestos, dialogaron con los sorprendidos amantes, los que se habían puesto de pie y enfrentaban los requerimientos de la autoridad con todo desplante, pese a que ambos continuaban a poto pelado. Se los llevaron detenidos, se acabó la pichanga, compramos unas
cervezas y volvimos meditabundos a nuestra pensión.
En el camino me vino un regusto amargo. Los detenidos me habían parecido dos personas muy inocentes, tal vez demasiado ebrias, pero inocentes. Iban a pasar horas en el calabozo, quizás incluso les meterían juicio por ofensas contra el pudor y las buenas costumbres. Nosotros mismos, estudiantes más o menos cultos y civilizados, no dejábamos un fin de semana en que no incordiáramos a los vecinos con nuestros excesos. De hecho, esos desmanes nocturnos de jóvenes insolentes eran tales que merecían las penas del infierno si se comparaban con el sencillo desacato erótico de esos obreros que pasados de copas se sintieron por un instante en el Jardín del Edén.
Vuelvo atrás, a las incivilidades. El hecho de englobar un sinfín de conductas molestas bajo esa denominación es una acción política, que intenta, más allá de consideraciones legales o éticas, rayar la cancha de lo que la sociedad chilena supuestamente juzga como admisible. La cosa es así, no nos vengan con desorden asá. Antes nos bastaba con tener esos hechos debidamente tipificados, con la máxima especificidad: consumo de alcohol en la vía pública,
ruidos molestos, ofensas al pudor, etcétera. Cada falta en su cajita. Ahora es un todo: "incivilidades". O sea, conductas impropias de alguien digno de la ciudad. Como es obvio, esa generalización es una respuesta a lo desconocido que nos opone la inmigración descontrolada. De pronto, lo incivil es sinónimo de extranjero inadaptado, lo que asocia el caos social a costumbres supuestamente ajenas a nuestra idiosincrasia.
Este asunto es muy viejo. En Roma, hace más de dos mil años, lo "urbano" se presumía la base del buen funcionamiento social, por lo que era también un metro de platino contra las costumbres extrañas, cosa crucial en un momento de expansión y sometimiento imperial y su consiguiente movimiento multicultural. A los inmigrantes de Hispania, por ejemplo, se les reprochaba sus costumbres poco urbanas, es decir, poco romanas. Catulo tiene un par de poemas en que a un tal Egnacio, rival de amores, ibérico de origen, le echa en cara la inurbanidad de tener los dientes demasiado blancos, ya que eso significaba que se los habla fregado, como supuestamente lo hacían todos los españoles cada mañana, con los propios meados recolectados durante la noche.