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“Hasta que valga la pena vivir”
Por Leonardo Sanhueza
https://twitter.com/sanhuezov
Publicado en https://ctxt.es/es/ 23 de Octubre de 2019
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Se ha hecho famosa una consigna del actual estallido social chileno: “Hasta que valga la pena vivir”. Es un buen eslogan y no necesita significar algo muy concreto para ser efectivo. De hecho, su significado es extremadamente difuso. El tópico del valor de la vida es tan dúctil como se quiera; todo ahí es muy subjetivo y cada quien tiene sus propios secuestradores del sentido vital, de modo que la intersección colectiva es muy pequeña, reducida a un umbral inquietante: las necesidades básicas. ¿Cómo se entiende que mucha, muchísima gente, el noventa y tantos por ciento de la población de un país, de pronto se sienta interpretada hasta el tuétano por una consigna tan, digamos, modesta? ¿Y cómo se entiende que eso ocurra en Chile, que hasta hace unos días se ufanaba de ser –y de hecho lo era y tal vez lo sigue siendo para medio mundo– el país más próspero de Sudamérica? La frase establece por añadidura un contrapunto con otro eslogan revolucionario, mucho más viejo: “Hasta la victoria, siempre”. Ese reemplazo del objetivo de la revuelta social no puede ser más conmovedor, porque desplaza las puertas de su utopía a las antípodas, desde el triunfo épico del pueblo sobre sus dominadores hasta la consecución de las cosas más elementales. La utopía actual es, pues, la dignidad.
Otra consigna importante surgida en estos días es la siguiente: “No son treinta pesos, son treinta años”. Como se sabe, hasta hace una semana Santiago era poco menos que una taza de leche, apenas alterada por unos pocos grupos de estudiantes secundarios que se organizaron para entrar sin pagar al metro y de paso arrastrar con ellos a todos los pasajeros que quisieran sumárseles, en protesta por un alza de 30 pesos en el pasaje. No podían saber esos muchachos que con esa acción estaban quitando una carta clave en la torre de naipes del país. Ninguna autoridad les dio tampoco alguna importancia, e incluso un expresidente del directorio del tren subterráneo, consultado sobre el asunto, los minimizó al extremo de diagnosticar que el movimiento de las evasiones masivas estaba prácticamente extinguido, diciendo una frase que ha quedado para la antología mundial de los antivisionarios: “Cabros, ya no prendió”. Al poquito rato pudimos ver las maneras que tiene Chile de no prender: estalló el país entero. Caos, fuego, saqueos, destrucción: un apocalipsis zombi queda chico. Cecilia Morel, esposa del presidente Piñera, le mandó entonces a una amiga –o a un grupo de amigas, vaya uno a saber– un curioso mensaje de audio, el cual perdió enseguida su carácter privado (una amiga menos) y se esparció por el territorio contando la primicia: la mismísima primera dama de la nación explicaba lo que ocurría en La Moneda, diciendo que estaban totalmente sobrepasados por lo que calificaba de “invasión alienígena”. Su marido, mientras tanto, celebraba el cumpleaños de uno de sus nietos en un pizzería del barrio alto de Santiago, lo que fue motivo de burla de todo el mundo, partiendo por periódicos italianos como el Corriere della Sera, que uno creería afín a alguien que alguna vez fue llamado el Berlusconi chileno y que ahora, vaya por dónde, se ha ganado en Twitter un nuevo apodo: el Pizzas. Los medios, por su parte, sobre todo los canales de televisión, empezaron a darse el festín del vandalismo, del encuadre al lumpen, del menudeo de la violencia. El foco de la situación parecía claro: Atila y los hunos han llegado a nuestro oasis. O, desde la perspectiva de la señora Morel, los marcianos llegaron ya y llegaron bailando el chachachá. Naturalmente, todo este severo guiñol infernal sonaba poco menos que a chino a cualquiera que no hubiera seguido la historia política y económica de Chile de las últimas tres décadas, las del llamado “milagro chileno”. ¿Cómo era posible que un alza insignificante de treinta pesos (menos de cuatro céntimos de euro) en el pasaje del metro pudiera provocar una explosión de furia civil de tales proporciones en el país más estable, más competitivo y más admirable de Sudamérica? No son treinta pesos, respondió la calle, son treinta años.
¿Qué eslóganes había hace treinta exactos años? Por estos mismos días de octubre, en 1989 faltaba un mes y tres semanas para la elección presidencial que decidiría quién iba a ser el sucesor de Augusto Pinochet Ugarte. El año anterior, también en octubre, había sido el plebiscito en que el dictador fue derrotado “con un lápiz y un papel”, como decía el entonces dirigente socialista Ricardo Lagos, dando a entender que, pese a las apariencias, todos los chilenos, tirano incluido, podíamos resolver nuestras diferencias de manera civilizada. En vistas a la elección presidencial, la violencia era un pésimo elemento de márketing ante una población aterrorizada por la dictadura a tal punto que incluso expresar su voluntad en un voto secreto le podía resultar un acción demasiado temeraria, de modo que era mejor no hablar muy golpeado acerca de los muertos, los torturados, los presos políticos y los héroes sin nombre que le habían tendido mil barricadas a la dictadura en las poblaciones más agredidas de Chile, por no decir nada de quienes habían tenido el atrevimiento de probar con la resistencia armada y habían pagado con algo más que sangre su ocurrencia insensata. Así, siguiendo esa higiénica ruta publicitaria del plebiscito, cuyo pegajoso y emotivo y entrañable eslogan era “Chile, la alegría ya viene”, la campaña del candidato Patricio Aylwin, el mismo viejo político que había azuzado, propiciado y finalmente felicitado el golpe militar de 1973, lucía hace treinta años el eslogan “La patria justa y buena para todos”.
La patria justa y buena para todos. Nada podía ser más prometedor. Después del descalabro de la dictadura, en realidad nadie esperaba otra cosa. De la justicia y la bondad se desprendía todo el arcoíris que esperaba el pueblo chileno de aquella “alegría” del triunfo plebiscitario. El pacto social estaba claro: poco a poco remontaremos este tránsito histórico y la soberanía del pueblo volverá al sitial democrático que le corresponde. Lo que no estaba tan claro era la transacción que se había hecho con los militares y, sobre todo, con el futuro que deparaba décadas sujetas a una Constitución que más que carta fundamental parecía un búnker para la inmortalidad del proyecto pinochetista. Aun así, los años noventa fueron la ciega primavera de Chile y, en cosa de seis o siete años, la pericia de los economistas socialdemócratas y las condiciones de la economía internacional permitieron que los efectos de la desastrosa gestión económica de la dictadura –que por entonces aún era alabada como el vaso medio lleno del horror: la “gran obra” de la satrapía– no sólo se revirtieran, sino que el país se asomara en el concierto internacional como un milagro regional: así como en el lejano Oriente estaban surgiendo los “tigres asiáticos”, pronto aparecimos como los “jaguares de Latinoamérica”. Entre chilenos, las bromas al respecto iban y venían. Eran tiempos en que se popularizaron los teléfonos celulares de palo o de plástico, aparatos de juguete que la gente compraba a los vendedores ambulantes para darse ínfulas y simular un estatus económico en la calle o en el auto. Fue justamente en esos años cuando aparecieron los primeros indicios de que algo andaba mal en este plan perfecto. Las dos universidades más prestigiosas del país comenzaron a recibir, en los patios de las facultades de Ingeniería, Derecho, Medicina y otras que aseguraban profesionales de buenos ingresos futuros, a promotoras de tarjetas de crédito de grandes tiendas y cuentas corrientes de bancos que se solían asociar a la elite económica. El jaguar comenzaba a lanzar sus primeros zarpazos contra sí mismo. En paralelo con esos créditos regalados, el ministro de Educación, Sergio Bitar, bancarizó las deudas por créditos universitarios y así llenó de bote a bote una de las habitaciones del gran polvorín que acaba de estallar.
En los primeros diez o quince años de democracia, el pacto fue respetado sumisamente por el pueblo, incluso por los sectores más “ultras”. La bonanza económica era un bálsamo esperanzador. Al cabo de diez años, la teoría del “chorreo”, según la cual el crecimiento económico se distribuye solo, por gravedad, como una cascada de chocolate, era un dogma. La alegría ya llegará, es cosa de tener paciencia. Suntuosas torres de espejos no paraban de construirse en el barrio financiero, que pronto llegó a ser apodado Sanhattan. A fines de la década, Ricardo Lagos, el mítico dinosaurio de la política nacional que había apuntado con el dedo a Pinochet por televisión en dictadura, desafiándolo con valentía, culminó su mandato presidencial con gesto que nos puso los pelos de punta: poniendo la primera piedra de un inmenso centro comercial, el Costanera Center, y su torre adjunta, la más alta de Latinoamérica. Hoy ese mall, cuya portentosa arquitectura provee de grandes y altísimos vacíos para el vértigo, es frecuente escenario de suicidios: la gente se lanza ahí, de veinte o treinta metros de altura, y de inmediato sus cuerpos son cubiertos con una carpa plegable, especialmente considerada para el efecto, para que los clientes y los trabajadores no tengan que verse expuestos a semejante espectáculo.
Si hace diez días le hubiesen preguntado a un santiaguino cuál era su peor pesadilla, probablemente habría respondido que era ser asaltado a mano armada al llegar a su casa. El miedo a la delincuencia ha sido el caballito de batalla de todos los medios de comunicación, al punto de que se ha creado la sensación de que existe una nueva especie humana, una monstruosidad que ha venido del espacio exterior: una invasión alienígena, como dijo la primera dama de la nación. En el terremoto del 2010, fue frecuente que los periodistas literalmente persiguieran a saqueadores de grandes almacenes y supermercados. Les decían: “¡Usted se está robando un televisor! ¡Eso no es un artículo de primera necesidad!”. Daban a entender que se habrían conmovido si hubieran visto gente robando bolsas de arroz o cajas de leche, pero ¿televisores? No, de ninguna manera. Nadie parecía ver que todo eso había cambiado, que los bienes de primera necesidad ya no eran el pan, la harina, el agua.
Mucho antes del terremoto, a veintiún años del regreso a la democracia y del voto popular a “una patria justa y buena para todos”, un televisor nuevo era lo mínimo que el propio sistema se había encargado de crear como necesidad básica, porque era la credencial de la prosperidad del hogar.
Salvo los innumerables historiadores, sociólogos, cientistas políticos y otros intelectuales que habían advertido hasta la majadería que el estallido social ha estado tocando las puertas de la república desde hace treinta años, y por si no hubieran bastado las múltiples advertencias surgidas desde la buena voluntad del pueblo a través de constantes protestas por diversos asuntos sociales, nadie parecía inquietarse ni notar algo raro. Ese desdén, como en la fábula de Esopo en que un observador comenta que unos caracoles arrojados al fuego parece que cantaran mientras se les queman sus casas, es el combustible que ahora está ardiendo en todo el país. Los saqueos, la violencia, el caos, por más que les pese a los turistas de la realidad, vienen del mismo caldo que ha puesto a Chile patas arriba incluso en las comunas más acomodadas. Es el país completo el que ha reventado.
Hace un par de días un diputado les decía una verdad a sus colegas en el hemiciclo, en el debate por la revuelta social que estamos viviendo: todos ustedes claman por volver a la normalidad, pero es justamente eso lo que no ya no volverá, esa normalidad. Se refería a lo que los chilenos, en treinta años, no treinta pesos, nos hemos habituado a llamar normalidad: el saqueo institucionalizado, donde las farmacias son capaces de coludirse para cobrar lo que quieren por medicamentos urgentes, las papeleras se sienten libres de fijar precios arbitrarios hasta en el papel higiénico, los deudores son crucificados financieramente, los militares defraudan al Estado por miles de millones de pesos, la delincuencia de cuello y corbata se paga tomando “clases de ética”, los vendedores de películas pirateadas pueden morir calcinados en una cárcel que se quema por la desidia fiscal, las grandes empresas reciben cada dos por tres perdonazos tributarios y nadie vale lo que vale si no tiene redes en el poder o en el mercado de las influencias. La normalidad de que los trabajadores deban viajar tres o cuatro horas a sus trabajos por sueldos de miseria, la normalidad de que los jubilados pierdan sus casas porque sus jubilaciones no les alcanzan ni para comer, la normalidad de que haya universidades de cartón piedra y los enfermos de cáncer que sobreviven se arrepientan de haberlo hecho porque pasarán el resto de sus días con la vida hipotecada por los bancos. Esa normalidad, que hacía de Chile una taza de leche para el regocijo de los inversionistas, ha llegado a su fin. Reventó, ya lo sabe todo el mundo.
Por otro lado, el reventón social ha venido aparejado con una violencia gubernamental que, en su apariencia normal de represión policíaca y militar, ha sido un atentado a sus propias bases legales. Estos días he visto imágenes que pensaba relegadas al baúl más siniestro de mis recuerdos. Sebastián Piñera y su ministro del Interior, Andrés Chadwick, son responsables, en estas seis noches de toque de queda, de hechos abiertamente inconstitucionales y violaciones flagrantes a los derechos más básicos de los seres humanos. He visto imágenes de tortura que nunca imaginé que volvería a ver después de la dictadura de Pinochet, disparos de armas de guerra contra civiles desarmados, simulacros de fusilamientos por ley de fuga, allanamientos con fuerza en domicilios particulares, detenciones de personas en sus residencias, periodistas perseguidos, oscuros agentes disparando fusiles de guerra en calles peatonales a plena luz del día: imágenes propias de un estado de sitio. Si Piñera quería tener el control que propicia un estado de sitio, ¿por qué no lo hizo por las vías constitucionales? Para hacerlo, sólo necesitaba pedírselo al Congreso. Si esta institución se lo aprobaba, él quedaba limpio de polvo y paja.
Si se lo rechazaba, ídem. Pero no lo hizo y recurrió a la instancia legal que lo habilita para imponer un estado de excepción en caso de terremotos u otras catástrofes naturales, pero sin atenerse a ley respectiva, sino a la que corresponde al estado de sitio. Entonces, ahora es él quien carga con más de veinte muertos, hasta ahora, y trescientos heridos a bala y más de tres mil detenidos. Y ni hablemos de torturas ni otras violaciones a los derechos humanos, entre ellas las casi diez denuncias que ya van por abusos sexuales. Ni mucho menos acerca de las responsabilidades que le caben en todos y cada uno de los hechos hasta ahora atribuidos al lumpen desatado, entre las que incluso ha habido casos de participación de las propias fuerzas armadas.
¿Qué vendrá después de esta calamidad? Nadie lo sabe. En Chile, el fantasma del desabastecimiento es peor que el fantasma del caos. Pero la solución para ambos es siempre la misma y apela al humor del pueblo: ya nos arreglaremos. Unos piden la renuncia del presidente, otros promueven una instancia de deliberación popular y no han faltado los que han vaticinado un juicio político nunca antes visto. En cualquiera de esos casos, dejando a un lado la posibilidad de la guillotina, el futuro político del presidente, por ahora, es lo único que a nadie le importa.
Fotografía superior de Susana Hidalgo @Su_Hidalgo