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Cutu
Por Leonardo Sanhueza
Publicado en Las Últimos Noticias, 23 de marzo de 2021
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Aún me tiene medio aturdido la muerte de Cristián Cuturrufo. Ya sonaba a broma de mal gusto que estuviera internado de gravedad, que su corazón y sus pulmones hiperdotados pudieran romperse, que de un día para otro el coronavirus hubiera sido capaz de hacer lo que parecía imposible: no demorarse ni un round en tener contra las cuerdas a un tipo tan vital como él, tan vigoroso y alegre que daba la impresión de ser una máquina de respirar y reír, una fábrica de ritmo y emoción, una locomotora imparable. Pero esa noticia no era la peor, ya lo sabemos, y en unas pocas horas el virus terminó su trabajo. Tenía 48 años y era todavía un niño. Se equivocaba mi abuelo cuando decía que nadie se muere en la víspera.
El Cutu era una montaña de talento cultivado, de instinto puro, de energía desbocada y sensibilidad. Como músico tocaba varias cuerdas a la vez, todas las que él quisiera, incluso las que no existían y debían ser inventadas para el efecto. Por su carácter extrovertido y su natural tendencia a la chunga, podría haberse esperado de él que hubiera sido un trompetista siempre fogoso y prendido, que lo era, pero junto a eso también tenía la cualidad de saber bajar a los sótanos de la melancolía, flotar a ras de suelo, treparse a las azoteas más voladas.
Recuerdo una conversación que tuvimos al respecto, como a mediados de los 2000. Me quedé de una pieza cuando me comentó que estaba estudiando mucho a Chet Baker y la etapa cool de Miles Davis, estilos que en ese entonces no podían parecerme más lejanos a su temperamento; de hecho, por esos días, solía tocar con su quinteto —que a veces era sexteto— un repertorio ardiente de hard-bop bien tirado al funk, con el que sus presentaciones en El Perseguidor eran una tromba frenética, que hacía entrar en tal trance al público que el show parecía una ceremonia de magia negra: a todos los concurrentes, aunque tuvieran oídos de tarro, se les movían las patitas, como accionadas por telekinesis desde la trompeta del Cutu. No parecía posible que ese mismo músico explosivo, tan lleno como estaba de sangre caliente y sentido de la pachanga, estuviera craneando algo frío, melancólico, azul.
El Cutu tenía una técnica instrumental depuradísima, pero, como a Charlie Parker, le gustaba tocar de repente con algo de barro, de "suciedad" sonora: después de tres o cuatro compases limpísimos, metía tres o cuatro notas que contenían su ruido interior, su respiración. Quizás por eso en sus últimos años prefirió dejar un poco la trompeta y entregarse al flugel-horn, instrumento cuyo timbre es mucho más íntimo y oscuro. En Youtube se puede encontrar la presentación que hizo justamente con flugelhorn en Egipto, durante el Cairo Jazz Festival, en noviembre del año pasado, junto a los maestros Jorge Campos en bajo y Pedro Greene en batería. Comienzan con una versión formidable de un tema de Miles Davis y, sin que nadie sepa explicar cómo, de fusión en fusión, llegan en la misma ola a ritmos mapuches y a "Luchín" de Víctor Jara.
Así era el Cutu y lo será para siempre: una música total. Podía tocar "Que se mueran los feos" con Parquímetro Briceño, una cumbia con los Viking 5 o un solo que no hubiera despintado en las calles de Nueva Orleans en los años 20, y después largarse en una plegaria para la Chinita de Andacollo o en búsquedas de sensibilidades musicales tan misteriosas y nuevas que ni él mismo habría intentado explicar.
Me acuerdo de que admiraba a Lee Morgan, el mismo que una vez tocó como nadie haya tocado el tema "I'll never be the same". Nunca seré el mismo. De eso se trata esto, creo, pero ya no tengo espacio para decir todo lo que tengo ahora en la cabeza. Ya nada será lo que era. Bendita sea la playa de Coquimbo que guarde tus cenizas por el resto de la eternidad.