Hace unos días murió un gato callejero en el living de mi casa. Pese a su condición salvaje y a las reticencias que siempre causó entre los cinco integrantes del elenco felino familiar doméstico, se habituó a venir todos los días a comer junto a ellos, a refugiarse de la lluvia o del frío, a esconderse de los machos alfa del barrio; incluso venía a pedir ayuda cuando salía malherido de las vicisitudes propias de la calle. La última vez coincidió con las lluvias recientes. Llegó medio cojo, caminaba raro, y se metió debajo de un sillón a pasar el temporal. Al cabo de dos días, a medianoche, pegó un grito espeluznante y lo fuimos a ver: le estaba viniendo un patatús fulminante. Según una veterinaria amiga, el hecho de que hubiera llegado cojeando daba señales de que la causa de su súbita muerte fueran lesiones internas graves, producidas por algún golpe, y el consiguiente paro cardio-respiratorio.
Cuento todo eso con detalles porque el caso es muy interesante en la perspectiva de la conducta animal y sus espejos humanos. El finado no era un gato callejero cualquiera y solitario. Lo conocíamos de muy cachorro,
semanas de vida, cuando su hermana llegó lesionada desde los techos a nuestra casa y su madre, siguiendo sus instintos, la rechazó una y otra vez, privilegiando la salud del hijo sobreviviente. La abandonada se recuperó, la bautizamos con el nombre de Lola y empezó a hacer vida de gata de chalet. Mientras tanto, su hermano siguió su destino en los techos, como era lógico, pero a los tres o cuatro meses sus ocasionales visitas se hicieron cada vez más frecuentes, al punto de hacerse diarias. Llegó el momento en que se dejó acariciar y, obviamente, le pusimos un nombre, que no podía ser otro que Lolo. Llegó a ser una bestia grande, cuatro o cinco kilos, pero no tenía carácter para hacerles frente a los matones del barrio, que lo tenían de puchimbol. Incluso nuestro gato Conserje, que es un peluche eunuco de doce años y se asusta hasta con las cucarachas, lo tenía para la patada y el combo. Su hermana, Lola, aunque nunca le dio bola en vida, luego del último suspiro de su hermano salió inexplicablemente de sus escondrijos somnolientos, se aproximó al cadáver, olisqueó la nariz del difunto y volvió al lugar de donde había venido.
Nunca atestigüé, como en este caso, una situación en que la vida salvaje se entreverara de manera tan dramática con la tranquilidad hogareña, burguesa, acomodada. Si el Lolo no hubiera sido gato, sino un joven ser humano, no tendríamos a mano un modelo claro para explicar bien este relato. Lo animal y lo humano se quedan cortos. El gato Lolo al parecer no quería ser callejero, pero no podía dejar de serlo, y tampoco quería domesticarse, pero la ley de la calle le daba pavor. Vivía en un limbo de completa indefinición conductual.
He visto morir muchos gatos, pero nunca oí un grito tan estremecedor como el que largó en su hora postrera el pobre Lolo, que entre otras cosas se caracterizaba porque maullaba agudo y finito, como si nunca hubiera dejado de tener dos semanas de vida. La libertad de las techumbres, de la intemperie, de los mil y un peligros y sobre todo fracasos, lo tiraba de las patas hacia un lado. La vida plácida y sin sobresaltos de su hermana, hacia el otro. Despedazado entre ambas fuerzas, el alarido atroz. Ni los griegos ni Shakespeare, creo, tocaron esas delicadas fibras de impotencia ante el destino.
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Por Leonardo Sanhueza.
Publicado en Las Últimas Noticias, 29 de agosto de 2023