El garbo seña el lustre del peso en párpado,
vuelve al labio una gota de cieno;
la retina en combustión del gajo se desprende.
Tajado el rostro pido otra boca al cauce de un año.
Me has traído a un país sin ríos donde hambreada estacasta sangró mi encía
de los años que tú querías darme. Sedienta la hierba enrojecida con la sal de tu boca en fiebre;
la contraparte desprendiendo su corteza gangrenada.
Moliendo el pulso se deshoja en mis dedos el musgo afelpando su tajada,
incandescente el espinar de armiño los trigos con los dientes de los santos su pasta bermeja,
el falerno y la flor de cárdeno que trenza en siete cielos su boca la oleada inerte ondula,
y crujió blanqueando el brazo gota de aceite que tiembla en su ceja cedro lacio, y de néctar
gitano o moro a comer se me sentaba.
Mi Madre encerrada en su cuerpo, transformada en roble salvaje, la cabeza roída por dentro.
Lealtad y traición se clasifican por el musgo adherido a la mano que escribe.
Ahora, Madre, bájame los párpados; salpica el aljófar de arcilla,
la incertidumbre hunde el rastro en la guardia de mi arrepentimiento,
ya no siento la palabra al someterme a este incauto bondadoso infierno,
los huesos de los pájaros trazan sobre el contorno de un río,
durante siete años las tercianas unieron la abertura depuesta por mi rostro;
de fronteras y ciudades tengo la mirada recluida,
el dígito en degradación me escolta inclinado al suelo,
pasan los testigos rasando los días que me irrumpen,
la mano esboza el fleco proyectado en la nuca,
un jabalí con la carne en gajo se ensambla el lomo contra el sebo de las sierras;
la mano o la aguja o el cráneo enhebrándose a sí mismo,
retardando el sonido esta masa de junco en pira ardida,
el curso del aguaevade la costra del leño que fermenta mi costado,
el orificio grazna entre los huesos el brazo de mi Padre,
sobre él prenso el borde cuyo hijo en su figura ilustra,
elogio de mi estirpe tendida a su rodillo,
trozada la palabra mixtura mi silueta;
doce años recibí el musgo al roce que secciona el fallo,
en el entrenamiento dejé de ser el margen de este cuerpo;
formado más dócil el rasgo envuelve en grasa el contacto con los golpes.
El garzo visto al muérdago
la rémora su almena al verticilo;
la corola en fruto trenza una franja del iris,
cepa de arcilla en llanura orlada,
lamparón masticado en finca;
los bejucos abriendo la boca del légamo.
El cereal de estaño aceita las vasijas
en la loma
de otero la cimera construida
con músculos de alhaja; la usina y el acre
palpitando en los párpados.
Padre, ofrezco esta sien que, desmontada, en espinos arde.
Tú, entre las mujeres, tienes a tu hijo; y en tronco la sangre robaste el musgo,
de mi pecho en carne resbaló una guedeja,
y en la saya me tendiste al pasmar un niño de bala en casta.
Fueron tuyos los rediles: la sien, la nuca al suelo sacudida,
e impidiendo la redada tu vilano en cerdas espesé
por cargar descubrimiento que me sume: un fardo con la queja, un corsé y una cuchilla.
Padre, me besó un hombre desposado con la hambruna,
guardé su pan y sus ojos en los ríos que me han visto
y en las rutas seguí el mástil de las estaciones,
hablé a dioses sin volumen o peso y hurgué esta agua en hierba friolenta,
y en tiempo llamado festividad de reyes vendrá su Dios por diezmo no pagado,
nombre y forma de aire volverá el nardo que guardé en mi casta con la sal de los regresos,
y, como oficio, olvidaré su rostro en obediencia.
Alforja el relieve,
juncia un coágulo el limo
en vertical
criba la gamuza, redoma el yebirgo;
doblega la madeja el ámbar su jácara
ojizarcando el rodillo;
yerbajo su buñuelo, ensortijo la teste,
ludo su ijar y
falsiño el resto al frastear la flava.
Impulsa su fuga hasta el retorno,
faja una espiral de arcilla;
dilata el cristal de cada gramo,
arrequinta el belfo en toma;
torna, irisa, bebe el áspid
su clavija en yeso pulpa el crino.
Mi Madre desnutrida por el lenguaje observa los brazos de su hijo. El candado traza el pie sobre el índice, la grasa devora el cuerpo, aprieto contra mi mano la producción; la mano moldea los objetos, la máquina hunde su ruido, los dientes cortan lo que me antecede.
El cincel se clava en el estómago,
la mano por la que soy guiado aprisiona
la ranura del sonido; seda el alfanje,
la arcilla corona de carne el relieve del signo,
el espejo fermenta, las ramas aguijan.
El agua petrifica el bozal que brota en su raíz; mi mano azora el habla, los pájaros azotan la greda recién nacida; laja y ceiba este lagar a fuego mío se retuerce.
Fui cobarde y a más tardar mi peso descendí de edades y aires sin llamado, y a más entrar en tiempo era mi gozo vivo y cierto el predecir de este mi segundo cuerpo; con recelo estudié rumbos en pies sin forma circundada; al pensamiento que me guía hombre o ángel no merezco la palabra en omisión.
Hilachas de encía al costado del nervio,
en yardas la tierra
esparce calderillas de carne,
arqueadas las hoces el barro fermenta la fibra muscular.
“Las sienes del Asno de Oro” de Alejandro Godoy, es un poemario llamativo y robusto como construcción verbal. Cercano, por su materialidad sinfónica, al barroquismo del poeta José Lezama Lima, pero dotado al mismo tiempo de personalidad propia. Este conjunto de poemas se impuso sobre el resto de los participantes por la consistencia de su lenguaje, urdido y trenzado con oficio. Asoma en ellos, sorprendentemente, la voz de Gabriela Mistral, su aspereza y tono alucinatorio, su oralidad de tierra, su vigor.
Es una propuesta consistente que deja oír voces del pasado. Composición que evoca raíces, refrescando con meritos propios un cuerpo poético merecedor al primer premio de este certamen.
El jurado a fallar la obra ganadora tuvo en cuenta la madurez escritural de su autor, que trabaja versos donde la densidad de las imágenes, tejiéndose y destejiéndose en espirales apretadas con aliento sinfónico, nos invita a sumergirnos en un descenso de edades y aires sin llamado de una voz que indaga su propia genealogía e identidad.