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          Sobre el libro Safari, de  Leonardo Videla (Alquimia Ediciones, 2011, 152 páginas)
        Carlos Henrickson
          
         
         
          
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        Desde los principios de la literatura en  nuestra isla chilena se nos da un adentro y un afuera peligrosamente bien  definidos, y el gesto de optar por el afuera termina siendo el natural de tomar  aire al borde de un agua que ahoga. Ya termina Lihn un poema asentando lo que  uno ya sabe: uno nunca logra salir de nada, incluso después de que el viaje  hacia fuera -sea exilio, huida, postítulos o becas- se haya hecho ya una  supuesta obligación para alcanzar ciertos estándares semioficializados en el  bien administrado panorama de nuestras letras. Al final, la letra chilena es  más densa que el aire, y no da salidas.
          
          Después de todo, ¿qué  hace esa letra ahí? ¿Es que marca la salida y la entrada? ¿De qué lado de la  puerta está la hoja en la que hay que escribir una y otra vez esa irrenunciable  señal de pertenencia? Entre un adentro y un afuera, entre vivos y muertos,  Leonardo Videla está buscando a tientas en esa densidad, y es inevitable que lo  que nos deje en este Safari sea una bitácora de fracasos. Esa letra es  tan imposible como el asumirse uno mismo como uno solo: jamás debería haber  salido uno de este sí mismo único y seguro, por más que todo atrás te repita  imágenes -no recuerdos, sino que imágenes: cosas al frente. Así, ante cosas que  están al frente, las palabras pueden sonar naturales e inteligibles.
          
          Pero toda naturalidad o  inteligibilidad tendría que responder al tiempo lineal de la prosa, única  victoria sobre la duración; y este tiempo ni siquiera desea bailar la canción  de Videla: traba el aliento generando de manera propia la forma del verso,  obligado a hacer poemas-tipo y poemas-como para intentar contarnos algo. O  bien, esto no es cierto, y nosotros, segundas personas, formamos parte  indiscernible, sin salvación, de una deriva en la que si bien hay una  narración, ella no se nos aparece, sino da guiños –imágenes, no recuerdos, sino  que imágenes: una casa del ser sin puertas ni ventanas en que no sabes  aún si adentro o afuera, sólo eso escrito que es tan sólo una señal de otra  cosa. 
          
          Videla nos recuerda  algo fundamental: sí que costaba caro esa alta cultura que significaba dar el  paso afuera, y así el duro enfrentamiento al diccionario especializado llevará  irremediablemente a convertir la propia memoria en algo que se debe enfrentar  con armas en la mano –pero ¿qué armas? ¿tablas Ouija? ¿camuflajes para cambiar  sin riesgos la identidad propia? 
          
          ¿Y por qué no poder  descansar, dejarse ir? La respuesta es imposible, porque es imposible la  existencia de alguien en posición de decirlo: ya no creemos en la pluralidad  egipcia de las almas, hoy cualquier Otro estará siempre al otro lado de va uno  a saber qué puerta, desde donde tan sólo se nos exige sin respondernos nada.  Por ejemplo, aquella imagen del Mundo, desde la que una humanidad nos  exige trascender desde la bella nada de la existencia pura hacia la vida  colectiva (la vida marital, los hijos, la sociedad, el país...), llegando a lo  mismo: no es de esto de que el oficio se trata. Si es que se pudiera tratar de  algo, eso tendría que ver con ese otro pequeño mundo, con más animales que un  bosque, que nos llama y nos exige desde dentro, y que sólo nos puede llamar a  la cacería sobre uno mismo. 
          
          Esa estética de la  depredación, proyectada sobre el plano más imposible –ese sí mismo que ya dio  señal de su desaparición como sujeto único-, hace que Videla apueste por darnos  la noción de ese malentendido gigante, ese misreading que nos tiene  paralizados mientras enfrente un país se moviliza. La convicción que alienta Safari resulta fundamental en este sentido: no es una operación aritmética de  conjuntos la que hará al escritor partícipe de alguna posible historia  colectiva, es más bien el juicio histórico que Videla sabe indicar como  fundamento de su honestidad intelectual –no hay un lugar, no hay un espacio  para este hombre de letras, si no es lo evanescente de la extensión  interior que él mismo pudiera ser capaz de crear, y este espacio está poblado  de cosas que no se conocen y tampoco desean ser conocidas. Sin esa prueba  interior de fuego y fieras, ese exilio interior en que ya no importa cuánto  afuera, porque siempre se va a estar dentro, difícilmente se tendrán los pies y  la persona para caminar en la marcha colectiva para reescribir  efectivamente un Mundo de verdad propio, tangible, fiel a su letra.  
          
          Un portazo en la cara  para los gustosos de la claridad y la geometría euclidiana, Safari resulta ser afortunadamente indefinible en su desafío. Cuando dar saltos al  vacío se hace un gesto común, este salto a la imposible densidad de nuestra  letra, un posible aleph de nuestra isla, resulta un aporte vital para el  forzoso vértigo que necesitamos más que nunca.