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          Sobre “El Hueso de la  Memoria”, de Verónica Zondek (Editorial Cuneta, Santiago 2011)
        Por Leonardo Videla
          (texto de la presentación del  libro, leído en Librería Donceles, Valdivia, el 10 de Agosto de 2012)
         
         
         
         
         
              
              
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        Presumo que hay dos maneras más o menos sagaces de hablar  bajo un Estado de Opresión. La primera, que tanta diatriba se ganara a finales  de los 80 y principios de los 90 en la querella contra el neo-barroco,  corresponde a una estrategia de encubrimiento de discursos bajo sucesivas capas  de retórica, a la acción de hacer proliferar los significantes fuera del límite  de estabilidad de los sentidos unívocos. Esta estrategia, que en último término  corresponde a una metodología para hacer sobrevivir las diferencias, podría  contar entre sus antecedentes el trovar  clus provenzal, y se reactualizaría en el siglo XX con el llamado que en  plena Ocupación  hiciera Louis Aragon a  no olvidar las lecciones de “el poeta de Riberac”. El poeta de Riberac es, por  supuesto, Arnaut Daniel, y su prescripción ejemplar se resumiría en hacer una  poesía que el Enemigo sea incapaz de entender. Aunque válida en su momento,  esta estrategia rápidamente halla su límite en el punto exacto en que el  mentado Enemigo parece diluirse en el horizonte histórico. Es allí donde los  resultados de esta estrategia comienzan a perder su transitividad metafórica y  se vuelven Máscaras, Cáscaras de Sentido, Coa Culterano, Nazi a su vez.    
        La segunda estrategia (y siempre  hablando en términos paradigmáticos) mantiene una relación especular con la  anterior, y se basa en la utilización, por parte del hablante, de los mismos  mecanismos discursivos construidos por la Opresión. Aunque veo que hablar de  utilización no es lo más justo. Digamos más bien: exposicíón textual, es decir,  exposición sobre el texto, de los aparatos que el Enemigo, el Ocupante, utiliza  para mantener el cetro. “La Bandera de Chile”, de Elvira Hernández, sería un  buen ejemplo doméstico de esta estrategia. Sin tener un punto de sarcasmo, el  calco verbatim que la hablante  de ese poema hace de los retazos de relatos  ligados a la iconografía nacional, genera, mediante su misma presentación y  presentización, un descalce, una extrañeza que hace emerger la duda sobre su  propia legitimidad, que es la semilla por excelencia de la Revuelta. Sin  embargo, y a poco andar, también esta estrategia halla su límite cuando las  poéticas que las implementan, enquistadas en su perdurabilidad, se tornan  amnésicas y terminan, a su vez, perdiendo sus lineamientos, integrándose como  otros tantos estatutos al paisaje discursivo modelado por el poder.
        Presumo que el problema común a las  estrategias que, a grosso modo y como variantes extremas, he delineado más  arriba, tiene que ver con la presunción errada de que el Enemigo, después de un  rato, desaparece. Y presumo también que “El Hueso de la Memoria”, en una  actitud realista y por lo tanto trágica, nos dice que, por el contrario, el  Enemigo nunca desaparece, o bien que la memoria indica que todo, siempre, se ha  reducido a un cambio de cuerpo, que la Máscara es perdurable, que no importando  si cubre a Dictadorzuelo a YHVH o Macho, la Máscara sigue siendo el verdadero  enemigo.
        Y aquí se presenta un problema para neoplatónicos: ¿cómo  hablar sin llevar, a su vez, una Máscara? ¿Qué se puede decir sin llevar una  encima? El libro de Verónica no le hurta el cuerpo a este dilema. Reconociendo  que ante esta duda no se está “ni aquí / ni allá”, que la posición más honesta  es el “paréntesis”, la hablante parte reconociendo que, para cantar, la intención  de no encarnar nada debe ser defraudada. “La intención se desmiga”, nos  recuerda el poema, y es en ese momento que se “funda la palabra”, ese “balance  sin fin en la sutura del signo”. La admonición, sin embargo, no se hace  esperar: en la boca hay un espía, al hablar delatamos el violento deseo de  instalación, y esto es inevitable,  nos recuerda el poema como una advertencia y una excusa. Aparecer y  desaparecer, entonces, encarnarse y descarnarse, la ola y su resaca respectiva:  he aquí la díada a la que apuesta el poema esperando que permita la respiración  y la escritura, las máyusculas y sus sombras proyectadas sobre los amplios  interlineados.  
        Tenemos, al fin, una hablante. Aunque todavía está en los  huesos, recién salida del mar de la indeterminación, náufraga en la playa del  discurso. Queda por preguntarse qué carne vestira. O lo que es lo mismo: qué  cosa encarnará. La solución que comienza a bosquejarse ya desde la segunda  parte del poema, seguramente no será de agrado de las Estudiosas del Género.  “Vuelvo / atrapada en espuma / espumas de tiempo”, nos dice Afrodita  Anadiomena, y haciendo los roles de Urania o Pandemia, se enrola al “EJERCITO  DE VIRGENES” o se transforma en un “EJERCITO DE PUTAS”.  Paralelamente, y como era de esperar dentro de  este paréntesis, el habla se bifurca: “venenosa, mi lengua se parte otra vez”,  y aquí sí que las Estudiosas del Género, al recordar la lengua víbora de sus  clásicas, hallarán en qué refocilarse. 
        Cuidado, sin embargo. Recordemos que, nacida de las bolas  de un dios, esta encarnación es una máscara forjada por Machos, y en tal  sentido representa en sí misma al Enemigo. Y, además, si mal no recuerdo, en el  teatro ático sólo los hombres eran permitidos sobre el proscenio, de manera que  incluso las Medeas eran representadas por machos travestidos con la  “prostarneda” (o sea, implantes mamarios mecánicos), y la “progastreda” (o sea,  falsos embarazos mecánicos), y, por supuesto, con Máscaras. La mujer como  careta, entonces, y peor: la mujer como careta hecha por hombres para ser usada  por hombres exclusivamente. Y sucede que cuando la máscara es aplicada sobre un  cuerpo de mujer, pierde su función arquetípica y sólo le sobrevive la función  veladora: sin poder simular nada, termina disimulando todo: crímenes y violaciones.  Rápidamente YHVH suplanta a la acalorada Ashteroth, y a pesar de revolcarse  contra su sombra que “nos planta sin pena en el miedo / en el hambre / en el  frío / fuera del conocimiento / sin opuestos / sin proceso”, transforma el  escupo de ella en pura palabra, en la sutura sin fin de la que se nos hablaba y  que busca a tientas hilvanar sus referentes, errando el punto a cada instante,  enhebrando fantasmas de ciudad y fantasmas de amantes. 
        En carne viva, entonces, las cosas no andan bien del todo.  Encarnarse (ya lo dijimos al principio) era asemejarse al Opresor: la palabra  es violenta en todas sus variantes. Pero ya hacia el final del libro, y muy  paradójicamente, aparecen los hijos, “cada uno en su máscara propia”. La carne  ajena ronda al hueso, o bien el hueso se imanta con el amor hacia los retoños.  Al hacerlo, la hablante se enmascara con una máscara mayor, propiedad de otros,  la máscara de madre. Y a pesar del esfuerzo de los Dictadorzuelos, de los  Adolfs, de los Augustos, a pesar de que la carne del “arlequin de palabras  hueras” aparece “en otro una y otra vez”, encegueciendo “la libertad con fuego”  mientras su discurso “viste de indispensable/ cara a cara” a su relevo —a pesar  de los innumerables ávatar de la Máscara, a pesar de los amantes y los dioses y  a pesar de sí misma, la poeta apuesta a “PARIR MIL CARNES QUE DEAMBULEN EL  VALLE”. Cabe hacer notar aquí que, no obstante las enormes distancias que  separan sus poéticas, esta promesa de nueva encarnación no es muy distinta a la  apuesta que, por ejemplo, enuncia una obra como la de Heddy Navarro, salvo,  quizás, por una importante diferencia: el gusano. También Anguita pensaba en el  gusano y no podía sino pensar en él cuando hablaba de su Venus Putrescente,  porque también allí la única manera de romper el ciclo de encarnaciones era  apostar a la función rectificadora e igualitaria del gusano. “El rey que tomó  la ciudad / y con ella hizo una argamasa de sangre, / dejó el horror,  dejó el escarnio; / las vírgenes violadas están vivas, las viudas maldicen. /  El rey murió. Un muerto es el culpable. / A un muerto, a un muerto se debe  este mundo.” 
        A un muerto, ya lo decíamos al principio, que  siempre vuelve. Digámosolo ahora de manera un poco distinta, atendiendo esta  vez a la bibliografía: la primera edición de este libro es de 1988, poco  anterior al fin de la dictadura. O más bien: poco anterior al fin de aquella dictadura. Otro Ocupante ha  venido a reemplazarlo, y esto es algo que “El Hueso de la Memoria” ya nos  anunciaba aquel año: hay infinitos relevos para la Máscara. Ahora, con 25 años  de retardo, podemos al fin verficar con pasmo que hay otros que la ocupan, que  gatopardamente han hecho que todo cambie para que todo, por supuesto, siga  igual.