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LA INFECCIÓN DE LO REAL
Apuntes sobre “Campo de Tiro”, de Leonardo Videla

Por Luis Marín
Ciudad Sur, Chile. A seis días del mes de junio del año 2013

 



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Llueve afuera con sevicia demencial, a la manera de Valdivia, “(como un) espectáculo del cielo descosiéndose por su cenit”. Esa Valdivia que es la patria espiritual de Roberto Hitschmann Bevilacqua (1983), profesor de física y sutil alter ego del poeta Leonardo Videla (1978), quien en octubre de 2012 publicó su primera novela, “CAMPO DE TIRO”, en Alquimia Ediciones: una pieza ambiciosa y singular, de metales a ratos relucientes.

“CAMPO DE TIRO” es en rigor dos novelas. Por un lado, el diario de vida con algo de bildungsroman de un estudiante de física que tras concluir su tesis en fusión nuclear “sobre la resolución mediante métodos espectrales de la ecuación de Shear-Alfven”, es invitado a un congreso en el Brasil, para tomar contacto con Enzo Lazzaro, un italiano ya anciano  aspirante al Premio Nobel que lo intenta involucrar en la creación de un reactor TOKAMAK, “una gran rosca por cuya cavidad circula plasma incandescente, una gran dona ardiente como el sol”… y en otros proyectos progresivamente espurios. Y es esta parte la mejor lograda del libro, pues Hitschmann, además de un verosímil genio matemático  excedido de peso, es un sujeto cándido e irresoluto con quien empatizamos de principio a fin, y cuyo trágico destino nos parece ineluctable.

Dicho relato se alterna con la novela del linaje paterno escrita por el joven Hitschmann, que  se remonta a su tatarabueno Karl, quien en 1852 se embarca desde Alemania y es un precursor de esos colonos europeos que ante todo en las regiones IX y X “fueron contrabandistas de ganado, / ladrones de tierra, dueños de hoteles o almacenes, / bandoleros, pioneros de hacha y arados. / Los que mataron mapuches y aprendieron de los mapuches a beber sangre de cordero recién sacrificado” (Teillier). Y esa historia de colonos, tapizada de utopías donde el anhelo de grandeza –la tan mentada superioridad racial y “el ser alguien en la vida”– se confunde con lo macabro hasta llegar a lo infernal, con Segunda Guerra y nazis incluidos en el frente ruso, peca a veces de enciclopedismo fatuo y se desborda y autosabotea. (Aunque es acá destacable el guiño al delirio transgénico de Erik von Baer, el padre de una ex ministra de Sebastián Piñera, que en rigor anhela destruir la agricultura).

Y es precisamente el acertado final que desemboca en el infierno del que hablamos –que es no obstante lúdico y preñado de sentido del humor (“Según los informes de inteligencia, al interior de la ciudad no quedaban graneros ni depósitos de azúcar, y los petersburgueses estaban comiendo ratas y sólo cosas medianamente nutritivas, como madera y mierda”) y que al final se desborda hasta la irrealidad– el que logra redimir a la novela. Y esa  irrealidad que vendrá en contaminarlo todo, por cierto que también al destino del Hitschmann contemporáneo, como una suerte de infección de lo real, opera como metáfora del mal: el de la ciencia, el del progreso, y a no dudarlo el de la sórdida familia entre otros males.

Sintiéndome acosado por el infortunio mientras escribo estas palabras, vislumbro en “CAMPO DE TIRO” cierto determinismo gnóstico, sin duda no buscado y ni siquiera imaginado. Porque su juego es otro. Y a pesar de que veo a Videla –con su cultura y sus idiomas y sus viajes y su cierto aristocrático desdén hacia los resultados de sus búsquedas, y quizá si algo estragado por la placidez– como a un sujeto extraño, no dejo de sentirme agradecido de que viva en este sur que sí parece tener norte en la literatura.



 

 


 

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