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En torno a Lluscuma, de Jorge Baradit
Presentación de la novela en III Feria del Libro de la Universidad San Sebastián.
Valdivia, 8 de Mayo 2015
Por Leonardo Videla
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Año 2013. En Chile detonan bombas bajo la Escuela Militar y el ex-Congreso Nacional. En Chile contingentes armados sin bandera conocida marchan desde el norte y el sur hacia Santiago. Mientras tanto, Fernando Camargo, el Feña, nieto de un agente militar de la dictadura pinochetista, asiste al funeral de su abuelo. Un abuelo que, según nos cuenta el Feña, fue más padre que su verdadero padre y ante cuya figura, sin embargo, siempre se ha debatido entre la admiración y el horror. Bajo la cama del difunto, el Feña encuentra una vieja cinta de video que ostenta el nombre de Lluscuma, una localidad del norte de Chile donde su abuelo estuvo destacado en los años 70. Cuando el Feña y su amigo Mako reproducen el contenido de la cinta, descubren, o creen descubrir, que no sólo están presenciando los fragmentos de un desaforado acto de tortura contra detenidos políticos, sino que asisten al registro de una operación secreta del Ejército de Chile que involucró a fuerzas no precisamente humanas. Muy pronto, el Feña y el Mako, en compañía del PDI Carmona, se ven envueltos en una desquiciada carrera por Santiago, un deambular que los enfrenta a reencarnaciones de soldados de la Guerra del Pacífico, a agentes CNI con el poder de la presciencia, a sobrevivientes del evento Lluscuma, a médiums que se comunican con espíritus mediante señales de onda corta, y a un destino cósmico que tiene a Chile como escenario de un complot.
Complot. La literatura resiste el spoiler justamente porque el argumento no es la trama, no es el plot. Porque la trama verdadera, el plot que Lluscuma va desovillando, es una conspiración. Emmanuel Kreis, en su libro Les puissances de l’ombre, nos recuerda que todo complot es una forma secularizada de la Providencia, y por lo tanto, para que el complot exista —para que, por ejemplo, el Feña Camargo nos cuente aquello que devela en sus correrías por un Santiago fantasmal— es necesario que alguien crea. Que alguien tenga fe. En tiempos donde no se consiente el Misticismo, sólo queda la Paranoia. “La paranoia es una flor en el cerebro”, dice un personaje de Jonathan Lethem, y el Feña Camargo tiene una herida en su cabeza que bien podría ser un lirio. Hay que sentirse Paranoico, y el Feña Camargo ha heredado el suficiente espíritu CNI como para creer que algo lo amenaza. Queda por decidir, ahora, en qué creer.
Hay al menos dos alternativas.
Por un lado, creer en lo evidente, en la realidad dada como superficie, sería adscribir a la actitud documental, de tipo plano-secuencia y campo en profundidad, del tan mentado realismo literario a la chilena. Es interesante verificar cómo en esta novela de Baradit, ese ojo documental es denunciado como una estrategia más en la construcción (y por lo tanto, apropiación) de la memoria. “¿Qué sería de nosotros sin el auxilio de lo que no existe?”, dice el epígrafe de Paul Valéry que abre la novela, y en un pasaje casi al inicio de la misma, el Feña dice de su amigo Mako, quien quiere hacer documentales, que pretende “armar recuerdos para que la gente se acuerde de las cosas como él quiere, fabricar memoria, un soldado en la guerra de la memoria”. A poco de avanzar en la trama, Lluscuma comienza a erguirse como un posible antídoto contra el dictum implícito, casi esotérico, con que se ha querido equiparar el realismo de corte documental con el mainstream de la literatura chilena. No sólo de la literatura, por supuesto. Corro Penjean, en su Retóricas del cine chileno, apunta que la actitud documental estuvo políticamente justificada en la medida que, durante décadas, se ajustó a la expresión desaforada del entorno, del "lado de afuera", donde campeaban la miseria y la injusticia. El hecho es que, ahora, ese ojo documental sobrevive sólo como un resabio estilístico, incluso hoy cuando todo el desbarajuste del entorno (la epopeya sangrienta del Chile del siglo XX) ha dado paso a una milimétrica programación técnica.
Otra vía para ese Mistico contemporáneo que es el Paranoico, es creer en lo oculto. Esta es la opción encarnada por el personaje de Baradit. A lo largo de toda la novela, el lenguaje del Feña Carmargo se instala en el registro de lo telúrico tremendo, aludiendo a las capas primordiales de la historia, a ese momento mítico de indiferenciación donde la historia eran aún geografía y donde el cuerpo humano era todavía un misterioso atado de tendones y entrañas sin armar, inconmensurable. Pareciera ser, entonces, que como estrategia para desquiciar la memoria pública y el estatuto de la realidad documental, el personaje de Baradit actualizara el tiempo del mito ctónico, la catábasis necesaria para la Iluminación. En este estado de Iluminación, cobran total plausibilidad los expedientes —por decirlo de algún modo— poco realistas. Que el padre del PDI Carmona haya sido torturado por el abuelo del Feña, o que la polola del Feña sea especialmente interesante para sus raptores, no pueden entenderse como coincidencias si es que la realidad viene confabulada, confeccionada, desde siempre. En el mismo sentido, y encarnando la correspondiente retórica del Iluminado, el Feña Camargo ve toda la Historia en un solo golpe de dados. El modo de expresar esa confabulación de la historia es por vía anagramática, yuxtaponiendo en el tiempo de la narración todos los tiempos históricos. Es la voz del Brujo, por supuesto, que conjuga en el mismo tiempo gramatical todas las eras.
Ahora bien, tras las detonaciones, en apariencia azarosas, de las bombas en varios puntos de Santiago, se cela un designio, la última batalla de una guerra pluricentenaria entre fuerzas sobrehumanas, un Plan. Camargo y el PDI Carmona se dan a la tarea de develar tal plan, de levantar este velo de Isis de la realidad aparente. Bajo la delgada pátina de civilización que representa la ciudad, se esconden poderes que trafican con las fuerzas primitivas, terrígenas, de un Chile que, en el decir de Camargo, “es una serpiente con pesadillas”. O sea: Chile como un reino de historia escasa, donde el grueso de los papeles protagónicos se lo lleva la naturaleza telúrica subterránea. Cabe señalar, aquí, que la estrategia del lenguaje con que el imaginario de Camargo intenta desovillar el Plan cifrado en esas pesadillas, no se compadece con la tradición científico-técnica de occidente. La voz de Camargo no intenta explicar de qué va exactamente ese Plan, o más bien: cuando Camargo cree estar entendiendo, sucede que está entendiendo otra cosa. No hay interés, aquí, de hacer ciencia-ficción, o sea, no hay interés en buscar explicaciones seudocientíficas al delirante entorno de una ciudad sitiada por lo sobrehumano. En este mismo sentido, es interesante observar cómo Camargo, una y otra vez, se inventa mitos para explicar, por ejemplo, la naturaleza del campo magnético terrestre, asociándolo a un presunto “roce de la rotación terrestre con la atmósfera”; o bien, verificar los modos en que el imaginario de Camargo confunde los elementos tecnológicos que circulan a lo largo de la novela (computadores, cintas de video, radios) con la masa indiferenciada, precultural, de entrañas, huesos, y magma.
En cualquier caso, esta fe que Camargo delata en la cabalgata de su voz tiene orígenes bastante más ingenuos que la resolución consciente, critica, de un impasse conceptual entre la pretendida realidad y el Plan que se esconde bajo ella. Camargo nos dice por ahí que quiere creer porque "creer es divertido". Aquí se va develando la estatura mental, no sólo del protagonista, sino tal vez de toda una época. A este punto, cuando creer es un pasatiempo, se puede creer en cualquiera de esas retóricas que pretendidamente reviven mitos. El mito, por ejemplo, de la raza chilena: “soy el magma que los chilenos tenemos en vez de sangre”, dice Camargo en uno de esos momentos donde mejor encarna a un heredero de CNI patriotero, y a uno le da la sensación de estar leyendo un fragmento apócrifo, de libro de texto, de un heroico soldado chileno que sube, bayoneta en mano, a tomar el Morro de Arica, o quizás un fragmento de Nicolás Palacios en su Raza Chilena, o quizás las memorias de un milico muy parecido al abuelo del Feña Camargo.
Entonces, contra la retórica Iluminista de tipo humanista-documental, la retórica Iluminada de corte fantasy-paracientífica. En otras claves ya se ha postulado la misma aporia en la historia de la literatura chilena. Pocas veces se han intentando salidas alternativas. Hay otras tradiciones literarias, la anglosajona por ejemplo, que hace tiempo han resuelto estos dilemas de representación, Si hace treinta años, Neuromantes tenía un sentido en función de la amenaza colectiva de una Guerra de exterminio total, hoy la especificidad técnica de nuestro entorno, la milimétrica programación de la que hablaba antes, no consiente la Paranoia, ni mucho menos el lenguaje de la Paranoia. Esa carencia de Providencia, esa falta de designios, ha encontrado buena cabida en las obras de autores como Rick Moody o el ya mencionado Jonathan Lethem, por nombrar a sólo dos que tienen algunos puntos de contacto con la obra de Baradit. Ya nada nos amenaza, parecen decirnos, o quizás: las amenazas ya se cumplieron y estamos en el post. Debemos aprender a vivir así. Be cool, but care, en el decir de Thomas Pynchon, el maestro de todos ellos. Creo que en Chile aún no se hace la literatura que nos represente en esos términos, técnicos y humanos a la vez. Pero hablar de esa posibilidad nos alejaría de esta presentación, que ahora cierro aquí.