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Sobre "Campo de Tiro", de Leonardo Videla
(aparecido en revista Música&Libros)
Por Juan Cristóbal Labarca
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Sin duda la modernidad ya ha fundado su propia nostalgia.
(pag. 25).
A diferencia de tantos libros publicados en el cada vez más extenso y menos intenso catálogo de la novela chilena actual, Campo de Tiro de Leonardo Videla (San Bernardo, 1978) es un ejercicio que está lejos de esa prosa sentimental y autocomplaciente de la mayoría de los libros en boga, así como de de las irritantes rutinas onanistas de nuestras vanguardias. Videla es un destacado poeta (La Escalera Anterior, Safari) además de poseer estudios en ingeniería matemática, datos que más allá de la circunstancia, nos permiten entender la solvencia de este tirador tanto en la construcción de una prosa limpia, irónica, inteligente, así como en la iluminación de los laberintos del lenguaje científico.
Porque Campo de Tiro es, como ya he dicho, un ejercicio, una especie de work in progress, donde vemos la estructura del edificio narrativo y asistimos a los ensamblajes de las últimas piezas del inmueble, lo que permite la participación pasiva y fisgona del lector en las aventuras de este Roberto Histschmann Bevilacqua, tanto en las madejas administrativas de los llamados congresos científicos, como en la búsqueda de la historia familiar a través de la escritura de una novela que a la vez sirva de fundación propia.
Para los registros, Histschmann es una joven promesa de la ciencia nacional, si tal cosa existe, que debe asistir a su pesar a un improbable congreso científico mientras lucha por terminar una novela que a la vez es un diario de familia, pero también un diario de la colonización alemana en el sur de Chile, y en cualquier caso mucho más que “el relato de una historia simple, centrada en la figura de un oscuro antepasado y enjuagada en un poco de Historia Universal” como lo intenta presentar el autor. Es una búsqueda doble, a través de una ascética contemplativa forzada e inflexible y a través del relato del que estuvo antes, que no busca sino lo que toda gran obra: al decir de Borges, el dibujo del rostro propio.
Y es en esa doble búsqueda donde aparecen los mejores momentos de un hablante inteligente, irónico, profundamente humano. Pienso en, por ejemplo, “y aunque en ese tiempo todavía no fumaba supongo que los vicios más arraigados, antes de volverse efectivos, deben haber estado latentes por años, esperando con paciencia el momento propicio para abordarnos”, o “ limpiaba su trofeo con el filo del arpón, lo despellejaba, le arrancaba suculentas lonjas de grasa que asaba para sus compañeros de viaje, vaciaba sus vísceras y, después de freír sus sesos y arrojar lo indigerible por encima de la borda, miraba a través de las cuencas de la calavera hacia el horizonte humeante que dejaba a sus espaldas”.
La tarea que se propone Videla por cierto es ambiciosa y en esa desmesura creo están los puntos más débiles de esta novela. Hay demasiados elementos no desarrollados (la gordura de Roberto, la torpeza invisible del padre, la esquizofrenia arribista de la madre, el profesor de literatura, la enfermedad, la argentinouruguaya, etc), hay demasiada explicación científica o histórica, hay demasiados devaneos, inteligentes unos otros no tanto, que más que aclarar ocultan el conflicto, lo trivializan, y en definitiva nos ocultan la diana a la cual apunta nuestro tirador. Hay frases y expresiones débiles (“¿colombiano, venezolano? nunca he sido muy bueno para distinguir los acentos de mi continente” o “barbecue” por asado) que a ratos pudiesen hacer creer al lector distraído que está en presencia de la tan detestada prosa adolescente. Quizás sean sólo los usos forzados de la literatura post moderna y no una característica de Leonardo Videla, un escritor que maneja con solvencia y aun gracia la lex artis de la escritura y que promete entregarnos libros con la precisión y la limpieza de un buen tiro en el blanco.