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Notas de lectura en torno a «De la Vida Cotidiana» de Guillermo Riedemann
Ediciones Inubicalistas, 2019

Por Leonardo Videla
6 de septiembre de 2019



.. .. .. .. ..

Quisiera decir unas pocas palabras sobre este libro de Guillermo Riedemann. Un libro que, al abrirse, revela dos, quizás tres libros más chiquitos en su interior, encabezados por un misterioso epígrafe que reza:

La mujer de los ríos se fotografía
en los hornos crematorios de Dachau.

La mujer de los ríos posa
en los hornos de cal de Lonquén.

Volveré sobre ese fragmento hacia el final, porque creo que resultó ser clave en mi lectura. Por ahora, me interesa ir hacia la primera parte que se titula “La forma del cuerpo”, y que está constituida por poemas cortos, de una página o poco más, que traman el tejido conceptual y la timbre de lo que vendrá. Son estos, en su mayoría, poemas que parecen arrancados de un álbum mayor, folios de una historia que no se exhibe por completo. Poemas de temática aparentemente cotidiana (por ejemplo, “Monotonía de la vida cotidiana” o el titulado “Hervir el agua” ) se alternan con reverberos de lecturas (p.ej, “Señas de identidad”) y apuntes de viaje (“Pasajeros”). En esta primera parte del libro se presenta, también, a la mentada Mujer de los Ríos del epígrafe, que tendrá muchas oportunidades de aparecer de aquí en adelante, a veces como una desconocida más o menos amada pero más frecuentemente como una silueta que se encuentra y se vuelve a perder. Aquí, por último, se desenvuelve el fraseo personalísimo del poeta, con locuciones como el recurrente:

a veces, solo y a veces

que comienzo a tomar prestado en esta preciso momento.

Y sin embargo, en medio de lo cotidiano, se va abriendo paso un misterio difícil. Ese misterio, sea lo que sea, se barrunta en ciertas persistencias circulares, en un uso complejo, pero dosificado y que transpira oficio, de anáforas y circunlocuciones. Por lo demás, el mismo poeta confiesa que:

entre el punto de partida
y el punto de llegada
no hay sino continuidad
o repetición o vueltas en círculo.

y obediente a tal dictado es que aparecen el labio o belfo insistente en el poema “Avenida Karl Marx”. A veces, la dificultad de lo dicho se asoma a la aporía y la paradoja, y por ejemplo en el poema “Deberes” leemos:

a pesar de no saber
más de lo que no sabe.

o en el titulado “Solo y a veces” encontramos:

ahora que la intuición es confusa,
inexplicable y confusa, difícil sin fallar
siquiera en su condición inexplicable.

Algo, claro está, se vela aquí. La Oscuridad, por lo demás, es amiga del poeta, como él mismo se encarga de consignar en el poema titulado “La cabeza en la niebla”. Hay, sin duda, un constante movimiento hacia la pérdida y la desaparición de la Mujer de los Ríos; pero mientras uno se acerca hacia el final de la primera parte, comienza a resultar evidente que lo difícil de decir, aquello que doblega el lenguaje cotidiano, aquello que, por lo tanto, el lenguaje no debe desplegar, no se limita sólo a esa pérdida o a ese dolor, tan familiar a fin de cuentas.

Y quizás aquí venga a cuento pensar, una vez más, en el título de Riedemann. Que no es de Riedemann, claro está. En 1901, en “La Psicopatología de la vida cotidiana,” Sigmund Freud nos exhibió un cuadro de la psique al que a veces, solos y a veces, no nos queda sino que asentir: la psique como un navío en constante zozobra que cruza el mar del subconsciente. Y sucede que en ese navío, cuando se quiere tapar un hoyo de la cubierta (para reprimir bajo quilla, digamos, lo incómodo e indeseable), inmediatamente se abre otro hoyo por donde sube a cubierta lo que pretendimos mantener a distancia. Así, por ejemplo, ciertos pruritos mitteleuropeos impedían, al viajero Freud de inicios del siglo XX, conversar sobre temas que vagamente podían recordarle la conexión entre muerte y sexo; y entonces, en virtud de una propagación no-lineal de los contenidos reprimidos, el Doctor Freud terminaba olvidando el nombre de, digamos, un artista italiano, y lo confundía con otros artistas, italianos también –hablando, de pasada, un montón de cabezas de pescado con su vecino en el coche del tren. De forma similar (y así parece decirnos Riedemann cuando comenzamos a afrontar la segunda parte de este libro) en Chile pretendimos suprimir parte de nuestros contenidos, con la salvedad de que aquí no se trataría ya de asuntos que nos harían meramente sonrojar o sentir inapropiados, sino de temas estrictamente pavorosos y que involucran, sobre todo, a los muertos. A los muertos y a los desaparecidos. Obedeciendo al cuadro del Freud, es como si desaparecidos y muertos, como si Lonquén y Dachau, emergieran una y otra vez a la cotidianidad de nuestra vida. Y al emerger, transformaran, entre otras cosas, este libro titulado “De la Vida Cotidiana” en algo así como un libro sobre la cotidiana muerte.

Porque sucede que, sin anuncio previo, en buscada disonancia con la primera parte, la segunda parte se presenta como una secuencia de fragmentos de corte informativo, fríos partes de naturaleza factual, alusivos a la desaparición de personas durante los primeros años de la dictadura militar: Muriel Dockendorff Navarrete, Jorge Eduardo Calderón, Pedro Curihual, etc. Todos arrancados de sus casas en medio de la vida cotidiana, y nunca más vistos. Yuxtapuestos a estos fragmentos, hallamos retazos parentéticos de un relato en primera persona, una voz que tropieza en los pormenores de una guerra infinita, o más precisamente: atemporal y ubicua. Cito:

(Iban a transcurrir muchos años para que una de las fuerzas en conflicto intentara romper el inmóvil estado de cosas impuesto por la pestilencia de la carne en descomposición. Los generales del norte pactaron con los del sur y montaron una ofensiva para el primer día de primavera. Pero aquel invierno se prolongó más allá de lo que marcan los calendarios –no hubo primavera ese año, afirman los cronistas–, y el ataque hubo de ser pospuesto semana tras semana, por décadas y décadas).

O sea: como si los que fueron puestos fuera del juego, fuera de la historia, hubieran ido a parar al limbo de la guerra. Como si el lugar donde aparecen los que desaparecen fuese algún puesto de avanzada, Neltume o Nahuelbuta quizás, un paisaje roturado de trincheras donde se libra una guerra cósmica, total, en todos los frente imaginables. Por alguna razón (pero no me he puesto a considerar con detención tal razón) algo de lo que aquí pasa me recuerda a los “Soldados Perdidos” de Alejandro Cabrera: aunque con guerras muy distintas en uno y otro caso, en ambos textos se postula a la batalla, perdida de antemano, como la única posibilidad de seguir aquí cuando ya uno fue sacado fuera de la historia, cuando ya uno fue desaparecido. Como si la guerra, para decirlo de una vez, fuese la vida cotidiana tras la muerte.

Más pertinente, quizás, pueda parecer aquí la conexión con otro texto que he leído hace pocos meses. Me refiero a los Diálogos de Desaparecidos de Lihn. Quizás por su talante dramático, Enrique Lihn imaginó a sus desaparecidos en un diálogo que incluía, bona fide, a sus victimarios. La Torturada en los Diálogos de Lihn, por ejemplo, decía con esperanza a toda prueba, que la gente muere una sola vez. Riedemann, en cambio, parece negar tal pretensión higiénica, advirtiéndonos en esta segunda parte del libro que la muerte, en Chile, no ha cumplido a cabalidad con sus buenos oficios, y que nada de diálogos ni que ocho cuartos porque aquí se trataría, más bien de pura guerra, de una conflagración total que se sigue librando bajo la cotidianidad

–aunque, OK, no es necesario exagerar tampoco: del mismo modo como la Tierra está ribeteada de trincheras, la guerra es cruzada esporádicamente por la paz, y en esos lapsos, por ejemplo, uno lee la tercera parte de este libro, titulada “La mujer de los Ríos”. Esta parte es una secuencia de poemas en un estilo afín a los de la primera parte, que inician con el ímpetu ignominioso arrastrado de la segunda, y que paulatinamente van derivando hacia algo así como escenas en la historia de la Mujer de los Ríos. Pero, a estas alturas, después de haber pasado por la segunda parte, nadie puede hacerse el tonto respecto de lo que verdaderamente ha sucedido; y a pesar del título alusivo a ella, y a pesar de sus bailes y sortilegios sobre los caminos polvorientos de la aldea, nada de esta parte, y quizás nada del libro, habla de ella. Por lo demás, el poeta bien lo dice hacia el cierre, cuando confiesa que:

No hay relación con los hechos.
No hay relación con la mujer de los ríos.

explicando, de este modo, el extraño y misterioso epígrafe que abría el libro y que, recuerdo, decía:

La mujer de los ríos se fotografía
en los hornos crematorios de Dachau.

La mujer de los ríos posa
en los hornos de cal de Lonquén.

Por supuesto, todo lo que he dicho más arriba es sólo un modo de ver las cosas. Hay otros aspectos del libro a los que me gustaría referirme (por ejemplo, a cierta dicción afín a la última poesía de Gonzalo Millán), pero eso quedaría para otra oportunidad. Ahora, mejor, escuchemos al poeta.



 

 

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