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Circo de transición: La risa del payaso, de Luis Valenzuela
[Santiago, Editorial Sangría, 2010]

Por Lorena Amaro
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El 2008 Luis Valenzuela publicó su primera novela, Jueves (La Calabaza del Diablo). Pensé, al leerla, en Alfonso Alcalde, en el circo y sus personajes pobres y hechos ruina, aunque no había ahí payasos, solo tres personajes de clase media/baja, Betulio, Fresno y Valenzuela, esperando algo nada extraordinario: una vaga, indefinida celebración, una probable y aún más difusa felicidad, en una noche de jueves. Dije entonces que me parecía ver en  ellos hálitos clownescos; que eran personajes engendrados entre las lecturas de Beckett y las de Chesterton (El club de los negocios rarosEl hombre que fue jueves); que habían sido cultivados, además, en la talla fome y el fracaso, algo que quizás sea la mayor perfección nacional. Puede que por todo esto La risa del payaso (Sangría, 2011), del mismo autor, me resulte ahora tan familiar. Aquí sí hay un payaso; su risa, silenciosa, es más entrañable que terrorífica (aunque muchos opinan que no hay nada más temible que un payaso riéndose, supongo que esa premisa dio origen a It). De hecho, la aparición de su cadáver en una habitación de citas no sorprende -ni conmueve- a ninguno de los personajes que transitan por los escenarios cotidianos del Santiago hotelero, apenas un capítulo del Santiago provinciano, mediopelo, ya prefigurado en Jueves.

Leer la nueva novela de Valenzuela fue, en este sentido, como llegar a un país que ya has visitado pero no conoces del todo; un país que dan ganas de cartografiar, una atmósfera totalmente coherente en su ridícula incoherencia, un mundo profundamente casposo y traicionado, que el autor ha ido construyendo de modo muy personal, rigurosamente. La historia del protagonista, Batla, es una especie de meditación sobre la imposibilidad, la de cambiar el sistema, la de escribir, la de desaparecer. “Ser desaparecido es un acto de la más puta violencia, un destino no buscado por quien recibe la acción del activo ejecutor”, escribe el narrador; por esto, Batla desea más bien desaparecerse, que es distinto: “quienes conocieron a Batla estaban enterados que desaparecerse, según sus lineamientos, radicaba en situarse en una esencia subjetiva y crítica de rechazar el estado actual de las cosas”, “no querer estar por decisión autónoma e independiente, propia y personal”. Aunque el plan parece cumplirse, no hay otro modo aparente que la violencia. Irse o pasar a la clandestinidad son cuestiones de otro orden, no constituyen una alternativa para este personaje hastiado del poder en que se enquistan y parasitan personajes como Gordo y Baby, su cuñado y su hermana, en quienes condensa gran parte de la crítica de esta novela a la “transición” chilena de los noventa. Ellos son los aspiracionales que, mezclados con antiguos esbirros de la dictadura y con un grupo de anarquistas posmodernos que se educaron viendo series televisivas como Los Magníficos (el llamado “ECRE”), dan forma a este texto elíptico y grotesco. Sus nombres y deseos son armoniosamente absurdos, tanto como las notas a pie de página que señalan las limitaciones del narrador: “Algunas aclaraciones a pie de página no son otra cosa que una estrategia distractora de las falencias de quien narra, al no lograr introducir en el cuerpo del texto ciertas ideas o comentarios. En este caso sirven para aclarar que algunos personajes de esta novela son reales, pero parecen falsos”. La estética de la novela es en este sentido deliberadamente farsesca y, por cierto, deudora del cómic: las escenas significativas son en realidad viñetas y los personajes, bosquejos, caretas, palimpsestos. Sus vidas son a los noventa lo que quizás fue la de un personaje como Súper Cifuentes a los ’80, esto es, continuidad en la derrota y  perpetuación en las prácticas consumistas del neoliberalismo.

Más allá de los segmentos que parecen dialogar con la metaliteratura al uso (por ejemplo la incorporación del desaparecido Arthur Cravan en un capítulo que llamaría vilamatiano o bolañeano), me parecen rara y atractivamente significativos los guiños a una tradición de nuestra literatura sobre la que se debiera escribir más, la de aquellos escritores anarquistas, como Manuel Rojas, Carlos Sepúlveda o José Santos González Vera, que en su momento se hicieron cargo de los vencidos y los presentaron a vista de todos de una manera antes jamás ensayada por los escritores de la oligarquía, mostrando íntima y lúcidamente sus cotidianos empeños en los barrios y conventillos desflecados de la ciudad.

Los héroes de Valenzuela son herederos de esa tradición, pero hoy se encuentran, cómo no, despojados de toda humanidad, absurdos en su asociatividad clandestina (una deriva loca de la joda cortazariana y, más atrás y más en serio, del situacionismo), descarnados, barrocos y carnavalescos como los personajes de Lihn en Roma la loba, ese calenturiento y doloroso testamento ochentero. Son seres raros y perdedores, al modo de los héroes de una película de Cristián Sánchez y la novela toda, una serie perdedora, la de las aventuras del ECRE, el movimiento subversivo que acoge a Batla y resuelve su proyecto vital. Una serie, por cierto, intencionadamente lenta y sin suspense.

El acto final en el circo ideado por Valenzuela es silencioso, apenas explicado; va antecedido de un extraño clímax, en grado sumo verbal, artificioso: una denuncia de los extremos de impiedad que han alcanzado las dirigencias económicas y políticas de un país que sigue corriendo un tupido velo sobre su violencia, a como dé lugar. Ahí aparecen los verdaderos desaparecidos, los que siguen desapareciendo. El cadáver del payaso sólo parece ser una marca, una inscripción tristemente irónica que apunta a la suma de esas trayectorias invisibles. Batla se equivocaba: el dilema no es cómo desaparecer, sino cómo hacer aparecer. La novela, pues, hace un giro inesperado y en este sentido es la historia de un triunfo, aunque parcial… posible.



 

 

 

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Circo de transición: La risa del payaso, de Luis Valenzuela
[Santiago, Editorial Sangría, 2010]
Por Lorena Amaro.
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