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Ludwig Zeller | Jorge Polanco Salinas | Autores |










FORMATOS DE LA INVENCIÓN
Prólogo al libro Sueños del Contrabando de Ludwig Zeller, edición a cargo
de Bordelibre Ediciones, noviembre 2020


Por
Jorge Polanco Salinas



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No puedo comenzar este prólogo sin situarlo. A partir del año pasado vivimos dos acontecimientos claves que hacen repensar el lugar de la escritura. Como sabemos, el 18 de octubre de 2019, en Santiago y los días siguientes en otras ciudades, irrumpió el llamado «estallido social», mientras que, en marzo del presente año, se propagó la pandemia a nivel global; estos registros de lo inédito aparecen como fechas insoslayables. A menudo Chile funciona como un regimiento, con sus códigos y rituales de acuartelamiento. Tanto en el plano directamente político como en el campo cultural, se renuevan los sargentos que perpetúan el realismo del peso de la noche portaliano. Pero hoy la poesía surrealista y la ciencia ficción se han integrado al sentido común de la historia. Quizás este sea el mejor momento para la lectura de Ludwig Zeller.

Las coyunturas de la historia natural y cultural remecen cada cierto tiempo exponiendo nuestra fragilidad. Este fue el punto ciego quizás del lúcido Enrique Lihn en su crítica al surrealismo chileno en los años setenta[1]. Atravesado por las lecturas inaugurales de las vanguardias, no aguza la mirada hacia la penetración de formas y figuras que van más allá de los manifiestos o las actividades «atrasadas» respecto del supuesto original[2], a pesar de que la portada de uno de sus libros fuera diseñada por Susana Wald. Por lo demás, a esta evaluación se sumó, en los años ochenta, la venia de Braulio Arenas al dictador que le otorgó el Premio Nacional de Literatura, clausurando así en el país otros modos de interpretación sobre las potencias surrealistas del arte. El peso de la noche que se trasunta en el realismo ingenuo que se cuida del asalto a la razón —a diferencia de uno del montaje y cuestionamiento sobre la realidad, cultivado por el mismo Lihn—, apunta a una lectura de los hechos, pero no necesariamente de los acontecimientos. Es comprensible: aunque el arte contiene en sus ensoñaciones materiales las múltiples posibilidades de transformación social, en Chile hemos vivido en una extensa poética del duelo y el daño. Lo inusitado emerge en esta dialéctica inconclusa entre un pasado que enciende el presente y lo inesperado que resquebraja las leyes de la explicación. La resistencia gráfica y popular sedimenta potencias imaginativas que Roberto Matta, por ejemplo, supo descifrar en sus colaboraciones con las Brigadas Ramona Parra.

Ocupo la palabra «descifrar» porque el surrealismo y la visualidad de Zeller exploran también este aspecto en su escritura e imágenes visuales. Es el trabajo del sueño, como advierte Freud, el que suscita la compleja trama de jeroglíficos visuales y sentencias poéticas provenientes del mundo onírico. «El contenido del sueño —decía el psicoanalista— nos es dado, por así decir, en una pictografía, cada uno de cuyos signos ha de transferirse al lenguaje de los pensamientos del sueño». Esta poética, es abordada por Zeller en la relación entre los poemas y los collages. La novela chilena de la poesía podría pensarse desde el siglo veinte como una densa cinematografía, donde Zeller y Wald ocupan un lugar singular en estas constelaciones entre texto e imagen. Da la impresión de que a lo largo del siglo pasado fue acentuándose la conexión con la visualidad. No solo a partir de las primeras manifestaciones vanguardistas (Huidobro, la Rosa Náutica, La Mandrágora, etc.), sino también en escritores que, gracias a la influencia del cine y la expansión de medios de reproducción masivos, fueron incorporando las imágenes visuales a la escritura poética. Este entramado puede apreciarse desde ya en el hecho de que Zeller dirigiera una galería de arte por más de una década, poniendo en sintonía su labor con otros espacios similares a lo largo de Chile. En este mismo periodo anterior al Golpe de Estado, en el norte Guillermo Deisler cumplió una labor fundamental junto a la revista Tebaida, mientras que en el sur llegó a montarse en Valdivia una exposición de poetas pintores: Enrique Lihn, Luis Oyarzún y el mismo Deisler. Pueden sumar más ejemplos del atlas visual de la poesía, mencionados en parte por Soledad Bianchi en su investigación acerca de los grupos literarios de los sesenta La memoria: modelos para armar.

En el extranjero, junto a la pintora Susana Wald, Zeller siguió desarrollando este vínculo entre escritura y visualidad. México fue quizás el mejor escenario para el desarrollo poético y plástico de ambos. Revisitado constantemente por los surrealistas, hasta los más heterodoxos como Antonin Artaud, México abre una ruta hacia lo «arquetípico» (arjé: quiere decir principio). Las tijeras del collage rasgan de otro modo la tela de la conciencia: el inconsciente arcaico ocupa imágenes sacadas de la visualidad decimonónica, combinando sinuosamente lo orgánico con una maquinaria en desuso o incipiente. Así, Zeller ofrece un espacio inventivo que conduce a un estadio anterior al actual capitalismo del siglo veintiuno; abre un pasado posible —al modo de Paul Scheerbart— cuyo territorio quedó ensoñado. La moda de hombres y mujeres, vestidos a vieja usanza, colabora en esta impresión de lo desplazado (otra palabra clave del psicoanálisis). La extrañeza de estas combinatorias entre cuerpos orgánicos y mecánicos decretan una suerte de herencia inventiva previa a los deseos o pesadillas mercantiles. «Joseph K» y «Homenaje a Franz Kafka», incluidos en Los placeres de Edipo, muestran este raro isomorfismo industrial que el narrador checo grafica —aparte de la conocida metamorfosis— en el cuento «En la colonia penitenciaria» por medio a un aparato llamado «La rastra» que escribe sobre el cuerpo.

En el caso de Zeller, las formas surrealistas adquieren un tono que persevera en la representación, aunque como una instancia anterior a su estabilidad; tienden hacia la transformación figurativa sin llegar a la diseminación del informalismo. O, mejor dicho, surgen en una etapa anterior a la disolución, en el momento de emergencia de lo naciente. El inconsciente conforma un aparato de escritura que opera sobre las letras, cuya grafía es enfatizada por Zeller. ¿Qué hace que las letras sean letras? ¿Cómo se configura lo simbólico? Hay varias sugerencias que abordan estas interrogaciones, tanto en la incorporación visual del letrismo como en los peculiares caligramas, pero un verso en especial ofrece, creo, una tentativa: «es que el tiempo sin tiempo repite la llamada», de Los placeres de Edipo. Algo convocan las letras; nos llevan fuera de los símbolos justamente por medio de estos, y a veces requiriendo de visiones expandidas como los dibujos, collages o mirages. Esta llamada crea un horizonte filogenético que asoma en Zeller y Wald a través de los astros, la procreación, los genitales femeninos, los órganos de seres vivientes y maquínicos; apela a una especie de corporeidad que apunta a culturas milenarias y la presencia silenciosa de lo arcaico en la conformación de la ensoñación moderna. Las iluminaciones profanas surrealistas tienen mucho de pasado colectivo, activo y material en la actualidad.

Los cuatro libros reunidos aquí corresponden a la época de los sesenta (entre los años 64 y 69). Se percibe en ellos un cierto impulso utópico que recorre los terrenos de un umbral; Zeller experimentó diversos recursos y procedimientos, unió sus investigaciones antropológicas de la psique al trabajo de arte; y aquello se nota en el verso largo, a través de metáforas que merodean y yuxtaponen escenas disímiles siguiendo la ruta surrealista. Bajo esta perspectiva, el actual libro muestra un formato literario en proceso, porque la relación entre textos e imágenes podrían perfectamente salir de este rectángulo y convocar otras experiencias del espacio. A Aloyse, el primero de esta serie, fue publicado la primera vez en una continuidad gráfica; José Miguel Oviedo lo compara con 5 metros de poemas de Carlos Oquendo de Amat. A su vez, los hermosos Caligramas recortados en papel, incorporados al final del actual libro, podrían exponerse en una galería[3]. Como aclara Diego Sanhueza en las notas de edición, esta serie de caligramas vueltos a trabajar en distintas ocasiones por Zeller y Wald, conformaron al principio un portafolio de serigrafías en color que nos hacen pensar en los Poemas encontrados y otros pre-textos de Jorge Torres, cuya primera versión se guardaba en carpetas, luego se exhibía en diapositivas y la idea es que fuera elaborándose un proceso poético que incorpore nuevos recortes de diario. El hallazgo, recordemos, es un procedimiento surrealista. La serie de los caligramas albergados en un portafolio excede asimismo la idea cerrada de los ejemplares que componen el formato libro. Por añadidura, Los placeres de Edipo —libro diseñado por Susana Wald— ocupa en el año 68 el papel cuché, materialidad que ingresará en dictadura en los catálogos de artes visuales, despertando la polémica frente a la generación del roneo[4]. Este soporte y materialidad, ocupado en dicho libro de poesía visual, constituye una historia de anticipación. Así, los umbrales que recorren Zeller y Wald entre visualidades y palabras proponen una reflexión al revés: ¿Qué puede ingresar en un libro? Las entradas gráficas de los cuatro «libros» aquí incluidos poseen una simetría. No se trata de meras ilustraciones (aunque nunca fue así), en la medida en que dialogan o a veces sorprenden respecto de los poemas literarios o adquieren autonomía gracias a su expresividad erótica. No hay subordinación de lo visual a lo literario, o lo literario a lo visual, en esta dialéctica entre texto e imagen. «No existe equivalente en las palabras», pero sí expansión.

Para alcanzar esta intensidad, es necesario enfatizar el modo en que operan colaborativamente los procedimientos artísticos. En las entrevistas, sobre todo en la conversación con Hernán Ortega Parada en la Arquitectura del escritor, Zeller resalta la importancia que tuvieron Wera Zeller y Susana Wald en cada etapa de su desarrollo intelectual, literario y artístico. Ningún poeta se forma solo; requiere de un entramado de conversaciones y distancias en la experiencia de la escritura. Gracias a las traducciones y el trabajo literario, junto a Wera abordó el romanticismo alemán, cuyo testimonio puede apreciarse en las traducciones de las Grandes Elegías, de Hölderlin. Mientras que gracias a su compañera Susana Wald maduraron mutuamente toda su obra posterior que, por cierto, contiene un sedimento romántico anti racional como gran parte del surrealismo. Al menos así lo hace notar una conocida amiga de Zeller: Anna Balakian, al seguir la pista de los Orígenes literarios del surrealismo. Esta actitud dialógica constituye una experiencia artística en el modo cómo el poeta opera también en las relaciones entre texto e imagen.

Cada libro reporta una inquietud y propuesta. Como señalamos, A Aloyse es un poema diagramado en su origen como una cinta de moebius, cuyo despliegue une rizomáticamente el principio con el final. En Los placeres de Edipo, se aclara en las últimas páginas que el libro puede leerse a la inversa. Los hermosos caligramas a color estaban incorporados en una carpeta; los dibujos de Wald en Las reglas del juego llevan a los espectadores a un erotismo visual que atrae de otra manera a los lectores de los versos, figuras cercanas —aunque quizás no se conozcan— a la plástica del poeta peruano Yulino Dávila. La materialidad de los soportes trasluce imágenes profanas que dan cuenta de las leyes de contrabando surrealistas entre lo visible e invisible. Este fuera de juego muestra una práctica poética que corroe y amplía las posibilidades del formato.

Este es un aspecto que sería relevante de retomar. Pensar el surrealismo como herencia de las formas y no las poses. Esta mirada de conjunto, que se sustrae de orígenes y fundaciones, permite observar la relación soterrada, por ejemplo, entre Zsigmond Remenyik, Arturo Alcayaga Vicuña, Alicia Galaz, Ludwig Zeller, Susana Wald, Germán Arestizábal, entre otros y otras, desde un punto de vista a largo plazo del trabajo con las escrituras, las visualidades, y no tanto de los manifiestos. Sería importante comenzar a pensar la poesía y el arte chileno en otras series y constelaciones; no solo bajo las categorías de generaciones, movimientos o supuestas fundaciones. Incluso, a pesar de las distancias con Zeller, el mejor Neruda de Residencias en la tierra está inundado por un ritmo y una imaginación que bucea el océano del inconsciente. El desierto florido de Zeller se complementa con la naturaleza musgosa del sur. La memoria de las formas requiere tal vez de una nueva mirada que explore los paisajes de la invención.

Decía al comienzo que no podía partir este prólogo sin situarlo. ¿Cuál podrá ser el lugar de la escritura de Zeller en este Chile que quiere imaginar una nueva constitución y democracia? Una primera respuesta quizás sea que, en esta época de espera y ambivalencia entre la clausura del pasado y la apertura de un tiempo heterogéneo, la poética de Zeller expande —junto a otras que sería necesario sopesar— las dimensiones que ofrecen las letras subsumidas por la ley, los interdictos y, en general, las vigilancias de lo decible. En el doble estado de la palabra y de la imaginación, la poesía transgrede subvirtiendo los hábitos del significado. Quizás esto sea lo que revitaliza el surrealismo de Zeller: la vuelta a incorporar la imaginación no como mera evasión o, mejor dicho, como otro tipo de «evasión» sin torniquetes. Una lectura que no solo se refiera al nivel de lo performático del habla, sino también a las latencias que desbordan los interdictos del lenguaje y las imágenes.

En sus entrevistas, Zeller insistía en la figura inconsciente proveniente de «la mujer», comprendida a la manera de Rimbaud —creo— como la oportunidad de una ampliación y creación de lo sensible que rebasa los regimientos de la racionalidad instrumental.  Es preciso aquí darle una vuelta de tuerca al surrealismo, ya no desde el galicismo mental —como señalaba Lihn en los setenta, hoy el anglicismo—, sino más bien desde la influencia soterrada de las formas que impregnan las escrituras y las imágenes visuales como apertura del viaje hacia lo ignoto. Si es posible explorar nuevos espacios heterogéneos abiertos por los feminismos y con esto, siguiendo a Patricio Marchant —lector de Mistral—, revisar las figuras problemáticas de la anasemia en la muerte de la madre que estarían detrás de la muerte del padre (el inconsciente al fin y al cabo no tendría géneros), su poesía adquiere una nueva vigencia en la medida en que colaboraría en el desmontaje de las prácticas del regimiento de la capitanía general.

Todavía, por cierto, hay mucho por explorar allí en el poema del inconsciente.

Valdivia, septiembre de 2020


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Notas

[1] Enrique Lihn, «El surrealismo en Chile», revista Nueva Atenea, 423, Universidad de Concepción, 1970. Es significativo apuntar que a Lihn le habían solicitado crear la portada y las ilustraciones del libro El castillo de Perth, de Braulio Arenas, publicado un año antes.
[2] 2 «(...) la cristalización de dicha idea [surrealista] en Chile presentaba ya los signos que afectan antes a la copia que al original, lo que nos presenta, episódicamente, la Universidad Católica, fue la copia de una copia. Algo así como una feria libre del surrealismo en la que algunas piezas de valor arqueológico, mezcladas con otras a las cuales se les pegó, arbitrariamente, la misma etiqueta, aparecían confundidas con simples materiales de demolición». Lihn se refiere a las exposiciones surrealistas organizadas por Braulio Arenas y Enrique Gómez Correa en 1948, y a aquella organizada por Zeller en la Universidad Católica en 1970, denominada: Surrealismo en Chile.
[3] Dennis Páez entrega una pista de su lectura, descifrando las sinuosidades de sus curvaturas y el significado de sus procedimientos, en Poesía visual en Chile. Prácticas visuales en la poesía chilena. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2019.
[4] Denominación de Samuel Maldonado, ocupada en una entrevista por el Fondecyt Iniciación 11190215 acerca de las migraciones visuales entre arte y poesía en dictadura.

 

 

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