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Ludwig Zeller | Autores |


 








Encantamiento de los espejismos

Ludwig Zeller/Susana Wald


Publicado en revista Escandalar, N°1, 1978


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A Simone y Edouard Jaguer
por su cálida amistad


En un tiempo ya lejano de mi infancia vi aquellas aguas capaces de reflejar todas las maravillas. En el desierto de Atacama diríase que la arenas, las rocas, la vida misma se ha vitrificado y allí, en ese paisaje lunar donde desde hace milenios el viento sopla en una dirección en la mañana para ulular en la tarde en un sentido inverso, se producen un par de horas de absoluta calma, donde diríase que todo está detenido en el aire, sopor abrasador del sol al mediodía cuando sus rayos caen a plomo y a lo lejos aparece el huidizo y siempre presente paisaje de la "puna," nombre que la gente del lugar da a este tipo de espejismos. No es posible sustraerse a sus encantamientos y animales y caminantes poco alertados han dejado blanquear sus huesos en el sol de la pampa, víctimas de una ilusión repetida, continua.

Cuando niños nos estaba prohibido salir en esas horas, pero acodados en la baranda de un rústico balcón mirábamos realizarse muchos de nuestros sueños en esa lejanía inmediata: ciudades cubiertas de árboles, animales fabulosos, fuentes de un azul intenso, crearon en mí la certeza de una existencia invisible, siempre al alcance de la mano, en ese límite secreto.

Pasaron muchos años. En diferentes oportunidades volví a aquellos lugares, pero si muchas eran las cosas mudadas por el tiempo allí estaban sin embargo, como intocados, los espejismos, en una inmensidad, en una grandeza que se hace difícil expresar. Al volver a verlos la certeza de lo invisible mantiene intacta, pero nos sobrecoge la impresión de estar al borde, en el límite mismo de un gran misterio.

Así, los espejismos atmosféricos, como los he visto, como los he vivido. Son frecuentes también en el norte de África, en las costas de Mesina o en los desiertos asiáticos. Una cosa tienen en común, la sensación de realidad que dan a quien los mira y el que reflejan cosas lejanas como en un paisaje de aguas.

Las imágenes reunidas aquí, bajo este nombre provienen en alta medida del azar, recortadas de viejas ilustraciones, se organizan en otra luz como estructuras de un collage. Para poder reproducirlas hemos renunciado momentáneamente al color y si el blanco o las manchas de negro cortan a veces el papel, quizás sean eco de las enigmáticas, colosales piedras esparcidas en el desierto. Semiautomático, semiconsciente, algunas piezas de este collage permanecen sueltas, como en espera del rumbo que ha de tomar el viento. Susana, mi mujer, se inclina entonces sobre ellas. Estamos al otro lado de la tierra, en el país de los antípodas, pero todo es posible. El viento sopla y acaracola nieve en las quebradas, la mente sueña paisajes olvidados. Surgen entonces las extrañas figuras, los fantasmas que la tinta hace espejear sobre el papel; es posible que el primitivo collage sea transformado absolutamente y se superpongan a él otras y otras imágenes, o es posible que sobre esas mismas líneas del dibujo se peguen nuevos trozos de máquinas inverosímiles, árboles de la profundidad, trozos de vestimenta o huesos olvidados.

Trabajar así produce una excitación que es peculiar a toda obra de arte realizada en colaboración, cuando la pasión y el entusiasmo atizan el fuego. Frecuentemente pasarán días completos de sondeo, de divagar en una contemplación sin fin, hasta que una imagen surja absoluta y real desde ese fondo. No es una labor de uno u otro de nosotros y resulta distinta de cuanto podemos realizar individualmente. Hemos optado por el nombre de "mirages" porque además de recordarnos algo que nos es querido ensambla y reensambla realidades muy opuestas entre si, emergiendo de ellos muchos deseos que uno no alcanza a realizar sino en este soñar despierto, en este horizonte lejano del presente. Así, hemos reunido para los amigos estos "mirages", huesos, armazón sin vida, mientras la pupila del que los mira no logre "ver" y entender que el agua está aquí, entre nosotros, siempre más cerca de lo que imaginamos y que extendiendo el brazo a través de los muros veremos caer el agua sobre el vaso, la fuente que borbotea en lo invisible.

 

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Ludwig Zeller

Nací en 1927 en Río Loa, un poblado al interior del desierto de Atacama. Desde la parte alta de la meseta en que estaba ubicada nuestra casa podíamos ver a lo lejos distintos volcanes y el suelo, sobre el que hacíamos nuestras correrías de niño, estaba absolutamente cubierto por millares de piedras que reciben el nombre de "pavimento del desierto," pero en verdad son resto de antiguas, milenarias erupciones. La vegetación es escasa y no existe sino en los contados oasis del interior o en el río que en partes se encajona y se hace subterráneo. En este paisaje transcurrió mi infancia.

¿Qué ve allí un niño? Las maravillas que ofrece toda realidad y sus fantasmas: cateadores solitarios tras su recua de mulas atravesaban las montañas detrás de sus quimeras, remolinos de polvo recorrían como inmensos embudos las quebradas del desierto, donde las noches son claras y las piedras se quiebran con el frío. Uno vive la infancia pero no se percata del transcurrir del tiempo. Años más tarde vi oficinas salitreras abandonadas en donde todo estaba intacto, paisajes gigantescos que le hubieran gustado a De Chirico, y entendí su nostalgia y la diferencia que ésta tiene con el sentir americano. He hecho muchas cosas de mi vida y ninguna de ellas dejaría de repetirlas si esto fuera posible. He deseado viajar y he permanecido sin embargo, durante meses sumergido en bibliotecas persiguiendo los rastros, los destellos de lo que me apasionaba. He participado con otros en el quehacer social, creía y sigo creyendo que se puede cambiar el mundo, pero no en la forma ilusoria en que lo imaginamos. Hay caminos, encrucijadas, laberintos en donde el hombre camina en círculos. A aquél que cree en el amor los ojos se le convierten en carbones ardientes, su imagen atraviesa paredes y se mira en el fondo de unas pupilas como lagos profundos. He visto nacer a algunos seres y he ayudado a bien morir a otros. Durante años que a veces me parecen siglos, trabajé para el Ministerio de Educación, que es como la cara opuesta del surrealismo. Les he enseñado y he aprendido de los niños el arte de pintar libremente, he conversado con enfermos mentales en los cuales vi hervir, latente, el soplo de la poesía. Uno no vive una, sino varias existencias simultáneas, he aprendido trucos y los he olvidado, el recuerdo de una canción en la alta madrugada me ayudó a veces a pasar el frío, a distraer el hambre. Hace ya muchos años que enseñar, en el sentido tradicional del término, me parece una tarea pérfida.

Durante años, como en una obsesión anoté los sueños, era una manera de estar despierto hacia otro mundo paralelo a éste en que vivimos, en el que los ecos y las respuestas son distintas. Un monje tibetano me enseñó los rudimentos del ajedrez en aquellas incursiones oníricas y en terrazas desiertas pude volver al pasado sobre el caballo negro y recorrer las riberas del portentoso mandala de nuestras vidas. Las edades se han acumulado sobre mí, tomándome el rostro primero plácido y luego furibundo hasta hacerse de piedra, un gesto soberbio en su quietud olvidada, ya que las rocas se quiebran y vuelven a ser polvo de nuevo. Los ojos se me han descascarado para ver, ¿qué? Una mujer atravesando un filo, cuerpos y rostros emergiendo corno semillas a través de los huesos, plantas carnívoras en cuya balanza cantan los condenados, estruendo de meteoros que cruzan la noche donde humea el carbón en las imágenes de los seres que amo, acaracoleándose en las estrías de mi cerebro. La vida es quizás un espejismo continuo y no podemos nunca despertar. Hay que fijar estas imágenes, pulir pacientemente los deseos del sueño.

Siempre he vivido rodeado de fieles y maravillosos amigos a quienes debo la mayor parte de mis alegrías; he tenido la gracia de contar con parientes que me brindaron calidez familiar, padres que llevo en mí como una esencia atesorada. ¿Qué más puede pretender un hombre? Un par de mujeres me enseñaron que el amor existe, que sobrevive a todas las contingencias adversas. Una viejita moribunda trató de iniciarme en la magia de curar con yerbas el mal de ojo, pero pocos días más tarde tuve que ayudar a enterrarla en el cementerio desolado de Alto Palena. Conozco y añoro muchos aspectos de Chile, pero no siento fervor por los nacionalismos. Desenterrando momias precolombinas, vi que no existen países, que la tierra nos crece al final entre los dientes, y si hay en mi algo esencial en el ser hispanoamericano, para bien o para mal, en un exilio voluntario de todo y de todos, es el hecho que me permite retomar a mi verdadero centro, la soledad desde la que he partido.

Desde hace años vivo en Canadá, el país de la luz boreal. Vine aquí en gran parte movido en mi admiración hacia los constructores de totems, los he visto y sé que gran parte de sus obras se pudren bajo la lluvia y el abandono. Tengo mujer y cuatro hijos. Ver jugar al más pequeño sobre la nieve hace revivir en mí recuerdos antiguos, acerca realidades distantes de nieve y arena.

Mi padre fabricaba dinamita, yo escribo poesía, pero de alguna forma creo que nuestra labor es una y la misma.

¿Qué es lo real? ¿Qué es lo imaginario?

La mitad de nuestra vida está en los sueños.


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...Pero habría deseado nacer en Tasmania, ser pastor de animales desconocidos, como el tapir azul de cuatro ojos o la anguila dorada cuyos senos se inflan como cúpulas en la estación del amor. Me habría gustado vivir de lo esencial, ser como aquellos magos de la estepa australiana caminando entre brasas y espinas sobre las que planea el gran pájaro mítico de los pulidores de piedras. Habría cantado entre ellos y habría mezclado mi sangre con los colores de la tierra.

Porque el arte es magia, y habría podido tocar la pupila de la gran piedra, cuyo fondo es suave como el pelaje de los animales silvestres. Y habría querido ver con ojos limpios ese cielo poblado de mitos en donde salta el canguro y las mujeres son opulentas como cascadas.

Y los tatuajes de mi cuerpo habrían florecido y me habría rodeado de conjuros. El afán de saber me habría llevado lejos e inclinado sobre el mapa de estrellas, tejiendo las amarras de caña y los caracoles retorcidos, habría hecho el camino de mis deseos, esa herida que no cesa nunca de manar.

Y habría deseado de nuevo sentir bajo mi cuerpo el balanceo de caravanas que vagan errantes en el universo sin fin, siempre en busca del centro donde bombea sangre el corazón. Las trompetas de hueso y metal me habrían saludado aquietando el aullido del viento que día y noche ronda en mis oídos como una tempestad que ya no cesa y habría visto la gran flor de la femineidad en donde todas las mujeres son una que, mirándote hace que al fin escuchas el rumor de mareas que no alteran los años ni cálculo alguno, fuente perfecta del amor.

Y quisiera que el tiempo no pasara para poder captar el cántico jeroglífico de los animales alados que beben el reflejo de este mundo y desearía que las palabras pudieran repetir aquel nombre perfecto del despertar, sílabas de un conjuro que se eleva desde un lago sin fondo. Y desearía muchas veces bajo un manzano en flor reunirme con los amigos difuntos y escuchar viejos cánticos que casi olvidados rondan en mis oídos, como un panal en vuelo.

Y habría deseado desear y no tener deseos. Porque la vida entera es como una gran espera sin comienzo ni fin y los pájaros del sueño no entienden el lenguaje de los hombres.

Y habría deseado, ¿pero qué importa?

Aquí está el Más Allá.


Susana Wald

Nací en 1937, en Budapest, Hungría. donde transcurrió mi niñez.
La adolescencia me sobrevino en Buenos Aires, Argentina.
Tengo tres hijos que han nacido en Santiago de Chile.
Vivo en Toronto, en Canadá.

Cuatro líneas que resumen mi vida en una nuez, así como el caracol resume en sus circunvoluciones el ruido de lejanas mareas.

De los años de niñez recuerdo largas horas de verano a la orilla de un lago tibio, playas de suave arena, conchillas con las que hicimos un pequeño sendero en nuestro jardín, y que al momento nos pareció una tarea monumental, primer indicio de algo que muchas veces me ha tocado enfrentar, obteniendo la certidumbre de que "todo es posible." Estas imágenes se suceden como en un calidoscopio y puedo escuchar el susurro de árboles en el viento, ver los durmientes y la vía del tren cuyo recorrido se hacía una infinita y variada aventura, el color de las zinias, comer helados y gozar el refresco de frambuesas. Existen en algún sitio de mi mente paseos en la ciudad en los que iba cogida al dedo índice de mi padre, cual firme columna que descendía de lo alto. De la guerra tengo solo el recuerdo que registran los ojos de niño: cadáveres, ruinas, cielos iluminados por luces que buscan los bombarderos. Tuve en aquellos años una muñeca, suave y mulata, que me acompañó al sótano en que nos refugiábamos. Pertenencia muy querida y que luego me robaron en un primero de mayo, evento único por el que recuerdo un discurso de Rákosi. Recuerdo también dibujos hechos a la luz de una mecha que flotaba en aceite, cuando descubrí que dos colores superpuestos producen uno tercero; sensación que años más tarde se ha repetido en mí al enfrentar la labor artística.

Las escuelas fueron para mí extraños lugares de soledad, repletos con gente que parecían ser como yo, pero que eran distintos. La ciudad, la vida en altos edificios, los tranvías, los camiones tirados por caballos, carretas arrastradas por hombres, así como los barriles de madera bajados por rampas desde los camiones, quedaron equiparados en mi mente a los truenos: cuando truena, alguien arrastra barriles allá arriba.

La primera emigración fue una aventura. Las gentes que me rodeaban ya no sólo eran distintos, sino además hablaban una lengua que yo no entendía. Ciudades italianas, puertos del Mediterráneo y del Atlántico quedaron marcados en mi mente. La sensación del mar, visto por primera vez a los doce años, y la travesía del océano fueron destellos en los eventos a los que era llevada, pero que yo no producía.

De la infancia y de la vida en Buenos Aires, quedó en mi subconsciente un universo de edificios del siglo XIX, donde siempre vago en sueños y de donde procede mi casa onírica. Ya adolescente, pasé cinco años en una escuela de cerámica ubicada en un viejo galpón que para mí fue el punto de partida en todo lo que concierne a mi vida artística: mis primeras armas en el dibujo y la escultura, mi encuentro con la cerámica española y morisca en manos de hombres apasionados y fieles a su ideal, luchando contra la tiranía del fuego del que surgían las piezas multicolores como por milagro, iluminadas de azules y oros.

Como todos los adolescentes he buscado lo imposible y he sentido que la vida es una sucesión de largas esperas. Cuando en mi segunda emigración. esta vez voluntaria. pero mucho más trabajosa, conocí los Andes, su inmensidad y la posibilidad de su vastedad combinados con un horizonte cambiante, me fascinaron. Chile me dio cosas más íntimas y personales que lugar alguno que visitara. Hice muchos amigos, desde un arquitecto quien me asistió en construir una casa, un médico que me salvó la vida hasta otro que me dio el goce de oírle cantar pulsando una guitarra; un tornero compartió sus habilidades conmigo y de las manos de un hombrote vi surgir animales fantásticos hechos en mimbre; cerca de él estaba la casa de un amigo que dedicó su vida a hacer volantines y otro que, pintor,
trazaba sus sueños sobre la tela.

Conocí gente de fortuna para quienes todo estaba al alcance de la mano y participé también en la suerte de la gente pobre a quienes su jardín de hortalizas les servía para poder alimentarse en los meses de verano. Santiago me brindó un encuentro de índole totalmente mágico, en un lugar aparentemente estéril y absurdo, que hizo que mi vida cambiara. Por este encuentro se abrió ante mi un nuevo horizonte y aquel momento de magia tan buscada, se hizo de repente palpable, real. De una mujer sabia y de un poeta aprendí los rudimentos de interpretación del mundo onírico y surgió en mí el deseo de traducirlos en imágenes.

Mi tercera emigración revestía caracteres de ansiedad y angustia, ya que iba en busca de un puerto para los que llevaba conmigo. En Toronto me envolvió el frío, conocí el silencio y he compartido la soledad. La semilla sembrada trabajosamente demora muchos años en fructificar. Nuevos paisajes y nuevos amigos han dado calidez a mi vida.

Nací a orillas de un río. Viví a orillas de un río que es mar. Estoy a orillas de un lago cuyo misterio me sorprende cada día. Mis hijos crecen y mi obra se hace espejo. Espejo de la vida y de lo que llevo en mí y espejo de ese hombre con quien el encuentro en Chile ha colmado y conferido un sentido a mi vida. Las imágenes trazadas por la tinta sobre el papel, ¿qué son sino reflejos del constante devenir?


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Nací en una de aquellas ciudades del Renacimiento cuyos muros fueron trazados en forma de estrella por constructores que aún no conocían la perspectiva. Tuve el poder que es dulce como el vino guardado en viejas bodegas y en una vasta habitación de columnas traslúcidas el deseo de mis deseos hizo flotar una inmensa perla del tamaño de un huevo, señaI del poder y de la armonía en mí. Esto fue pintado años más tarde por un gran pintor cuyo nombre está olvidado, ya que el misterio de lo real quizás sea un puente entre los seres y el huevo blanco como una perla que se cubría de llanto se suspendía en el aire por el conocer y el desear que son piedras en eterna fricción.

A lo largo de años he multiplicado los edificios ornamentados en vidrios azules y aristas doradas que simulan parques interiores donde fluye el agua y donde mi centro es la quietud y el desenfreno, pero quizás yo no deseé jamás esto y el lugar no está inserto en comarca ni en país alguno. Fuí en una caravana constantemente cambiante que me rodeaba y que eran los míos. A veces no reconocía el rostro de los seres amados. Una máscara de porfirio fue pulida por las arenas durante años hasta que pude entender las sílabas que salían de su boca, el hilo que iba de mi interior al interior de la piedra. Porque el universo es múltiple y la percepción de los seres y los universos recuerda las estrías de viejos ríos cuyos estratos geológicos fueron pulidos durante aluviones de años cuando no había flores y el universo era ajeno a cuanto nuestros ojos puedan captar. Pero a veces sospecho que las pesadillas pueden sucederse en mundos paralelos y sólo el amor tiene un centro propio y radiante en su quietud. Surge entonces de nuevo en mí la visión de ese huevo solar suspendido en el centro de un espacio que no esconderá pared alguna y sobre el cual las lluvias no encenderán estrías, ni la sangre tomará el curso de la lava.

Y aprendí exactamente los mecanismos secretos del desear como una flor plegada en muchos pétalos que se abre a veces en el viento. Es acaso desde aquel interior donde los nombres se leen en sentido inverso donde alguien me llama y pronuncia mi nombre sobre las cuerdas de un laúd. Hay un descanso en la caravana. Quizás comienza un sueño diferente.

 

 

https://rialta.org/wp-content/viewer/escandalar/1981-vol4-n4/index.html#page=90




 

 

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Encantamiento de los espejismos
Ludwig Zeller/Susana Wald
Publicado en revista Escandalar, N°1, 1978