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Disfraces y reversos en la poesía  chilena contemporánea:
el imaginario poético de Marina Arrate

Por Eugenia Brito
Por aparecer en revista INTI (USA)


Uno de los rasgos que ha caracterizado el discurso  chileno de las últimas décadas ha sido  sus líneas y cortes incisivos, debido a  fracturas simbólicas y modificaciones  epistémicas, muchas veces acompañadas  por el  advenimiento a la modernidad, la llegada de las vanguardias, su reciclaje en Chile y posteriormente, de manera conjunta, cuasi correlativa, la instalación de la dictadura.
           
Dentro de esas reformulaciones, destacamos la liberación del significante, como tendencia de las producciones artísticas que han reformulado el contrato implícito entre escritor y lector. No se trata  ya de producir literaturas miméticas basadas en una cierta “representación  de un real” ilusorio, conectado a una cierta “verdad”, ligada al carácter  cientificista, ordenada bajo el monopolio de alguna forma de razón legitimizadora, sino de  producir en el lenguaje un objeto legible dentro de sus propias redes.

Es así como el discurso  estético se vuelve  más opaco,  buscando nuevas formas  para explorar sus recursos, pluralizando los  signos y elaborando montajes  riesgosos, ya no centrados por  la unicidad de la ley y el sentido. Hay una mayor lucidez con respecto a las políticas  que ponen en escena las estéticas,  que se vuelven más atentas a un social cada vez más complejo, en el que la densidad local se ha globalizado ante  el aumento  de las industrias del mercado  cada vez más sofisticado  y devorador en la posible  implantación de un  logo  o distintivo identitario y en la canalización  cada vez más  centralizada de las posibles respuestas. Las hegemonías se espacializan y especializan sus técnicas de dominio de manera porosa.

Por ello, la reformulación de las identidades latinoamericanas se pluralizan en debates  metropolitanos que hacen cada vez más inquietante la afiliación o pertenencia  de lo local o nacional: si lo local se articula en relación a  direcciones políticas  pensadas desde el Primer Mundo,  bajo  qué  prismas se hace posible resignificar  el  ojo chileno, o el latino. ¿No sería ello sino un efecto  de un sentido rezagado y perdido en el blog de  los archivos culturales establecidos para el  Tercer Mundo?

En otras palabras, ¿hasta qué punto es posible pensar   que los sistemas de pensamiento chilenos o latinoamericanos son capaces de administrar el cambio de manera autónoma, tomando en cuenta por cierto la  traducción y/ o el reciclaje de los medios y formas estéticas de los mercados  del Primer Mundo?

La perversión del sistema neo- liberal, lo siniestro del  abuso tecnológico y lo recargado o saturado de los monopolios culturales  primermundistas  nos hacen pensar en que la poesía responde  desde la práctica de su espacio a ese llamado  de reconocer el lugar como propio, habitándolo así. Es decir, generando  nuevas respuestas en políticas de inversión y bloqueo de signos, en  la mutación de los órdenes textuales, la resemantización y  contextualización de citas, en las mezclas genéricas, connotando sentidos  poderosos, que responden a  la experiencia  de un colonialismo cada vez más intenso.

La  frecuencia de la  ocupación de un marco  más   amplio  de referencias para la constitución del sujeto y su discurso, es también  una legítima contestación a los siniestros efectos de sentido provocados por  el caudillismo y el matonaje, en  la versión pinochetista  que tan  tristemente marcó de duelo  la historia nacional  el 11 de septiembre de 1973.

Además de los quiebres constitucionales, las roturas de los acuerdos en la declaración de derechos humanos,  está   el  debilitamiento del signo de pertenencia al  país, de lo conocido como “estado de derecho” y de las utopías que habían dado vida a la cultura, las artes y  la producción simbólica antes de  Pinochet.  Por ello,  la literatura guarda un silencio de cuatro años,  hasta la llegada de Juan Luis Martínez en 1977, con La Nueva Novela,   libro que ejemplifica este proceso: la  deconstrucción  cultural  y  la constitución de “ la ruina”  y “el  museo” o “ panteón” como figura de sentido para la re- emergencia del discurso chileno y  su  profundo duelo. En  1983,  emerge desde la novela Lumpérica de Diamela Eltit, en la novela, la figura   de la mujer/ signo  como un ideologema que había sido tachado  de la producción cultural chilena.  Su desplazamiento marca   su ausencia del escenario público  desde la inquieta prosa  narrativa de Marta Brunet  hasta remontarnos a la enigmática figura de Gabriela Mistral.

Es en la década de los 80 que estalla desde la  poesía  la reformulación de un  escenario  poético  de la mujer, derribando el horizonte sentimental y emotivo, que caracterizara el habla femenina  en los  inicios  del S. XX,  como bordado inquieto de una subjetividad  crispada en los reveces de lo íntimo y doméstico. Al contrario, la resistencia política de un grupo de mujeres hizo de la lengua un instrumento de batalla, para poder enfrentarse a la historia sesgada por los avatares políticos y por  el ocultamiento  cultural del cuerpo de la mujer, la articulación de esta poesía generó sobre su materia sensible y sus recursos estéticos demandas  altas y muy poco visibilizadas hasta el día de hoy. Es el caso de Elvira Hernández,  Carmen Berenguer, Soledad Fariña, Marina Arrate.

Elvira Hernández trabaja la poesía desde el fragmentarismo y  el mestizaje;  en sus textos más connotados como Carta de ViajeLa Bandera de Chile, logra producir desde el lenguaje una  sujeto descentrada y rebelde, bordada desde la difícil e intensaperiferia chilena. Carmen Berenguer, desde las aristas de lo popular y el neo-pop, disloca la lengua, para producir un área  irritada y doliente: la queja. La queja frente al cuerpo que sufre, desde el revés del sistema, los efectos de la tiranía imperialista. Eso recorre su producción tanto desde su primer libro, Bobby Sands desfallece en el  muro, como en A media asta hasta llegar a Naciste pintada y Mama Marx. Soledad Fariña instala la palabra mínima y fundacional: la vocal que con- suena el gesto fundacional, la mujer, la épica de la pareja y de la parición del habla en El primer libro, quizá el más enigmático de su producción.

Marina Arrate, en cambio, ya marca un cambio de escena. Su primer libro, Este lujo de Ser,  formula  una  pregunta  nueva: quién es la mujer que emerge desde la letra latinoamericana; desde qué umbral de esa letra, siempre subyugada a los modelos dominantes, se la puede encontrar; cómo  existir en una historia  doblemente colonizada, por ser mestiza y por ser mujer, ambas razones poderosas para ser descartada como invisible en la historia cultural dominante. Su poesía  de manera sutil alegoriza  la problemática de la existencia en el territorio  frágil de la  nación, tomada primero por la dictadura fascista y luego, construida con el diseño neoliberal de la dictadura del mercado, post pinochetista. Fascismo y espectáculo; máscaras en series provenientes tanto del Imperio como del speculum femenino, en su sombrío espejeo y reverso del poder.

Marina Arrate  también ocupa el fragmentarismo y sí se  adueña del neobarroco que se instala en el país gracias a  la lectura de Góngora y Quevedo, y la relectura de Lezama Lima para más adelante concluir con Sarduy y Arenas. No obstante la poesía de esta escritora carga  con el saber  de la literatura  europea, articulándose como un cuerpo de citas: Bataille, Pizarnik, Pavese y muchos otros ingresan a pluralizarse en ese tramado orgánico y sensitivo que es  el conjunto de sus textos. No se puede ignorar el fuerte trabajo de traducción que la poeta hace  de estas referencias  cruzándolas con sentidos  y fragmentos de habla de la cultura  sudamericana.

Su proyecto estético comienza con Este lujo de ser, Eds. Del Mirador, 1986, en el que se destaca el fuerte trabajo  lingüístico  por  nombrar la  paradoja y complejidad del advenimiento al ser de la mujer. Paradoja  no exenta de  zonas oscuras  y problemáticas, cuya resolución alimentan la dimensión vital del “ser” que emerge en esta producción textual. 

Máscara Negra, Stgo. Eds.  Poesía del Mirador, 1990, es  su segundo texto en el que se articula la  gran doble de la mujer: ese doble que encarna el proceso de ser. Siguiendo la estética de su primer libro, Marina Arrate  organiza en  cinco poemas (cinco tomas) la radiología del proceso (o ritual) mediante el cual la “máscara”, el “disfraz” articula los pasos, los hilos de sentido, que  actualiza el difícil acceso de la mujer al mundo simbólico. Y con él, su ingreso a la cultura, al lenguaje, etapa que se estaba trabajando ya desde su primer libro.

Y ser mujer viene a ser una  compleja excavación de estados alternativos o paralelos entre una historia y una ficción,  que se organiza  de acuerdo a un sutil juego de disfraces, de revestimientos  barrocos que proponen articulaciones y  desvíos de la mirada  como centro de una galería de espejos maquillados y deseantes en el sentido de que revelan  desencanto  y rebeldía.  Lo que motiva, en el filo del vacío a hacer nacer a la  gran Otra de sí, la que Mistral enterrara en cierta manera en su famoso poema “La Otra”.

Pero es la “otra” de una conciencia  obsesiva y penetrante, la raíz de una articulación del ser que, enceguecido frente al espectáculo de luces y guiones  representados como espectáculo ante su conciencia, retrocede para buscar su propia palpitante necesidad. Y sin matar o sacrificar a esa  necesidad de la otra, sin matar la pulsión que la conforma, da testimonio de ella, le reconoce sentido, le otorga un estatuto  de legitimidad a esa  esquirla de habla   y por ello dice: “en consecuencia / he decidido escribirla”.

Previamente, debe  rescatar su  huella,  dejando  a la memoria su  tarea, forzándola a espejearse para sí, de manera épica,  en un sutil espejo: que es ella, sus ojos, y también el objeto que ilumina la sombra inmaterial de su estilo y su carne.

En “Pintura de Ojos”, el primer poema del texto, la  que habla, sujeto de la enunciación, nos instala en un momento iniciático: el momento de la formación de la “maga” frente a un  “espejo”, etapa situada según Lacan, alrededor de los  primeros seis meses de vida del niño, la que marca según él su ingreso a la matriz simbólica. Ello ocurre antes de  su entrada en el lenguaje y  en su conversión en  sujeto histórico, condición que le posibilita  adquirir un yo “ideal”.

Frente a frente, supuestamente  ante un espejo, “ojo con ojo/ se miran con profundidad”. La escena nos sitúa en ese  umbral  que  el acto de pintarse reitera, la aparición del  ser como “otro” frente a sí mismo, y este acontecimiento se desliza como efecto de sentido en  la figura literaria del “manto de sombras”:

“el primer efecto se deja sentir/
un manto se esparce inquieto/ de sombra.”

Esta oscuridad  esparcida por la pintura en el texto  encarna el lado “siniestro” de la identidad  reprimida  y agredida de la mujer.  El acto de maquillar el  ojo tiene una cierta  fiereza, lo  que  vuelve extrañamente amenazante el retoque. Una mujer agazapada, en el interior del  psiquismo, surge desde la psique de la sujeto de la enunciación.  Ello genera en la escritura  una  fuerza consciente  que motiva la producción del rostro femenino,  con placer y con miedo. Pues, de qué manera se va a articular ese rostro sino con reservas mnemónicas en las que subyacen capas más arcaicas e infantiles? Donde aún existe el miedo, los  residuos de visión parcial de anteriores experiencias, vínculos con estados previos, los deseos  de revivir  etapas de un tiempo arcaico, edénico, captado como  imposible pero aún deseable. En suma, lo que transcurre en ese decurso son  fracciones de un imaginario zigzagueante  que se multiplica  y acumula su carga libidinal en una estantería de figuras retóricas  un poco ciegas.

Pero, lo más importante y central del texto provoca la pulsión de mirarse, de celebrar como en un antiguo rito la identidad   que se instala en un “femenino “,  frente al cual “dos ojos absortos/ embebidos de asombro/ palidecen”.

Y aquí entramos de lleno en el desdoblamiento narcisístico. La escritura de la Mujer como otra a la cual se celebra, se desea,  provoca una  seducción inquietante: la una: la que mira; la otra: la imago narcisística, el ser mirado;  ambas de manera alterna, se miran, se desean, se buscan. Como espejos fracturados y opacos por la fuerza de la represión,  desbloqueada la censura, el maquillaje y el traje cultural  obnubilan y complacen por instantes la memoria y la otra, como retina fugaz espejea la imagen, en fugaces apariciones y desapariciones. Esa enmascarada tras el espejo, por la reprimida fuerza del deseo,  ya sin censura, ilegítimamente maquillada y vestida  de acuerdo a un sistema cultural,  exige un tributo, que es la totalidad del ser dual, múltiple y paradójico de la mujer y su escritura.

Es, por un lado, el significante mujer el  que es emplazado en su proceso de conversión en contenido cultural, en vestido antiguo, hechicero o cortesano; cita de arte  moderno, o bien, modelo  rock.  Una vasta y compleja red  de figuras para encandilar el aparato espectacular de la vitrina postmoderna y su paradigma de imágenes en la seducción mercantil de su entramado.

¿Qué hacer con esa otra y su fuerza, su “garfio”, para nombrar la angustiada necesidad del “ello”, de esa carne palpitante, que desea  existir y devenir  humana?  Aparecer como forma ante unos ojos, ser “representada” o “contenida” como alguien vivo frente a sí. Ese es el poema: la mujer entra y sale de esta “otra”, imprimiéndola en los caracteres  de las impresiones de la escritura:

“En consecuencia/ y con prudencia/ he decidido  escribirla.”

Es la fuerza herida de la sujeto, herida por una historia de represiones y conflictos íntimos, la que emerge asediante  y poderosa, dando  paso a  uno de los más inquietantes pasajes del texto:

“hundiría  mi deseo entre sus labios y  queriendo/ para mí su alabastro/ clavaría ella sus rojas uñas en mi carne y / vuelta entera / un tenso garfio/ enterraría/ mis ansias a su siga/ y no me dejaría / sino hasta que arrojara agónica / mi último aliento a sus pies./ En consecuencia/ y con prudencia, he decidido/ escribirla”.

La escritura viene entonces con esa asunción de identidad, revestida  de temor e inquietud  a la par que con fuerza, tal como se la caracteriza en el segundo poema del libro “La Dorada Muñeca del Imperio”.

Los pasajes de este segundo poema,  se explayan  para  dar consistencia y grandiosidad a “la mujer”, que emerge del espejo,  que es en este caso, de un género  colonizado, de un territorio ultra conquistado y deseado, como objeto de trueque o decorado ornamental. La metáfora del espejo como sede del yo da lugar al reconocimiento final de  memoria y ojo, pasado y presente en un  viaje mental lleno de nostalgia y deseo.

Este viaje hacia paisajes premodernos europeos  que rigen los tiempos “como imperios” al decir de Marina Arrate, tiene como efecto de sentido ubicarse en la retórica   de la “princesa”, de la mujer  noble, hermosa o hermoseada por  el lápiz que la escribe y que en paralelo a su imagen, surgiendo de manera unida con la memoria y el ojo, puebla  una dimensión paralela a la de la conciencia,  una dimensión fantasiosa que a ratos coincide con la niñez y en otras,  con  la figura de  una modelo, una princesa de otra estirpe, dorada por  la ilusión espectacularizante que la puebla, la viste y la hace modularse como su otra deseada y deseante: la imago emerge  asumida como mujer, con  todo el ímpetu poético de  una  saga estética que se desplaza desde los sitios  más arcaicos hasta  llegar  al centro de la enunciación en tiempo contemporáneo.

Esta especie de marcha   fantasmal y  decadente  aparece dotada de carácter espejeante, desplazándose por la vía narcisística de la primera etapa infantil  unida a la formación de  un imaginario suntuoso,  lleno de desbordes, que ornamentan la textura de su poesía. Abordando de esta manera   la construcción simbólica de la mujer, Marina Arrate desmonta los pliegues  que toda una historia le  ha  legado,  como trofeo cultural, tributo a los dioses antiguos, objeto de seducción lunar y oscura.  Capa tras capa, Marina Arrate deconstruye el espectáculo  arcaico que la cultura falologocéntrica ha otorgado para velar la carne femenina, el deseo de la mujer, en  su paradoja: el ser objeto de contemplación, como fetiche, imago perversa tanto por la historia de las formas, como por la publicidad,  eje de la industria del espectáculo, que la ha iniciado como “muñeca china”,  hasta llegar a “vampira con dientes de sangre y ojos/ negros  de cadáver y/ después: la  consumida./ Y todo nada más que un espectáculo/ para que vieras a esta deformada/ y la amaras/ con terror y piedad.”

El trabajo poético de Marina Arrate es suntuoso. Su amplia galería de trayectos ornamentales en sus textos, su estilo  un tanto elíptico y sugerente sigue un camino preciso, manteniendo  un proyecto político de escritura, tanto en los temas como en las formas. Este lugar  se ubica entre el deseo y  la conquista de una realidad, abriendo una negociación simbólica entre el sujeto y  su historia, entre el  goce y la razón, la desmesura y el sentido.

Pero también ese lugar  es un espacio  que se va conquistando, lo que ocurre en Este lujo de Ser,  como se aprecia en la enumeración  de sitios y de objetos por donde transcurre la  intimidad de la vida y el poetizar; en Máscara Negra, es la  sexualidad femenina, tomada como “maquillaje”, por la subjetividad poética; en Tatuaje, es el ritual erótico, entre el vértigo y  la nada, por un lado y por otro,  la fiesta, el éxtasis, el goce siempre acompañado del dolor. Otros binomios podrían también desplazarse desde allí: tales como  la salud y la enfermedad; la voracidad pulsional, canibalística y  el deseo de vida sostenido en los umbrales de la desaparición del yo en otro y del otro en un yo, la historia y la memoria, el rito, el desperdicio y la razón normalizadora.

Un texto que plantea el tatuaje de los cuerpos, y todas sus metáforas como la   forma de entender el Eros hasta la muerte y la disolución del yo como unidad consciente. La escritura sale de allí, pero portando la huella de  la memoria y el sentido del amor como la ruina de un Occidente disoluto.

Como siempre, la búsqueda de esta escritura es hacia el lugar conquistado  por la letra que porta el sentido  entre una historia pre- moderna  y la imagen de la mujer  desde la modernidad y la posmodernidad como   multitud, magia, oscuridad,  vitrina, joya, engaño y apariencia para vaciar esos sentidos y la sangre que llevan o que arrastran sus estilos y estiletes.  Es en ese lugar  soñado, un poco el espacio del proceso de  mutación de ese yo en otro, de advenimiento de un simbólico  diferido, donde  ocurre el acto de la escritura, en el que la poeta es la que enumera, cita, multiplica, hace mezclas, “taracea”, para terminar ondulándose en la danza erótica.

Es así como con suave punzón, pero con incisiones fuertes, Marina Arrate hace temblar, ondular el laberinto  y la danza que mueven la fiesta y / o la agonía de la muerte barroca de su escritura, siempre en el abismo de la vida/ muerte.

En Uranio, Lom, 1999, la sujeto, manteniendo una identidad elaborada ya desde su  gran libro, Tatuaje, indaga en los fantasmas espectrales de una ciudad que ha perdido lugar en el espacio nacional, que no es sino una cita tercermundista en el espectáculo de la mercancía, desplegado para  los  manipulados y alienados habitantes de un país enteramente entregado a los dictados  primer mundistas.

El paisaje que ofrece la ciudad tercermundista es  apocalíptico y final: las tumbas se abren, los muertos se levantan de ellos, no obstante, estas calaveras tienen un rasgo inusual: son maquilladas. Maquilladas en un sentido postmoderno: deslumbrantes joyas con las que surgen citas póstumas de la historia  que vivieron y con las que el texto las ordena aparecer en esta exhumación de su vida, en el curioso espacio que  la poesía, el sueño, el delirio les  otorga.

Se pasea la sujeto por el Infierno dantesco, por el lugar en que “pintada ella misma, calavera de la muerte, con su alucinante corola de seda y brillante cola de pavo real” (p.18) encuentra su contexto sociocultural : Chile en la sociedad post dictadura, con luces de neón,  muestra la radiografía de los muertos, abriendo para todos su compleja articulación  con el mundo de los vivos, a los que aún  les queda algo de cuerpo en la ciudad marchita.

La memoria y la angustia que ella convoca, concita esa unión  que se plasma en un diálogo carnavalesco a través de la demanda de ser que aún sentimos los  apenas  existentes después de nuestros años y días de horror.

El reino de la muerte es lujoso,  los muertos llevan tiaras de nácar,  sus  tráqueas llevan alhajas y portan todo tipo de ornamentación. Como si esos decorados fueran la única manifestación posible ante la nada.

El segundo poema de Uranio, “El hombre de los lobos”, dobla el primero,  “La ciudad de los muertos” y cita intertextualmente la  producción de Rubén Darío y la de Manuel Silva Acevedo, pero en un giro aún más tumultuoso. La sujeto se acepta en su ferocidad, en su  condición sanguinaria, en  lo que llama su “oveja muerta”, y se asume así, sola, esteparia, secreta y ominosa: “Pero vuelvo/ al bosque vuelvo/lobo salvaje y feroz vuelvo/a mi patria a mi leyenda vuelvo/ a mi poema vuelvo. Vuelvo /a beber/ en lo oscuro y secreto”(p.49).

Un intenso y doloroso sentido guía este poemario: es una gran culpa, una solemne expiación. La culpa lleva a la sujeto al infierno, la culpa la hace esculpir la gran metáfora de la ciudad posmoderna, como un lugar espectral, apocalíptico. La culpa la hace desear ese cadáver enjoyado como la gran metáfora del  libro. Lo hace así, asumida como culpable y desde el lado anverso de la “virgen “, la María Magdalena, o María Egipciaca, antes de su conversión en santa. Es  una bella y sangrienta maldita, que detesta el convencionalismo burgués y para destruirlo, asume el mal baudelairiano y  destruye como lo hiciera  antes el gran poeta las bases ideológicas, políticas, éticas y estéticas de la subjetividad  moderna.

El texto poético de Arrate aquí configura su sentido en la inversión de los signos: la catástrofe como signo de la  historia  a la que en su  libro Trapecio, elaborado con  las fotos de Claudia Román, poetiza el circo pobre (Lom, 2003).

En este  texto, Marina Arrate  amplía sus recursos representacionales para, de manera provocativa, establecer un correlato sígnico entre el lugar, el país, con un conjunto de trabajadores de un circo pobre. El motivo de Salomé y su danza seductora,  el amor homosexual, el incesto y los celos son  la causa  que activa  el caos de la emoción humana, precisamente de manera explosiva y destructiva, puesto que  todo termina  con la muerte  de un personaje y el consecuente cierre del circo. El texto trabaja de manera alegórica su “lugar sin límites”  pluralizando rizomáticamente los ejes de sentido.

Deprivados, pobres, marginales los artistas circenses tienen como único espectáculo que ofrecer el poder de un arte   que atrae precisamente por su carácter indefenso la risa  triste y trágica, el absurdo de lo  paradojal, el ensayo único del límite.

Eso en un contexto  miserable que intensifica el desamparo y  la intensidad y belleza de la gesta creativa del mundo circense. Los poemas de Marina Arrate buscan nuevas formas literarias, cercanas a la narrativa y en ella, disuelven los materiales  de un entorno estético que se evapora  después de consumarse una muerte que era esperable, quizá como expiación del goce desmedido en un estado infinitamente cercado por la economía de mercado. El artista sería, tal vez, para Arrate esa figura del abandono, que expresa por instantes, la forma del goce erótico y creativo en un trapecio singular, con animales   asesinos y sin embargo, dotados de significaciones míticas y mágicas.  El circo una vez abierto, hoy recordado desde una escena traumática pero dadora de mágicas iluminaciones poéticas, evoca de manera poderosa la casa ruinosa del arte y de la poesía, en tinieblas dentro de la nación postmoderna y del estado  post- Pinochet.

Finalmente, en su último texto, El libro del Componedor, Libros de la Elipse, Stgo 2009, Arrate, trabaja el lugar ameno,  en el cual se instala  también el caos y el sinsentido. Sin  embargo, éste es asumido ya por la escritura  como una fuerza inherente al movimiento de la   naturaleza humana, como un fatum, que  desordena cualquier ficción de felicidad. Los signos literarios  señalan la  fuerza ominosa de la muerte,  en imágenes cargadas de una estética “siniestra”,  que se encarga de alterar la supuesta armonía del paisaje. Por ello, junto con la  belleza del amante, de los árboles, de las flores, está también la  belleza del cazador destrozado, la del líquido cristalino, “un poco venenoso”.

Usando el tópico medieval, “bajo la hierba late la serpiente”, Arrate establece su poética en  un lugar  ensoñado, entre la aldea y el jardín,  este último  una metonimia, un traslape del bosque,  sitio de unión  de los contrarios: de lo dulce y lo amargo; de lo claro  y lo caótico, de la experiencia sexual, mística y profana a la vez.  Materiales sagrados  se unen en  el espacio genital  del cuerpo textual productor del goce, en el que laten vida y  muerte  de manera  indeleble.

La experiencia estética  implica el reverso del  cómodo topos burgués del “bienestar”; la composición artística se llena  de pliegues y de  sentidos virtuales que interpelan ritualmente  la  particularidad de la visión.

En este jardín, una figura sangrienta se desplaza sugerentemente por el río, que evoca el Leteo, pero también en la mitología cristiana  medieval, al río del Paraíso en el tópico del “lugar ameno”,  cerca de los árboles frutales más  frondosos y fértiles. Allí se instala la figura alegórica y admonitoria de El Componedor, quien hace surgir del agua las imágenes  de  promesa feliz  de dos amantes. En ella, el hombre llora y la amada muere.

En este preludio, la sangre horada  toda plenitud: el agua tiembla y tiembla como antes de un presagio. Y es así como M. Arrate termina su texto:”Cuando ella se levanta ya es su doble / ardiendo en el reflejo del estante”. (p.24)

Así concluye el libro, cancelando los estereotipos de la  felicidad amorosa, de la familia y la pareja. No hay lugar  beatífico  ni  nada puede   parecer eterno o duradero, pues todo ser, proceso, objeto cultural  es  abatido por su propia destrucción. El doble es esa figura en la que se encarna el reverso del “ideal del yo”, una contrafigura que conforma todos los aspectos de sí mismo y de la realidad observada, que encarna lo que el yo teme,  generándole  la pulsión del miedo, parte de sus escenarios neuróticos.

El Libro del Componedor es un texto sutil que  trabaja con el lado oscuro  y secreto del psiquismo  latinoamericano, de manera quebrantada y fantasmagórica. Propone un texto descentrado y  secreto, lleno de insospechados giros que es el que sobrepone sobre el texto canónico europeo, cuya fachada luminosa  se mueve bajo el  marasmo de la sangre latinoamericana y chilena. Se muere sin razón alguna; por la misma razón que se vive pero aquí añadiremos un  rasgo distintivo más: se muere más fácil y simplemente  como doble, como el otro de la cultura  europea.  De esa manera Arrate mantiene el enigma de su producción, dando vuelta los  signos culturales, invirtiendo los sentidos legados, para  producir una intercalación, una pausa para señalar la paradoja insondable de la otredad, su fragilidad y su complejo duelo.

Sobre el texto blanco de la cultura eurocéntrica, los caracteres tipográficos del significante arratiano  abren un paréntesis, para instalar la sexualidad femenina, próxima al vasallaje, para  generar  una categoría móvil que instala sus disfraces y sus pliegues reversos en las figuras de otros seres, habitantes  de la periferia, los únicos exigidos tal vez en  transformar sus vidas en obras de arte, con piruetas y poemas  sagaces  que permiten  con su seducción y erotismo, abrir zonas síquicas de libertad.

Julio/2009

 

 

 

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