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        EL PESO DEL "URANIO" DE  MARINA ARRATE
        
          Por Leonidas Rubio
         
         
        Uranio de Marina Arrate es un  libro poblado de ecos y tradiciones. Desde su título el libro va instalando en  el lector una sensación de textura y colorido, como si se estuviese en frente  de un mosaico o de una suerte de vitral. 
“Barroco” ha dicho Adriana Valdés en  la contratapa de la edición y estaríamos de acuerdo, a no ser por la intensidad  que cobra en este concierto de matices el negro, los huesos, las brumas, los  abismos, la noche y el vacío (que son accidental pero no casualmente páginas en  blanco), apariciones y emblemáticos lobos. En definitiva son imágenes que más  parecen sacadas de una Danza de la Muerte medieval o de un decorado gótico. Y  es con este concepto que yo me quedaría: el libro de Marina es “poesía neo-gótica”.  Subyace en ella una visión de la muerte como prolongación del orgasmo, la vida  como aventura luciférica, el amor como rebelión y como revelación, la  imaginación como éxtasis. 
        De entrada habría que detenerse en los tres referentes pertinentes al  mote “Uranio”, a saber, un mineral, un dios y un planeta. El mineral ya nos da  suficientes pistas: su presencia en infinitesimales cantidades es capaz de  desatar una poderosa reacción en cadena. Quizás por eso esta poesía es breve,  minimalista, sintética, como una especie de dosis altamente concentrada. Hay  también un mensaje que podría sintonizar con lo que Octavio Paz llama la  “ironía” del pensamiento analógico: el uranio es el último mineral de la tabla  periódica de elementos, pero a la vez inaugura a manera de cortina un grupo de  sustancias que sólo son posibles con él, todas las cuales son de carácter  radioactivo y están, por decirlo así, más allá de la materia. En cierto modo el  
uranio es el último de la fila, así como lo es el planeta Urano que a su vez  también es la cortina con “otro” espacio, un insondable “más allá” que escapa a  nuestro conocimiento. Su regencia astrológica es Acuario, cuyo emblema mítico  es un joven escanciando el agua entre dos jarras, del mismo modo que lo hace el  querube en el arcano XIV del tarot, carta llamado “La templanza”, del latín temperare,  o sea, mezclar, combinar con equilibrio. ¿Mezclar qué? Luz y sombra al parecer,  vida y muerte, pasión creadora y pasión destructora en el juego de contrastes que  anima la alquimia interna de este hablante visionario. Por otra parte, desde el  punto de vista de la mitología, Urano es el Dios del cielo, lo que quizás no  sería nada si no fuera porque su esposa es Gaia, Diosa de la tierra. Alude de  algún modo, entonces, a la totalidad, más aún cuando recordamos que ambos son dioses proto-históricos, que no  fueron objeto de adoración oficial en el mundo helénico clásico, pero que sí  heredaron un culto panteísta cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos y  cuyos alcances superviven hasta las sociedades secretas medievales y  renacentistas. Dioses, por tanto,  que hablan de ritual sincretista, de  magia y herejías. Por eso discrepo del análisis que pueda ver en este libro un  préstamo de otras escrituras. Se ha dicho Nerval, Lautréamont, se podría  agregar Novalis, pero ocurre que todos ellos toman a su vez préstamo de cauce  mucho más antiguo. Este lenguaje es una especie de Áurea Catena que se remonta  al viejo rol del poeta como augur, como chamán, e incluso como legislador. Ese  es uno de los principales méritos que veo en Uranio: su confianza en la  Poesía con mayúscula, desde un estilo que hoy goza de estrepitosa  
impopularidad. Una poesía que no habla tanto a la razón como a la intuición,  que no busca el entretenimiento sino el encantamiento. Por eso Marina Arrate  está, como muchos otros, condenada a la vez que privilegiada por el ostracismo.  Durante un buen tiempo seguirá sin aparecer en las antologías, cuya proverbial  mezquindad e inutilidad deberían espantar más que atraer a los poetas. Y le  pasará esto a Marina sobre todo por ser mujer, donde es tan fácil suponer que  se ofrece un “discurso de género” cuando los textos están poblados de ginecologías  domésticas a las cuales esta autora no dedica tiempo ni palabras. Antes bien,  el cuerpo como templo y tesoro, el cuerpo hablante y el cuerpo símbolo irradian  conciencia e identidad desde la tensión con el espacio privado, íntimo,  reconfigurado desde el diálogo sensual.
        La poesía de Marina sondea desde las capas más profundas de la conciencia  un material poblado de arquetipos, en una suerte de excavación que obtiene los  metales pesados y atómicos. Habla por ella “El Hombre de los Lobos” y no se  diga que este lema pueda ser un homenaje a nadie (por si asomara un Silva Acevedo  remoto), porque excede toda inmediatez. Así como la prisa daña la escritura, en  este caso patente se diría que amenaza la lectura.  Este metal no puede  manipularse sin precaución. Libro coherente y afinado de principio a fin,  especie de perla negra que devuelve magia a nuestra poesía chilena contemporánea.