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CARTA A DON ALONSO DE ERCILLA Y ZÚÑIGA

Marina Arrate

 

 

Y ya que al frenesí entregaron
Don Alonso, la disolución, el trajín,
la sombra exacta del otro mundo, su deseo,
impelidos por la codicia, o arrancando – es seguro -
de otras desgracias, vuestros haberes que entregaron,
la sangre, ah, la sangre, que quisieron erigir
- lo contaste – en nombre de Dios, del Rey,

al que habrás querido complacer
como a tu propio padre muerto
como  a la madre fiel a la que honraste,
- Guacolda, Tegualda, la hermosa Glaura, dijiste,
y en la larga defensa de Dido -
en todas las mujeres de tu gesta.

Don Alonso, ¿he de hablarte
de un error, de una equivocación
en el sino de tus poemas imperiales?
¿Habrás sabido que esas riquezas
 - oro, sangre, letras –
caían en las arcas barrocas de Flandes y Bruselas,
- en esos otros grandes mercados de la sangre -
mientras tu escribías tus poemas imperiales?

Mientras tú escribías tus poemas imperiales
no solo caía la flor de los Guzmanes,
caían
ay naturaleza, los bosques de araucarias y peumos
los bosques de coigües y alerces, los bosques de robles
y mañíos, los bosques  del sagrado canelo

Los bosques por donde habrás cabalgado en las noches de luna
mientras escuchabas las eñes y erres del canto de los guerreros
invocando al dios de la sangre, mientras retumbaba
la honda trutruca entre los helechos y los líquenes.

Me pregunto ¿Qué habrás pensado
al ver los altos cóndores y al huidizo huemul,
qué habrás pensado al oír
la primera calandria de la nueva tierra,
mientras atravesabas
los montes y los grandes ríos,
hasta llegar al ronco sonido del chucao
en el fondo de los bosques de la Araucanía?

¿Qué habrás pensado al escuchar
el deslizarse de los zorros y las vizcachas
el deslizarse de los fieros pumas y el delicado pudú
en la espesura de la Cordillera de Nahuelbuta?

ah, ¿qué habrás pensado
al amanecer del día primero
con veinte y un años sobre este suelo remoto,
donde encontrabas el primer envés de las convicciones
de tu tiempo,
aquí, en los confines del imperio,
donde hallaban al fin la medida de vuestras fuerzas?

 

2.-

 

Si la lengua es un espejo
y el espejo una sombra
... .. .. .. . . . una estela
.. .. . . que arrojó – si acaso –
los fragmentos dispersos, discutibles,
del remolino de un mundo que se figuró
verdadero,
¿nada hay en esta orilla, que al otro lado tu espada,
esta lengua sin duda, un catecismo, ya sabemos,
la cruz
pero nada, nada para mi cuerpo,
en esta orilla
para mi costado
para mi propia e inabarcable hambre verdadera?

¿Escribe acaso mi sombra tu nombre,
Don Alonso, en mapudungun?

¿Escribo yo acaso mi propio
nombre en mapudungun?

¿Escribiste la palabra boldo, la palabra machi,
la palabra copihue, quillay, maitén, pillán, rehue,
litre, huaina, queltehue, millaray?

¿la palabra walwalun,
la palabra aiwin, la palabra millahue, la palabra
wutan?

Son las palabras murmullo de las corrientes,
la palabra imagen en el espejo, la palabra
lugar de oro y la palabra tener un presentimiento

Te digo:
el exilio se abate sobre mí
sobre nosotros, pues no me nombro
en mapudungun y
una parte de mi ya no está
en el espejo castellano.

 

3.-

     Es la tempestad.

     Ah madre, es la tempestad de mis huesos que  lloran. Es La abrumadora tempestad que resuena en lo profundo del bosque pétreo. Ah, qué calamidad. Todo orden ha vuelto a morir. Y el recuerdo cimarrón de una lamentable caída que zumba y zumba y se precipita. Había estiércol, barro. Y una brumosa, legendaria llamarada en el adventicio lugar del corazón.
     (Yo recorrí las calles con una premonición. Las altas montañas se enroscaban entre las nubes, y eran rojas y ardientes en el tardío crepúsculo. Solas hablaban mis pobres manos en la legendaria tarde fatídica).
     Iría a ser el mar. El mar con su poder. El mar se alzaría en la noche. Silencioso, Taciturno, Subrepticio. Titánico. Animal. Deletéreo. Único, Fantasmal. Grave.
El mar se levantaría en esa tarde única. Y llenaría el horizonte todo con su sola presencia.
El mar abisal. Ah, madre, y nada podremos hacer. Nada.  

     Es la tempestad de mis huesos que lloran. Y afuera, la tempestad remecía el bosque, con desgarro caían los viejos robles, se estremecía la tierra, caían los viejos monumentos, la lluvia mojaba astillas, troncos, hojas, ramas, arrastraba con estrépito las viejas arquitecturas, los antiguos órdenes, las antiguas voces, ciertos sonidos, ciertas bellezas, añejos esplendores, largamente acariciados, largamente concebidos. Ah, plenitud de las formas que acaban y caen, rotundas, finales.

 

4.-

     Don Alonso ¿que se ficieron los ilustres de Aragon, los de la Patagonia, y los cahuach y vuesa merced misma, ¿a qué habéis venido a esta  macabra cita, a esta hora incierta llena de penumbra y tempestades?

- Voy a dictarte los nombres de estos muertos. Yo los llevé en mi sangre conmigo. Con mi  muerte, ellos mueren. Los muertos tienen su propia geología. Y el desierto tiene la suya. Yo te la soplaré. Los vivos no pueden olvidar a los muertos, porque si los olvidan ellos mismos se olvidan. El inconmensurable afán de riqueza ha cegado a los vivos. Los vivos que han olvidado la vida. La vida interior. La vida anterior. No te preocupes. Yo volveré a mi lecho de muerte, a descansar en paz. Después de todo, he venido a despedirme.

 

5.-

     Era la tempestad. Y era, ahora, la tempestad de la sangre que corría con estrépito. Vocinglera, rauda, elegíaca, solemne. Yo temía por mi vida.

      Sangre con nardos.
        
     Sangre perfumada.
        
     Sangre que ascendía y ardía en la noche fabulosa, sangre que oraba como si un coro de monjes frenéticos rogara por la salvación humana, sangre que lloraba como los recién nacidos, sangre que permanecía como una estela, estática, pendiente,  una aparición en la noche, toda roja, malva, morena en la nocturna cúpula.

     Sangre que se revolvía amenazante buscando la expresión precisa. La llama justa. El órgano exacto.

      Acosaba la sangre tibia. La sangre perdida, La sangre ardiente, La sangre buscavida. Era la sangre buscando manifestarse. Palpitando exhausta por trascenderse. Era una sangre hambrienta por regar los cuerpos, por avivarlos, y enrojecer las venas, e inflamar los órganos y encender las miradas y acariciar los músculos y tocar la vida.

      Era la tempestad de la sangre. La sangre buscavida. La sangre que venía de un lecho profundo, levantándose como los ríos que se levantan en las tempestades, hinchándose como las mareas, pletóricas, preñadas, como si un animal empujara desde el fondo y se sacudiera de las aguas y sacudiera la tierra y todo lo que sobre ella impidiera su paso.

        
     Era la sangre buscavida.

     Ah, la bella sangre buscavida se levantaba en la noche tempestuosa.

     Y cómo llenaba ella el horizonte

     El magnífico horizonte

 

6.-

Habito una región azarosa de fulgores y locas espesuras,
una comarca feroz de ríos salvajes y acantilados de espanto.
Noches ebrias de amores y de muertos
en mi habitaban como en una tumba que viajara
a través de las remotas edades y los años implacables.
Digo: en mí tú viajabas como un muerto, y era en mí que revivías
como un bello joven desnudo meditando en la magnolia.
Ah, pasiones, sueños y cadáveres.
Y era este  solo cofre en llamas
 el que a mi retornaba entre los vapores y el granito.
Y era esta sola y alucinada esperanza la que me habitaba en el combate
de esperarte como una demente alucinando en una jaula
azul y azul de calas y  piedras violetas y salobres, ay,
quién vendrá quien   es el que llama aún
como un muerto aún desde la otra orilla

 

7.-

¿Qué se levantará ahora, mientras yo escribo,
Don Alonso, este poema?

Ahora, cuando trotan los zorros entre la niebla
y se escucha el rumor de las aguas
que cae por entre los riscos
y se escucha el sonido primitivo de los queltehues
que atraviesan el aire,
un hondo murmullo como una congoja
cruza los bosques milenarios.

 

 

 

(Santiago, escrito entre Agosto de 2009 y Enero de 2010)

 

 

 

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