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        PRESENTACIÓN
          
            El libro del componedor 
            (Marina Arrate, Libros de la  Elipse, 2008)
              
          
            
              Por Fernanda Moraga
                                      Doctora © en Literatura
                              
                                      
                                      
        
         
        El Libro del componedor que nos entrega Marina Arrate, nos introduce, ya desde la portada,  tanto a un enfoque como a una fuga visual que se adentra hacia caminos rizomáticos  que alimentan lo “prohibido”. Es un espacio que se 
emplaza en los tejidos  (des)bordados que van trenzando la orilla de una palabra secreta, la que  resuena detrás del silencio, un silencio que está colmado de “majestuosos sonidos” (1). Un enfoque que  se distiende tragándose la mirada hasta convertirla en la lectura de un lenguaje  sensualmente plástico, a través de una voluptuosa dimensión vinculante de  colores, tactos, olores y cuerpos de una animala naturaleza. Luego de este  inaugural enfoque que nos entrega la poeta,   la mirada se hace translúcida para recibir una disposición textual que  va componiéndose de escenas que se  entrelazan de manera tal, que siempre dan origen a nuevos descentramientos. En  este sentido, surge a la vista del ojo que lee y del ojo leído (el de la sujeto  de los poemas), una escritura curva, tanto en la construcción temporal y  espacial del relato poético, como en la sinuosidad de las subjetividades del  texto. Así, surgen de inmediato las interrogantes de una yo poética, las que  dan origen no sólo al movimiento de un ciclo dentro de otro (el atardecer, el  amanecer, la primavera, el otoño, el día y la noche), sino que también dan  cuenta de una subjetividad derramada en experiencia dentro de aquel cíclico  emplazamiento escritural : “¿Quién tañe  agudos sonidos al interior de mi corazón, como si fuera llamada la aguja  penetrante, en este soliloquio endemoniado de la alta altura, zorros de la  estepa, y yo, hambre y majestuosos sonidos?” (1).  
        Este escenario se abre hacia una  lectura de bordes, es decir, se sigue el surco que va trazando el bosquejo de cierta  naturaleza intencionada que lleva hacia los pliegues, repliegues y despliegues de  formas y contornos desde donde se asoma y se extravía el secreto que guía la lectura. Un secreto más bien profundo que  oculto, puesto que es el ojo de la sujeto poética el que observa  insaciablemente, escena entre escena para decir   y significar, desde dentro de ellas, los secretos de una intensa fuga de  la estructura lineal de la cultura. Por eso, para Marina Arrate es el ojo  inquieto el espacio circular fundamental que se desdobla de diferentes maneras  para ver, tocar y oler lo confidencial. La autora nos dibuja entonces en su  escritura, el ojo-fuga necesario por donde se quiebra la cadena recta del  tiempo porque sucede “Todo arcaico en un segundo” (3). El fundamento temporal se rompe y  el secreto escapa para travestirse ya que “cada  apariencia se deshizo”. La apariencia de lo desconocido, de la simulación  de lo no visible estalla y la sujeto de los textos bebe del secreto. Así, se da  inicio al ritual, donde lo íntimo es el brebaje amorosamente obsceno que va  señalando la huella en espiral de una yo poética subjetivada siempre en exploración sensorial, que se construye  en diferentes y diversas direcciones que no se deslizan paralelas, sino que se  continúan unas en otras dando origen  a  la ondulación del tejido poético del libro. Uno de estos trazados, es la  memoria  que se distiende como espacio  corporal necesario para develar el secreto “Recuerda,  cuerpo, recuerda”, dice la sujeto (7)
        Otra simbolización que se hilvana en  el texto, es la borradura de las antonimias, por medio de las transformaciones  vinculantes entre los diferentes cuerpos. Por lo mismo, la extensión del  secreto incesantemente está bordándose en los cruces, en las mixturas que calan  el continúo, obligándolo a diluirse: “…nos  transformamos alternativamente en el gran venado y su gacela, y en la gran  gacela con su venado. Más tarde, las flores aún expelían su secreta fragancia” (10). De este modo, el secreto es el tejido de los bordes que lleva a otros  bordes, es la espiral misteriosa y sinuosa que nos hace entrar sinestésicamente  a los resabios de lo que, en apariencia, se oculta, pero que insistentemente se  hace visible: “Detrás de la oreja es el  secreto. En la comisura de los labios. Al borde” (11). La escritura de  Marina Arrate, nos explicita que el secreto está en el borde, pero el borde no  comienza en un lugar exacto, siempre es sugerencia de encuentro y  descubrimiento de una visibilidad escurridiza que no se deja afectar por la  captura. Siempre al borde ¿al borde de qué?, pregunta inútil, porque se nos  invita a seguir la orilla que traza y destraza permanentemente un sendero siempre  en movimientos excéntricos, concéntricos y descentrados. De aquí que se  reafirma (a través de la voz de la poeta que surge en el texto), el espacio de la  ambigüedad como lugar posible: “¿A quién  ama el ciervo en la llanura? ¿A la leona desatada que desgarrará su yugular y comerá  de su carne o a la cierva que lo mira con ojos de terciopelo? / Pero por  primera vez, intervino la poeta y dijo: A ambas, componedor de formas, a ambas” (13)
        Asimismo, la figura del componedor  también habita dentro del cuerpo-territorio de la sujeto, debido a que poco a  poco la protagonista de los poemas se va distendiendo  ante la lectura como un espacio contenedor.  Cuerpo que contiene, pero al mismo tiempo es trenzado por sus propios  contenidos de esquinas disueltas: “He  quedado observando mi vestido. Con sorpresa veo como si la flora se moviera al  interior del género. / Son juncos y se mecen en el viento. Por entre ellos  aparece el componedor silbando con alegría. Me señala, sabiendo claramente que  lo observo….” (19)
   
          La representación del Componedor de  formas, es sustancial en la composición de los cuadros que exponen el secreto,  porque surge como la clave precisa desde donde se desata la contextura del  secreto y de las escenas corporales que lo contienen. El componedor atraviesa  todo el texto, siguiendo los mismos movimientos ondulantes y de travestismos de  toda la escritura. El componedor borda la huella del margen y al mismo tiempo  es el borde. Se enfatiza así, la pluralización   del cuerpo que hace y rehace para que brote la exuberancia de lo que  siempre ha estado ahí, pero que no se ve, no se toca ni se huele. 
        Pero además,  esta escritura de Marina Arrate desata otros  pliegues que van señalando silenciosamente   la señal de una tragedia que se va esbozando intermitentemente por entre  las diferentes y entrelazadas escenas del cuerpo textual. En este lugar, la  enunciación de los poemas hurga dentro de un intersticio por donde el ojo  “retorna y se distancia” para visualizar la fragmentación de la memoria y de la  experiencia. Es decir, la mirada se desplaza hacia el empalme de los cuerpos  cercados (“Era un cuarto miserable” ),  espacio por donde se filtra inevitablemente la muerte, la que se instala en el  lugar del secreto con un doblez en su significación. Por un lado, se  transfigura en el brebaje venenoso y por otro lado, se emana a través de la  comisura de los labios: “En otra escena,  la amada bebe un líquido venenoso. Con el rostro lívido, veo correr un hilillo  de sangre por su boca.” (21). 
        De  esta manera, el poemario se abre como un tejido fascinante de símbolos y  materias que se recorren como un mosaico de múltiples haces, a partir de  elementos que se expanden en espiral hasta el final del texto  El movimiento dentro de los poemas se trasluce  en vibración de un lenguaje elusivo que jamás se detiene en sí mismo y que  fluye en perpetua transmutación situando subjetividades que responden de la  misma manera. Es decir, corresponden a marcas rizomáticas de un territorio  corporal y de símbolos que se concatenan y enriquecen mutuamente para desatar  aleaciones que exigen una lectura siempre hacia dentro de cada escena y también,  siempre dirigida por el ojo observador de la sujeto poética. De este modo, se  ingresa a imágenes y pulsiones de un lenguaje que no  da tregua, pero que al mismo tiempo, sumerge  en las corrientes profundas de la sensualidad que se desata en el lugar de una  fuga de lo prohibido: el secreto. Todo el libro es la composición de las formas  de la huella secreta que se observa, que se transfigura, que se traviste y que  se deshace: “¿cómo mantiene su forma  aquello que transita?” (7).
        En  este sentido, el cuerpo implícitamente femenino y masculino de la enunciación,  el Componedor de formas, el borde como cuerpo y como piel y la composición como  sustento necesario de la fuga,   corresponden a espacios engendradores y matrices de este poemario. Además,  entre estas corpografías del margen, se desarrolla el territorio de centros  evasivos, de bordes en que se da la transfiguración ordenadora de una fuga de la  prohibición en el espacio ancestral y actual. El poemario de Marina Arrate  traza una legítima señal de lo tachado,  realizando una rúbrica propia, donde el deseo y  la creación  (no la recreación) de lo invisibilizado, se  manifiesta en múltiples direcciones. Pluralidad significada a través de una permanente  polinización erótica de cuerpos de una naturaleza que se sabe secreta,  prohibida y legítima. Las escenas del texto, se develan como un singular viaje  sensorial-corporal hacia ranuras conmocionadas de lo abyecto de la cultura,  tanto en el lugar del cuerpo, del tiempo y de la memoria, como en el lugar de la  voluntad de la sujeto que hilvana en los poemas. 
        En  este texto no hay centro en su sentido clásico, sino ramificaciones, rodeos,  lindes, márgenes, desprendimientos, dudas, realidades ocultas y reales. Lugares  que para los cuerpos escriturales de la poeta, siempre están tejiendo  bordes dialógicos  que se contienen unos a otros, a modo de  complicidad y de conciencia de legitimidad. Desde esta perspectiva, se desata, especialmente  por un lado, la subversión a verdades inmutables y por otro lado, una postura sensualmente  lúdica para decir sin decir completamente y de esta manera provocar la  celebración de ciertos bordes de la experiencia. 
        Si  se sigue la secuencia de presentaciones, el texto despliega una representación  espiral de continuidades relativas al espacio no del margen, sino de un margen que fundamentalmente se borda como territorio en deseo, un  ‘lugar del placer’ que se configura también como territorio de interrogaciones  y distancias. En este lugar del placer, se produce el contacto de la  experiencia erótica por entre una naturaleza-animala-humana,  la que no se teje como panacea del imaginario, sino que se compone de  problematizaciones que se generan tanto en los espacios de escenificación, como  en la misma sujeto poética. A partir de aquí, se desnuda (en el sentido plural  de que se ‘descubre’ y se ‘desanuda’) en la escritura de Marina Arrate, un  intenso propósito de hacer surgir el lugar de la muerte. Zona siempre  simbolizada como posibilidad “real” y como construcción de la memoria,  visualizando el encierro como cinturón de la miseria de la experiencia, la que  es también experiencia de la sujeto del texto.
        Sin duda, el texto de Marina Arrate  se teje y desteje a manera de composición de formas visuales de la  subjetividad, dentro de una escritura poética que realiza el espejeo de una  experiencia problematizada. Es un escenario múltiple, que se va armando a  través de la reconstrucción de imaginarios de la fuga y que confluyen y se  desbordan en la última imagen de sus poemas: “A lo lejos, explosiones se desatan como turbas. En el cielo luchan las  colas de cometas. Se ramifican por la bóveda como eléctricos tejidos de  arañas   /    Cuando ella se levanta ya es  su doble / ardiendo en el reflejo del  estanque.”  
        
          
        
        
        Leído en la presentación del libro  el día 15 de Mayo de 2009, en la sala de El Observatorio de Chile.