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NOVIEMBRE: UNA NOVELA ESTREMECEDORA
Marco Antonio Campos
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Noviembre, del notable poeta y narrador salvadoreño Jorge Galán, es una novela que habría entusiasmado a Rodolfo Walsh y que admiraría Elena Poniatowska. ¿Por qué el título? Seguramente porque en el mes de noviembre de 1989 ocurren dos hechos políticamente explosivos en su país. El 11 de noviembre da inicio la llamada ofensiva final de la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional contra el régimen de Alfredo Cristiani, y luego, el asesinato en la madrugada del 16 de ese mes de seis padres jesuitas y de una empleada y su hija, en la residencia de la Universidad Centroamericana (UCA), a manos del grupo de élite militar, el Batallón Atlacatl, por orden del coronel Guillermo Alfredo Benavides, quien la recibió del Estado Mayor de las fuerzas armadas. El principal objetivo era el rector Ignacio Ellacuría, pero en hechos como estos no se busca que la víctima sólo sea una: iban por él y por cualquiera que estuviera cerca para dar criminalmente una lección letal. Los otros jesuitas respondían a los nombres de Ignacio Martín-Baró, quien era el vicerrector, Segundo Montes, Amando López, Joaquín López y López y Juan Romero; la cocinera se llamaba Elba Ramos y su hija Celina Ramos. El asesino de los tres primeros fue el soldado Óscar Amaya Grimaldi. Al enterarse que la matanza había sido perpetrada, los coroneles miembros del Estado Mayor, estallaron de júbilo. Cuando en el curso de la mañana del 16 el arzobispo Rivera y Damas vio los cuerpos de los jesuitas asesinados, dijo una frase que resumía el hecho: "Qué barbaridad, cuánto odio".
Desde el primer momento los jesuitas lo sabían y lo dijeron: “Fueron los militares”. Contaban con una prueba y una deducción o indicios irrefutables: ese mismo día ya tenían la versión de una testigo (Lucía Cerna), y logísticamente era imposible que fuera la guerrilla, porque por todas partes la Universidad Centroamericana y la residencia de los jesuitas estaban rodeadas por militares: a 600 metros, las instalaciones del Estado Mayor; a 400 metros, la Inteligencia; a 200 metros, la colonia Arce, barrio militar; el alto mando del ejército sistemáticamente buscó por todos los medios culpar a la guerrilla del FMLN, a quienes denominaban DT, delincuentes terroristas. “Pero nadie les creía”, repitió muchas veces el provincial José María Tojeira.
Por las múltiples voces que dieron su testimonio y por los nombres propios de los personajes, cabría categorizar Noviembre como novela-reportaje o crónica novelada. Quien habla más en la novela, quien aporta más información, y busca puntualizar hasta el mínimo detalle de los hechos, es el sacerdote jesuita José María Tojeira, sobreviviente de la matanza, y a partir de aquel 16 de noviembre provincial de la congregación; son muy interesantes asimismo las entrevistas con el jesuita Jon Sobrino y con el ex presidente Alfredo Cristiani. Desde luego, quien haya escrito una novela de este género, sabe que el autor, para elaborar lo que le ha sido contado de viva voz, recorta, añade, edita y pone en lenguaje literario entrevistas y diálogos que ha llevado a cabo, es decir, sin traicionar las voces, utiliza estrictamente lo que sirve para la narración; Jorge Galán lo ha hecho notablemente bien. Para la escritura del libro el autor contó con la suerte de que ya estuvieran desclasificados documentos estadounidenses, que nos permite ver la colaboración y la complicidad de la embajada, la CIA y el FBI estadounidenses.
Lo difícil en esta suerte de libros es que los personajes dejen su condición de estatuas; Galán logra darles dimensión humana, en particular al rector Ellacuría. En eso es muy importante que haya escrito antecedentes, como por ejemplo, recordar que Ellacuría, hacia el 1950, toma la decisión de venir a un país pequeñísimo y ferozmente desigual de Centroamérica, el cual desde entonces le será indivisible e íntimo, como lo será para los jesuitas españoles que llegarán en el decenio de los cincuenta y en años posteriores.
Arquitecturada con habilidad, Galán hace un juego de tiempos, y mantiene al lector en continua expectativa y en ocasiones en vilo. Incluso, cuando vuelve a las mismas escenas -como sería, por caso, la obsesiva madrugada del asesinato de los jesuitas-, es para a complementar o completar con nuevos datos reveladores.
En ese tiempo –desde décadas atrás- para la ultraderecha salvadoreña, como para todas las ultraderechas latinoamericanas, incluyendo en primer plano a las altas jerarquías castrenses, veían un “comunista” en cualquiera que pidiera reivindicaciones de tierras, de salarios, de condiciones humanas de trabajo, de libertad y justicia... El caso por excelencia ocurrió en 1932, el cual se menciona como el inicio de la descomposición política y social y la larga sombra por más de cinco sexenios de los gobiernos militares en El Salvador, cuando el general Maximiliano Hernández Martínez, ordenó aplastar la revuelta y fueron asesinados cerca de 25,000 campesinos indígenas en el occidente del país, el cual se volvió una gigantesca fosa. Resultaría una ironía, si no fuera trágico, que los campesinos, que quizá no entendían una sola frase de Marx o de Lenin, o que en una amplia mayoría eran analfabetas, fueran acusados de comunistas, y más increíblemente, de bolcheviques.
Uno de los blancos dilectos de los militares y los terratenientes salvadoreños en esas décadas era la iglesia progresista y los militares tomaron como deporte de caza mayor el asesinato de sacerdotes que eran de izquierda o los que ellos creían o pretendían que lo eran. Varias fechas son claves, pero en especial dos: una, el asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero el 24 de marzo de 1980 de un disparo al corazón mientras oficiaba misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia, y la otra, el asesinato de los jesuitas el 16 de noviembre de 1989. El primer homicidio, hace que se propague como fuego la guerra civil en El Salvador; la matanza de jesuitas, como declaró a Galán el ex presidente Alfredo Cristiani, es el principio del fin del prestigio de los militares salvadoreños y permitió la aceleración de los Acuerdos de Paz de 1992 (si lo que ha habido en El Salvador es paz). En el primer caso, el autor intelectual fue el mayor Roberto D’Aubuisson, un activo psicópata, fundador asimismo del partido ARENA en 1981; en el segundo, los altos mandos del Estado Mayor, el grupo de coroneles que formaban el grupo de La Tandona, y que encabezaba René Emilio Ponce, como jefe del conjunto de la Fuerza Armada, muerto en 2011. Los otros eran Orlando Montano, viceministro de Seguridad Pública; Juan Orlando Zepeda, viceministro de Defensa; Óscar León Linares, comandante del batallón Atlacatl, y Francisco Elena Fuentes, comandante de la Primera Brigada de Infantería. A estos habría que añadirse al general Juan Rafael Bustillos, comandante de la Fuerza Aérea. Todos demostraron en la práctica ser educados discípulos de las lecciones atroces del general Maximiliano Hernández Martínez. Pese a que varias investigaciones, aun las españolas, los señalan como los autores intelectuales, ninguno ha pisado la cárcel. No sólo el grupo de coroneles de La Tandona. “Había de todo”, resaltó el ex presidente Cristiani a Galán sobre los implicados en el crimen.
Pero ¿cuál era el verdadero papel de los jesuitas? ¿Qué los hacía supuestamente tan peligrosos al grado de tildárseles, con fantasía o ignorancia o ambas, como izquierdosos, comunistas y guerrilleros? Primero, su desprendido trabajo con los pobres, y luego -era el gran anhelo de Ellacuría-, buscar ser mediadores para la paz entre gobierno y guerrilla.
¿Cuál era la posición de Estados Unidos? Pese a que en privado decía otra cosa, el embajador William Walker, en declaraciones a la prensa, apoyó la posición del Gobierno, la cual era “que había sido la guerrilla la culpable de los asesinatos, que las fuerzas armadas del FMLN habían entrado en la universidad y que después de un enfrentamiento con el ejército habían asesinado a los padres antes de huir”. Sería irresponsable –se dijo- acusar a los militares por el hecho. Bastaban ver los disparos con AK-47, arma habitual de los guerrilleros, y las pintas que se hicieron en las paredes luego del asesinato reivindicando el acto. Gobierno, altos mandos militares y embajada de los Estados Unidos apoyaron esta versión. Sin embargo, en uno de los primeros documentos, ahora desclasificados, que el embajador Walker envió al Departamento de Estado, culpaba a D’Aubuisson y a los líderes de su partido ARENA, incluyendo a Cristiani, y habló de una “acción bárbara y criminalmente estúpida”.
Pero ¿el ex presidente Alfredo Cristiani tuvo algo que ver con el asesinato de los jesuitas o al menos estaba enterado? Por una serie de datos que aporta Galán, al parecer no: Cristiani recibe inmediatamente a Tojeira y al arzobispo Rivera y Damas después de la matanza; asiste con su esposa a la misa fúnebre; declara a principios de enero que los militares fueron los culpables; toma la iniciativa desde entonces para activar los acuerdos de pacificación, e incluso a Galán le aporta información en que genéricamente inculpa a más altos mandos militares. Sin embargo, a muchos enterados del tema les parece imposible que no haya aprobado o al menos estuviera advertido del crimen.
De los autores materiales, los únicos encarcelados fueron el coronel Guillermo Alfredo Benavides y el teniente Yusshi Mendoza, quienes en el juicio cumplieron de manera radical con el pacto de silencio. Fueron liberados al año siguiente de los Acuerdos de Paz por la ley de amnistía. Como en este caso, como en miles de casos históricos latinoamericanos (por tenacidad infame México ocupa uno de los altos lugares del desprestigio), la impunidad judicial es la norma. Noviembre de Jorge Galán vuelve a abrir la llaga para que no se olvide este capítulo de la historia latinoamericana de la ignominia. Como escribió Graham Greene en su libro sobre Omar Torrijos (El General): en Europa la política es cuestión de partidos, en América Latina es cuestión de vida o muerte. Noviembre lo muestra y lo demuestra.
Cuando se publicó la novela, fue tal el hostigamiento y tales las amenazas de muerte contra el autor (seguramente ordenadas por familiares o seguidores de los militares implicados), que Galán tuvo que exiliarse en España, tierra de cinco de los jesuitas ultimados, donde llegó sin empleo y sin poder ayudar a la familia que debió dejar.
Los militares asesinos, entre tanto, siguieron caminando tranquilamente por las calles del El Salvador. Para ellos matar a gente inerme no es algo que les cause ningún cargo de conciencia. No hay forma de gobierno en América Latina que no haya sido insatisfactoria, pero la de las dictaduras militares, gobernando por ley o de facto, ha sido la peor de todas. Dictadura militar y alta criminalidad son consustanciales.