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En el nombre del hijo

Por Marco Antonio Campos

 


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El temblor se hacía más intenso. Vio el reloj: 0:42 de la mañana. Lo único que se le ocurrió fue dejar el poema que escribía, tomar el nuevo libro y colocarse bajo el dintel. El edificio donde habitaba en el barrio de La Condesa no dejaba de crujir.

Perseguido por la Triple AAA, en aquel 1975, acordó con la dirigencia irse a Roma como vocero de la guerrilla. Desde el principio, pese a la belleza de la ciudad, del idioma y las mujeres, pese a los apoyos recibidos, pese a las amistades creadas, todo le sabía mal. En Roma se enteró del golpe de Estado por la Junta Militar argentina el 24 de marzo de 1976. Empezó el periodo que se llamó Proceso de Reorganización Nacional.

Ese año entró de clandestino en Argentina. Un día del helado agosto del invierno austral, vio en un kiosco la revista Gente que en portada traía una fotografía suya a toda página tildándolo de subversivo. Para su fortuna, se dijo, era del tiempo cuando tenía treinta y tantos años y estaba gordo. En ese 1976, salvo el mejor fisonomista, nadie podría reconocerlo: estaba delgado, traía el pelo largo y usaba bigote. Subió a un taxi en Avenida Las Heras. Se sentó atrás. Vio en el asiento delantero la revista Gente con su fotografía. Volvió la vista hacia la calle.

El temblor se hacía más intenso, de pronto bajó de intensidad, cesó. Después supo que en el terremoto del 19 de septiembre de 1985 (él no vivía aún en México), muchos que se colocaron bajo el dintel murieron; lo único que servía para salvarse en un terremoto de semejante magnitud es salir a la calle y colocarse lo más lejos posible de construcciones y cables. “En ese caso, con mis años encima, con los años que tengo, puedo morirme igual, porque no alcanzo a llegar”, comentó Juan ese 13 de abril durante la comida en el restaurante Quilmes de la colonia Condesa.

Bajó en el microcentro. Andando por Maipú se encontró con un conocido. “¿Qué hacés aquí, Juan? Te andan buscando los militares”, comentó lleno de asombro. Conversaron.
--Tu hijo se casa este mes. ¿Vas a la boda?
-- No, y por favor no le digás que estoy aquí. Sería comprometerlo.

Poco días después de ese encuentro, luego de permanecer dos meses de clandestino en la Argentina, regresó a Europa. El 24 de agosto aprehendieron a su hijo y a su nuera, los llevaron a la instalación Automotores Orletti en calle Venancio Flores, un antiguo taller mecánico al lado de las vías del tren, que habían convertido en uno de los 340 centros de detención en el país, y donde paraban las víctimas de la Operación Cóndor, la trasnacional del terror de las dictaduras sudamericanas, y en el que elementos de la Armada seguían con los aprehendidos la sórdida y atroz secuela de torturas, robo, asesinato, desaparición. A la nuera la trasladaron a una cárcel de Montevideo (tenía siete meses de embarazada), luego al hospital para que tuviera la hija y la ultimó un capitán llamado Ricardo Medina y entregaron la niña a un jefe de policía de sector en Montevideo. Juan sólo reconstruiría el lento rompecabezas de los acontecimientos luego de largos años.

El sismo de la madrugada fue de 6.3 grados, dijo Juan. Duró 40 segundos tan largos como dicen que eterno es Dios. Hubo dos réplicas. Era cómico ver en los noticieros a los turistas en Paseo de la Reforma en pijama o paños menores. Parecía una película muda. Sólo les faltaba rascarse la cabeza a lo Chaplin como preguntándose: ¿qué pasó?

Cuando Juan volvió de clandestino a la Argentina en 1978, todo, empezando por la dirigencia de la guerrilla, se había descompuesto o podrido. En una decisión demencial la dirigencia hizo volver a los compañeros del extranjero y emprendieron una contraofensiva suicida en la que cientos murieron inútilmente. Uno de los argumentos principales de los dirigentes es que se emprendieran las acciones para salir en los diarios y demostrar que no estaban divididos o cruzados de brazos. “Una estupidez criminal”, dijo Juan. Muchos con él rompieron con la guerrilla y la dirigencia lo condenó a muerte. Juan rió con acritud. “Valiente paradoja. Ahora estoy sentenciado a muerte por la guerrilla y la Junta Militar. Como en el ’64, cuando renuncié al Partido Comunista, y me expulsaron porque renuncié”.

Cuando pudo volver a escribir poesía en 1979 redactó una carta abierta al hijo. Ya intuía –lo intuyó desde el principio- que estaba muerto. Sólo lo confirmaría plenamente nueve años más tarde, luego de un regreso breve a la Argentina, cuando un grupo de Antropología Forense, por datos recabados, encontró lo que quedaba del cuerpo al sacarlo de un tambo enterrado con 200 kilos de cemento y arena, cerca del río San Fernando en el Gran Buenos Aires. Le dieron un tiro en la nuca.

El 19 de enero de 1989 llegó a México, traído por su nueva pareja, Mara, con quien se casaría después. Desde entonces tuvo la idea fija que se quedaría aquí y aun moriría aquí. Hasta los últimos poemas que escribió, el hijo quedó en él con sus veinte años rotos, siguió habitando en la música tristísima de sus versos. A Juan no lo dejó nunca de oprimir la paradoja terrible y desoladora de que los padres entierren a los hijos. O los encuentren muertos.

Cuando cesó el temblor, Juan se dirigió otra vez al escritorio, desechó el poema que había quedado trunco y empezó a escribir otro: “La amargura que pisé y me pisó es un raro animal”. Cuando vio el reloj eran las cinco de la mañana.





 

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Juan Gelman: En el nombre del hijo.
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