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Dos grandes almas latinoamericanas
Por Marco Antonio Campos
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En la conmovedora carta titulada “La familia Revueltas”, que envía en 1969 al entonces presidente mexicano Gustavo Díaz Ordaz pidiendo la liberación de José Revueltas, preso desde noviembre de 1968 por su participación en el movimiento estudiantil de 1968, Pablo Neruda recuerda también a Silvestre, el hermano mayor, y cuenta cómo conoció a éste en 1940, y lo califica como “el más grande, más original y poderoso compositor de México”.
Todo hace parecer que Silvestre no conoció a Neruda en su viaje a España en 1937. Más: en todo lo que aquél escribió, que se halla reunido en el libro Silvestre Revueltas por sí mismo, no mencionó en ninguna línea al Poeta. Al preguntarle con insistencia a la viuda, Ángela Acevedo, sobre un encuentro entre ambos, reiteradamente me respondió: “Mi marido nunca me dijo si conoció a Neruda”.
Poco antes de que Silvestre llegara a Madrid en julio de 1937, había terminado el Segundo Congreso de Intelectuales Antifascistas en Defensa de la Cultura. Silvestre era presidente en México de la lear (Liga de Escritores y Autores Revolucionarios). En el grupo de mexicanos en España había dos clases de invitados: los oficiales (José Mancisidor, Carlos Pellicer y el joven Octavio Paz, a quien acompañaba Elena Garro, su primera esposa), y los solidarios, o como los llamó Elena Garro en sus amenísimas Memorias de España 1937, los “espontáneos” (Silvestre Revueltas, Juan de la Cabada, Fernando y Susana Gamboa, José Chávez Morado y María Luisa Vera). La actividad del grupo es constante y el músico Revueltas y su música se imponen en Barcelona, Valencia y Madrid. Del paso de Silvestre por la capital española, Rafael Alberti escribió en el periódico La Voz, en septiembre de 1937, un bello artículo donde finaliza homenajeando a “este Silvestre mexicano, hombre, artista, que en medio de nuestra tremenda lucha, nos deja una profunda estela de optimismo, de paciencia, de genio”. El no haber recibido invitación oficial, el haber ido con magros recursos, al parecer proporcionados por el ministerio de educación pública, traerá a Revueltas, en el decurso de los meses, dolorosas inconveniencias. Hacia el final, en diciembre, por una idea noble de Octavio Paz, los boletos de segunda clase de él y de Elena Garro se convertirán en tres de tercera. Las imágenes de Revueltas, sin dinero y sin ropa apropiada en medio del largo y frío otoño parisiense, son sobrecogedoras.
En la carta del 13 de julio de 1937, que Silvestre envía a su mujer desde París, cuenta la experiencia de una visita a una exposición de obras pictóricas francesas. Quería ante todo ver los Van Gogh. La impresión que le dejan los cuadros es profunda y le abren algo como una llaga. El joven holandés le parece “un hombre de trágica vida y fuerte obra”. Mejor definición no puede aplicársele al mismo Silvestre. La lectura de la correspondencia-diario de viaje con Ángela Acevedo, su última mujer, conocida como “Viaje a España”, ilustra que Silvestre no fue únicamente un músico que creó ritmos, colores y estructuras únicos, sino un escritor dotado que por desgracia no quiso o no se interesó en desarrollar sus dones. O peor: no se dio cuenta de ellos. Abundan en las cartas observaciones agudas sobre lo visto y lo oído en las ciudades por las que pasó o las que visitó (Nueva York, París, Barcelona, Valencia, Madrid). Se hallan en ellas reflexiones, mini-relatos, anécdotas, anotaciones de caracteres, descripciones urbanas y paisajísticas y -cuántas veces- desesperaciones personales. Pero ante todo la correspondencia-diario es un texto inolvidablemente humano.
Si nos atenemos a lo narrado por Neruda en esa carta de 1969, Silvestre llegó un día a su casa en la Ciudad de México. Sería, creemos, fines de agosto o septiembre de 1940. Neruda había llegado a nuestro país el 16 de agosto. Silvestre padecía el drama que marcó a los hijos varones de esa familia impar: el alcoholismo. El alcohol fue para ellos necesidad, fuga y condena. Un paraíso exiguo que era más una lenta crucifixión. Una familia como no ha habido otra igual entre nosotros. Una familia, como bien decía Neruda, con “ángel”.
Al llegar Neruda a su casa encontró a Silvestre. Había bebido (recuerda Neruda con indudable exageración) “varias botellas de mi precioso vino chileno”. Siguieron bebiendo y conversando. Tres días seguidos, al volver Neruda a su casa, encontró a Silvestre y tres días siguieron bebiendo y conversando. Después Silvestre desapareció. Debía continuar con los ensayos de su obra El renacuajo paseador, basada en un poema de Federico García Lorca. El 5 de octubre se estrenó la obra. Silvestre no pudo llegar: ese día, en la madrugada, había muerto de una pulmonía. Su hermana Rosaura, en su libro, Los Revueltas, ha descrito la agonía y muerte del hermano mayor, en condiciones de abandono y miseria. Apenas se puede respirar ante tanto desamparo. Neruda, quien ignoraba el deceso, asistió al estreno de la obra. José llegó al teatro y le dio la noticia.
Silvestre tenía al morir 40 años. Había dejado algunas de las obras más intensas y originales de la música contemporánea. “Era el gigante genial de la música mexicana”, evocaría Neruda; “pero sobre todo no es exagerado decir que puso su vida en juego en cada nota”, destacó Peter Garland; Silvestre “aceptaba su genio como una fatalidad esperanzada y sombría, donde estaba llamado a consumirse, a quemarse, a naufragar”, apuntó su gran hermano José en una bellísima semblanza.
Esa misma noche del 5 de octubre de 1940 Neruda escribió una pieza lírica, “A Silvestre Revueltas, de México, en su muerte (Oratorio Menor)”, en la cual, según palabras del mismo Neruda en la carta de 1969, quiso darle “la verdadera dimensión continental que le correspondía”. La fotografía de Neruda leyendo el emotivo poema en el Panteón Francés puede verse al final del libro Silvestre Revueltas por él mismo. Cuando un hombre como Silvestre muere, dice Neruda:
Todos los árboles de América ya lo saben
y también las flores heladas de nuestra región ártica.
Las gotas del agua lo transmiten,
los ríos indomables de la Araucanía ya saben la noticia.
De ventisquero a lago, de lago a planta,
de planta a fuego, de fuego a humo:
todo lo que arde, canta, florece, baila y revive,
todo lo permanente, alto y profundo de nuestra
América lo acogen.
Era el adiós terminal a uno de los hombres ―recordamos aquí un aforismo de Nietzsche― cuya gran alma estuvo a la altura de su gran tragedia.
Al hablar sobre la recuperación épica que logró Neruda luego de Residencia en la tierra, señalada sobre todo por la escritura de Canto general, Luis Cardoza y Aragón se preguntó en una página de El río: “¿El muralismo (mexicano) y Silvestre Revueltas con su música, removieron en él viejas lealtades?”
Es un estudio en busca de autor.