En mayo de 1971, hace cincuenta años, Roberto Rossellini, el más visible de los fundadores del neorrealismo italiano, uno de los padres fundadores del cine moderno, realizó una entrevista filmada a Salvador Allende, uno de los ejemplares políticos latinoamericanos del siglo XX. La tituló “La fuerza y la razón” y la patrocinó la San Diego Cinematografica. Es un documento extraordinario, que Rossellini llevó a cabo, dicho por él, con “inmensa simpatía”, y que Allende comprendió también que era un honor ser entrevistado por el italiano.
Muchas veces lo he repetido. Mis dos grandes modelos de los años jóvenes, uno en política y otro en poesía, fueron chilenos: Salvador Allende y Pablo Neruda. El primero encarnaba la figura por excelencia de lo que él llamaba la vía legal al socialismo. Contra todo, el experimento allendista terminaría en una desventura ilímite y su muerte en un aura de tragedia griega el 11 de septiembre de 1973, el día y el mes más infames de la historia de Chile. Además de su tenacidad inteligente, lo que más admiraba de Allende eran, al hablar, la sencillez, la fluidez, la precisión de los conceptos y la calculada frase emotiva, lejos de la estridencia y la gestualidad del demagogo. Quedarán en el tiempo como piezas oratorias imperecederas, una, su Discurso de Guadalajara, del 2 de diciembre de 1972, en el que habló inolvidablemente a los jóvenes estudiantes de la universidad acerca de las desigualdades en nuestro subcontinente latinoamericano, y la otra, su Discurso en la ONU, dos días después, en el que explicó digna pero dolorosamente la desestabilización aviesa y agresiva llevada a cabo contra su gobierno por el gobierno de Nixon y Kissinger, las trasnacionales (ante todo la ITT y la Kennecott Copper), en connivencia con la furibunda derecha nacional, y el bloqueo imperialista, que realizaba Estados Unidos, desde distintos frentes, y el cual tenía ahogada la frágil economía chilena. Uno se queda estupefacto al saber las ganancias anuales que tenían las compañías estadounidenses del cobre y la internacional telefónica al oír o leer las cifras, sobre todo de 1967 a 1969, los últimos años del gobierno democristiano de Frei.
Allende había sido ministro de Salud en 1939 en el gobierno de Pedro Aguirre Cerda, y luego diputado y senador de 1937 a 1979 y Presidente del Senado de 1967 a 1970. Después de tres derrotas: en 1950, ante Carlos Ibáñez del Campo; en 1958, ante Jorge Alessandri, y en 1964, ante Eduardo Frei, el 4 de septiembre de 1970, a la cabeza de una coalición de fuerzas de izquierdas (socialistas, comunistas, radicales y social demócratas), nominada Unidad Popular, Allende al fin gana. En 1958 parecía haber triunfado sobre al representante de la derecha Jorge Alessandri y llegaron a salir a la calle decenas de miles de gentes a la calle ante lo que se veía como un fraude electoral, pero Allende entendió que debían respetarse las leyes, aun si fueran creadas en el marco de la democracia burguesa.
Algunas veces, cuando responde Allende a Rossellini, parece estar hablando más del sueño en el sueño de crear una sociedad nueva, como la hemos soñado tantas veces: vivir en un mundo más libre, infinitamente menos desigual, menos despiadadamente cruel. No era la década de los setenta el momento para la vía democrática al socialismo; basta ver la llegada de las dictaduras militares en Uruguay y Argentina; buena parte de Sudamérica parecía un sórdido cuartel. Sin embargo Allende sembró la semilla en gran medida para que crecieran después, como árboles en el bosque, gobiernos de izquierda por la vía del voto, algunos, claro, mejores que otros, como los de Francois Miterrand (un verdadero estadista), el primer Felipe González, los Kirchner, Lula, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet, Evo Morales, Rafael Correa, Alberto Fernández, López Obrador.
Para la elección de 1970, con el fin de contrarrestar a los medios de comunicación en manos de la burguesía -Allende responde a Rossellini-, hizo un trabajo a ras de tierra: comités de trabajadores, campesinos y estudiantes salieron a la calle, a las plazas, al campo, a hablar en las fábricas… Para vencer necesitaba convencer. Tener un diálogo continuo con los partidos de la coalición para encontrar los oídos del pueblo. No se trataba de crear una aristocracia obrera. Los medios de producción debían ser de quienes los trabajan. Debía existir una dirección de las empresas por obreros y representantes de los estados elegidos por la asamblea. Los sindicatos actuarían, pero por su lado. No tendrían el privilegio de la dirección, como, por desgracia (decimos nosotros), ha ocurrido en México en el que los líderes, al enriquecerse, ascienden de clase: pasan de obreros a ser miembros de la alta burguesía. La reforma agraria fue también una obsesión, la cual trabajó dentro de su programa, para acabar con “la lacra de los latifundios”, como su lucha contra la usura de los bancos.
Algo que insistió Allende mucho en sus años de candidato y de presidente era la injusticia atroz que una clase minoritaria tuviera el poder y el dinero, y las clases mayoritarias estuvieran oprimidas y explotadas. Insistía cotidianamente que el cambio de régimen capitalista hacia uno socialista debería ser pacífico. Chile, país pequeño, era un país institucional. Una y otra vez habló a lo largo de los años de la vía chilena hacia el socialismo: la experiencia era única y no exportable. No sé si con alguna inocencia o por estrategia creyó en el profesionalismo y la institucionalidad del ejército, o con palabras de José Emilio Pacheco en 1973,en el “(falso) prestigio civilista” de las fuerzas armadas. Aun a ojos vistas, al final, Allende se obstinó en no creer que había una conspiración armada, y que si había de morir por lo que creía, moriría en el Palacio de la Moneda. El suicidio del presidente José Manuel Balmaceda (1840-1891), recordaba Carlos Altamirano, presidente del Partido Socialista Chileno, era algo que Allende tenía siempre presente.
¿Era marxista? ¿En qué medida? Dice a Rossellini: “No soy un teórico del marxismo, pero soy alguien que he aprendido en la lucha, sin dejar de leer, porque no hay acción revolucionaria sin teoría revolucionarias”. Los discursos de Allende estaban salpicados aquí y allá de referencias marxistas, pero no lo citó, por ejemplo, en el discurso de la ONU.
A una pregunta de Rossellini acerca del empobrecimiento de América Latina en los últimos cincuenta años, Allende señala como contraprueba la concentración capitalista en los países industrializados. América Latina vendía baratas las materias primas, por ejemplo a Estados Unidos, y se las devolvían caras como productos. Los latinoamericanos acababan pagando con ello el sueldo de los obreros y técnicos estadounidenses. No ha habido casi ningún intercambio en que los perjudicados no fueran los países de América Latina. “Se llevan toneladas de cobre a un precio equivalente a cuatro jeeps”, apunta. Aún le contestaría al final de la entrevista: América Latina, que debería ser un continente rico, es un continente pobre por las trasnacionales estadounidenses. En su alocución del 2 de diciembre de 1972 en la Universidad de Guadalajara insistió una y otra vez sobre la bolivariana unión latinoamericana.
Para Allende fue una obsesión la nacionalización de las materias primas de las cuales Chile era productor, muy en especial, el cobre. “El sueldo de Chile es el cobre”, contesta Allende a Rossellini, y para lograr el propósito del cambio revolucionario se buscaba que los mineros de entonces trabajaran bien, que aprendieran a fondo la evolución de las técnicas y lograran aumentar la producción un 26%. Se iba a hacer la nacionalización del cobre (se hizo al mes siguiente), se expropiaría a la Anaconda y a la Kennecott, pero les sería pagada una indemnización acorde a lo que era justo. Basta recordar que la Anaconda sacaba de Chile el 80% de sus ganancias mundiales. Estaban dispuestos a vender a los Estados Unidos lo que quisieran, pero el cobre tenía que ser de Chile. Lo mismo se habría hecho si los propietarios fueran soviéticos o japoneses. Debía respetarse la autodeterminación de los pueblos. El asunto era dialogar y llegar a acuerdos. “No somos sumisos ni mendicantes”, enfatizó. No estaban contra los Estados Unidos, ni menos contra su pueblo, pero en sesenta años las trasnacionales se habían llevado 9,800 millones de dólares y todo el capital social de Chile en aquel 1971 estaba valuado en 10,000 millones. El dinero había salido de Chile para fortalecer a los grandes monopolios extranjeros. Recordó a la funesta ITT (International Telephone and Telegraph), corporación que en la primera conspiración dio cosa de un millón de dólares y fue cómplice en el asesinato del comandante en jefe de las fuerzas armadas chilenas, general René Schneider, para desestabilizar y evitar la llegada de Allende a la presidencia en 1970, y la cual no se cansaría, junto con la CIA, de desestabilizar, política y económicamente, a su gobierno hasta el último día.
Rossellini apunta que la Democracia Cristiana, que gobernó con Eduardo Frei de 1964 a 1970, quiso recuperar el cobre, dignificar a los pobres, profundizar en la reforma agraria. “Son los mismo temas”, resalta el cineasta italiano. Allende contesta contundente que entre un gobierno y otro la diferencia eran las palabras y los hechos. Más que hablar de revolución había que hacerla. Con la Democracia Cristiana se buscaba una vía que hiciera prevalecer el capitalismo.
¿La relación de su gobierno con los católicos?, pregunta Rossellini. El trato de Allende con la iglesia católica chilena, en especial con el cardenal Raúl Silva Henríquez era, en ese mayo de 1971, y lo fue después, muy buena. El Cardenal incluso lo había acompañado aquel 1° de mayo de 1971, y como se sabe, fue luego de 1973 un defensor de los perseguidos por la sangrienta dictadura pinochetista. La iglesia debía estar con las masas. La iglesia de Cristo era la iglesia del hijo de un carpintero. Había un contacto muy directo entre pueblo, iglesia y gobierno de Chile. Además: no sólo la católica, se era respetuoso de todas las creencias, y claro, de todas las ideologías.
Al final de la entrevista, Allende recuerda el escrito en el que se basa la Doctrina Monroe del 2 de diciembre de 1823 de una América para los americanos (que fue en verdad dicho por el presidente John Quincy Adams), y la contrapone con Bolívar, quien decía que los Estados Unidos querían hundirnos en la miseria en nombre de la libertad. Allende anhelaba la integración latinoamericana, y quería como el propio Bolívar, una sola América Latina que fuera una voz ante el mundo.
Pero el 11 de septiembre de 1973 vino la traición militar, el bombardeo de La Moneda, el suicidio de Allende, la caída del gobierno socialista y el ascenso de la Junta Militar encabezada por Pinochet, Leigh, Merino y Mendoza. El golpe militar y la muerte de Allende fueron un golpe devastador para Pablo Neruda, cuyos hechos acelerarían el cáncer que padecía y moriría en un hospital de Santiago doce días después, cuando ya estaba dispuesto el avión que el entonces presidente Luis Echeverría le había dispuesto para traerlo a México. La residencia de Allende y las casas de Neruda fueron vandalizadas y saqueadas por la milicia salvaje. Entre eso, el 16 de septiembre, Víctor Jara fue ultimado de cuarenta y cuatro balazos en el Estadio Chile, después de varios días de torturas sin número, en que, entre muchas heridas, le despedazaron las manos y cortaron la lengua.
El gobierno estadounidense, con Nixon y Kissinger como los principales promotores, la marina estadounidense, las trasnacionales extranjeras, la ultraderecha terrorista de Patria y Libertad, los empresarios y ex latifundistas chilenos, los banqueros, las izquierdas divididas, la activa oposición de la Democracia Cristiana, el Congreso que desechaba en los últimos meses cada iniciativa del gobierno, y al final, las tres ramas del ejército chileno, minaron y eliminaron el primer gobierno socialista que había llegado por la vía democrática. Vinieron diecisiete años de una dictadura ominosa, que dividió más a los chilenos, y treinta y un años después de la pérdida del poder de Pinochet y cuarenta y ocho años del suicidio de Allende, los chilenos siguen acremente divididos.
El fervor mesiánico de Allende por los pobres, su cercanía fue tan real y sincera, que basta ver la filmación de su segundo entierro, el 4 de septiembre de 1990, con el pueblo desbordado desde Valparaíso hasta el Cementerio General de Santiago para saber cómo lo sentían suyo. Tenía razón Carlos Altamirano cuando lo comparaba con un caballero antiguo. De una honestidad granítica, de una congruencia democrática sin deslices ni variaciones ni fisuras, la conducta de Salvador Allende durante su vida se resume en dos palabras con mayúsculas: DIGNIDAD, HONOR.
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A cincuenta años del encuentro para la televisión
ROBERTO ROSSELLINI DIALOGA CON SALVADOR ALLENDE
Por Marco Antonio Campos