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Hasta luego, Enrique Fierro
Marco Antonio Campos
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Nos unió una amistad de cosa de cuarenta años, luego que él y su mujer, Ida Vitale, llegaron de Uruguay en 1974. Aunque a ambos les tuve un gran afecto, traté mucho más a Enrique, y hasta que regresó a Montevideo, al promediar la década de los ochenta, nos veíamos con cierta frecuencia.
Más que frases ingeniosas u ocurrentes, tenía una manera muy graciosa de hablar y de contar anécdotas que te hacía pasártela muy bien. Estabas con él más cerca de la sonrisa que de la risa. Pese a la barba y al paso de los años nunca perdió la cara de niño. Le simpatizaba a casi todos quienes lo conocían, y eso, en medios literarios como los latinoamericanos, es para asombrarse.
En 1980, cuando publicó en Poemas y Ensayos de la UNAM su primera recopilación, Las oscuras versiones, la reseñé en Proceso. Entre otras cosas destacaba: “El libro está compuesto fundamentalmente de poemas breves y brevísimos que, sin embargo, no buscan ser ni el aforismo esencial ni el epigrama lancinante. En ocasiones pueden parecer rebuscados, pero el tallado de buen número de ellos me da una imagen análoga a la del hombre que frota la piedra hasta que salta la chispa. Fierro, en múltiples ocasiones, perpetra juegos y rupturas verbales, abunda en elipsis, rompe palabras… Algunos de esos poemas, con cierta lograda candidez, me devuelven a piezas líricas de César Vallejo”. Sin embargo, me sorprendo al releerla ahora, pequé en algunos momentos de la reseña de severo; debo decir que no lo tomó a mal.
De los argentinos, uruguayos y chilenos que volvieron a sus países en los años ochenta, habiendo terminado o no las dictaduras, fue uno de los amigos que más extrañé. Volvió a Montevideo en 1985 para dirigir la Biblioteca Nacional. Sin embargo no encontró lo que esperaba. “Lo hemos conversado mucho con Ida. No sé por qué nos fuimos de México. Teníamos todo. Fue el peor error”, me dijo varias veces en los años. Todavía en octubre de 2014, cuando vinieron Ida y él al Encuentro de Poetas del Mundo Latino a Aguascalientes, me lo repitió.
Cuando hubo la oportunidad de dejar de vivir Montevideo la aprovecharon. En 1989 Enrique se fue a dar clases a la Universidad de Austin, y allí se quedaron él e Ida a residir hasta la muerte de Enrique el pasado 21 de mayo. Sin embargo, venir a Ciudad de México y a Montevideo fue para ellos un largo hábito.
Recuerdo con él una anécdota montevideana. En mayo de 1993 fui a dar una conferencia a la universidad sobre Juan Rulfo. Cortésmente Enrique y Eduardo Galeano asistieron. La siguiente tarde Enrique y yo fuimos a la Ciudad Vieja a tomar un café. Era cuestión –me decía- de ver lugares que se relacionaran, real o supuestamente, con los poetas uruguayo-franceses Lautréamont, Jules Laforgue y Jules Supervielle. Tomamos un café en el local histórico de La Brasilera, y luego, sumidos en la conversación, caminamos horas y horas, de ida y vuelta, por la calle Ituzaingó. De pronto me dijo: “Creo que sólo te he mostrado una calle de Montevideo”.
-Los fantasmas de los poetas franceses no aparecen –comenté.
Con los años, cada vez que nos veíamos, empezábamos a menudo con la broma: “A ver cuando nos vemos en Montevideo y damos una caminadita por la calle Ituzaingó”.
En junio, en ese invierno austral, en el Banco Patricios de Buenos Aires, el consejero cultural Jorge Valdés Díaz-Vélez, organizó una mesa redonda sobre poesía. Participábamos Noé Jitrik, que tanto ha hecho por la divulgación de la literatura mexicana, el propio Enrique Fierro, el argentino Arturo Carrera (que no llegó) y yo. Invité a subirse a la mesa –no como participante- al embajador Jesús Puente Leyva. Fue una mesa caótica. Noé, quien moderaba, habló cerca de media hora, y de su lado, Enrique se dedicó a contradecirnos lo que decíamos Noé y yo. Para nuestra sorpresa, el embajador Puente Leyva, hombre con opiniones inteligentes en temas económicos y políticos, pero que hablaba hasta por los codos del tema que le pusieran, dio la puntilla con una larga disertación sobre poesía de la que nadie entendió nada. El público asistente, desconcertado con nuestro fárrago de manicomio, aplaudió correctamente para que ya nos fuéramos. Jorge Valdés dio por terminada la mesa, y todos nos fuimos a cenar, prohibiéndonos tocar el tema de la poesía para devolverle claridad al mundo.
Pasa después lo de siempre. Los amigos se ven cada vez menos. Yo nunca fui a Austin y sólo ocasionalmente lo veía, cuando venía a Ciudad de México, en cafés de Coyoacán, o cuando los invitábamos a Ida y a él al Encuentro de Poetas del Mundo Latino, como hace dos años, en octubre de 2014. Esa última vez vi a Enrique corporalmente muy disminuido. Tenía dificultades para caminar y había adelgazado mucho, pero como era hábito, nunca dejaba caer la mínima queja. Sin embargo, no creí que la muerte lo rondara tan próxima.
No hubo en cuarenta años un mínimo pleito o roce con él, o si lo hubo, no lo recuerdo o no me lo hizo saber. Me doy por creer que a Enrique no le hubiera caído mal un premio significativo. Ahora todas las cosas se volvieron tarde. Dondequiera que esté, para decirlo con palabras de López Velarde, espero que viva el “mañana cordial”, como cordial él lo fue, en ese ayer que niega el hoy.