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A cincuenta años de su fallecimiento
KAWABATA: DESTELLOS Y SOMBRAS EN EL PAÍS DE NIEVE


Por Marco Antonio Campos



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Yasunari Kawabata nació en Osaka en 1899 y se suicidó en Zushi, Kanagawa, en 1972, mirando  al  mar. Cuatro años antes había recibido el Premio Nobel. Su infancia y adolescencia, como él mismo las ha contado en relatos iniciales autobiográficos, se pobló de tragedias familiares. Su padre y su madre murieron cuando tenía tres y cuatro años (de quienes no recordaba nada), y luego morirían su hermana mayor, su abuela y finalmente su abuelo en 1915. Años de soledad triste con recuerdos como navajazos que dejaron heridas mal cerradas y un vacío que nunca se acabó de colmar. Trabajó ante todo la novela y el cuento breve o brevísimo y su prosa guarda un aire de melancolía lejana. Antes de El País de nieve había publicado unos relatos imaginativos, algunos calculadamente crueles, en su libro La bailarina de Izu, que ya deja ver piezas y pasajes de lo que será su grandeza.

Como Mijail Bulgakov en su obra maestra (El maestro y Margarita) o nuestro José Emilio Pacheco, el escritor japonés, siempre insatisfecho, solía corregir innumerablemente sus novelas. Es el caso de País de nieve, la más leída y aplaudida en Japón. Luego de publicarla en 1937 y corregir y añadir capítulos, de perfeccionarla línea por línea, Kawabata dio punto final a su compleja novela en 1947, es decir, hace 75 años. El título del libro es el nombre de un poblado montañoso gélido al norte de Tokio (Yukiguni), situado en la prefectura de Niigata. El gran desaparecido de la novela, que tiene su escenario en la séptima isla más grande del mundo, es el mar.

En la pequeña urbe montañosa nieva de diciembre a mayo y el durísimo frío  puede hacer que la nieve alcance los tres metros en la zona, es decir, se volvía en aquellos década de los treinta del siglo veinte, de hecho intransitable, a excepción, por ejemplo, de la vía ferroviaria para que corriera el tren. El pueblo parecía vivir, al menos en alguna medida, de un turismo regional donde iba la gente a curarse en las aguas termales y a la temporada de esquí.

De lo más admirable de la escritura de Kawabata es la creación de sensaciones táctiles, de algo oculto que sombrea en pasajes o frases y de silencios y quietudes  que llaman al misterio. De Shimamura, el principal personaje masculino, sabemos vagamente, por mínimas referencias, que vive en Tokio, está casado, tiene hijos, ronda los treinta años y tantos años y estudiaba el ballet ruso pero ya entonces se inclinaba por el ballet occidental. En algún momento nos enteramos que en la posada donde se hospeda en el país de nieve traduce del francés algo de Alain y Paul Valéry.

La primera vez Shimamura va en primavera a Yukiguni a hacer montañismo, pero al conocer a una geisha de diecinueve años llamada Komako, que tenía una “belleza de montaña”, regresa 199 días después, en diciembre, y volverá otra vez en un invierno furiosamente helado. O como diría Shimamura para justificar su ida al sitio: “¿Por qué otro motivo vendría alguien a un lugar como este en diciembre?” La joven geisha se enamora de él, pero lucha consigo misma estérilmente contra ese amor que la enciende y a la vez la daña, y la hace entrar en nudos de contradicciones y dédalos mentales, que atraen de manera extraña al amado, pero que acaban desesperando al lector. Si en Komako hay un angustioso amor por Shimamura, en este hay una dependencia oscura por la vulnerabilidad y el exceso de desamparo de la muchacha, por esa entrega amorosa que quiere ser total, aunque ella sabe que esa entrega, deseada por ambos, resulta para Komako cada vez peor.

Entre Shimamura y Komako, se halla Yoko como una sombra perturbadora, joven muy bella, a quien conoció Shimamura en el segundo viaje en tren de Tokio a Yukiguni. Yoko estaba en la fila contigua del vagón de tercera clase y acompañaba a un enfermo, quien —luego lo sabrá el protagonista— era el hijo de veinticinco años de la maestra de música, donde Komako vivía, y con quien Komako estaba prometida, pero con quien, ni enfermo ni sano, la joven geisha estaba dispuesta a casarse. Yoko tiene una voz melodiosamente dulce como para no olvidarse.

Aquella primera vez en el tren Shimamura sólo ve cómo Yoko cuida al joven a través del reflejo de su ventana que sirve como espejo. Ese reflejo con que se fascina Shimamura da a entender mucho de la escritura de Kawabata y mucho de su narrativa. La realidad no es lo que es, sino reflejos posibles de lo que se mira. Una realidad que puede tocar las lindes del sueño o confundirse con él.

En la siguiente novela de Kawabata (Mil grullas), igual que en El país de nieve, sus protagonistas femeninos, quienes giran en torno del joven Kikuji, la señora Ota y su hija Fumiko, —indecisas, agobiadas de culpas— viven entre tortuosas autocríticas. Entre ellas, distinta, se halla Chikako, antigua amante breve del padre de Kikuji, intrigante, dañina, manipuladora, llena de esquirlas y astillas rencorosas, muy bien capacitada para pervertir toda relación en la que se entromete, aun utilizando los ritos históricos japoneses, como la ceremonia del té. Todos se destruyen o autodestruyen, pero mucho de eso es por el veneno que Chikako les ha dejado en sus mentes y en sus cuerpos con sus intrigas ruines.

Algo bellísimo en ambas novelas es la pluma sutilmente exacta con que el autor describe imágenes de la naturaleza, de la ciudad y de los objetos de las casas creando variadas sensaciones: bosque, montañas cielo de estrellas, huertas, bandadas de pájaros, platas, flores... El escenario por excelencia de Mil grullas es la ceremonia del té, ritual que, para aquella década de los treinta, había ido desliéndose, y el objeto por excelencia es ante todo una jarra Shino de varios siglos que parece tener vida cuando se habla sobre ella, o también las mil grullas que parecen moverse de manera alucinante en el pañuelo de la hermosa joven Inamura, a quien quería Chikako casarla con Kikuji. La imagen del jarro roto, “del terrible Shino cilíndrico” (así lo designa Amalia Sato) haría entender al lector de que la historia de Kikuji y Ota y Fumiko (hija de Ota), también se ha roto.

En una novela es clave un buen inicio y un buen final. ¿Quién no recuerda en la novela del siglo XX en lengua española los principios de El túnel (Ernesto Sabato), Pedro Páramo (Juan Rulfo), Cien años de soledad (Gabriel García Márquez), Conversación en la catedral (Mario Vargas Llosa) y Corazón tan blanco (Javier Marías)? Empieza así Kawabata País de nieve y con ello abre la expectativa y el misterio de lo que será lo relatado: “El tren salió del túnel. Todo era blanco bajo el cielo nocturno. Se detuvieron en un cruce. Una muchacha sentada del lado opuesto del vagón se acercó a la ventanilla del asiento delantero al de Shimamura. Y la abrió sin decir palabra”.

Respecto a los finales de sus novelas, Amalia Sato, experta en Kawabata, señala en el prólogo de la edición en español “que podrían terminar en cualquier punto y se diría que nunca hay un final”. Debe o puede ser, pero los finales de País de nieve y de Mil grullas son angustiosos, dramáticos.

También Kawabata encanta al lector con pasajes delicadamente eróticos: cuando Shimamura  describe o insinúa o toca partes del cuerpo de Komako como la espalda o los hombros o los pechos redondos. Hace sentir los cuerpos de Komako y menos —porque aparece mucho menos— de Yoko, la otra joven que le atrae intensamente. Todos los actos sexuales entre Shimamura y Komako están implícitos o dados a entender, igual que los actos sexuales en otras novelas y relatos. 

Para ejercer el oficio de geisha en Yukiguni, un mentor, que apenas se menciona, costeó en Tokio los estudios a la adolescente Komako “y le propuso instalarla como maestra de danza, pero lamentablemente aquel buen hombre murió al año y medio”. Ante todo, en su oficio de “geisha de montaña”, Komako debe servir de acompañante, intervenir en ceremonias del té y asistir a continuas fiestas; no es raro que buen número de veces Shimamura vea que la joven llega a visitarlo de modo fugaz o a horas difíciles en estado de embriaguez fiera o excesiva, y él siempre le tenga una paciencia sin hendeduras. Después de que muere la maestra de música, la muchacha regresa a casa de sus padres y alguna vez invita a Shimamura, quien se da cuenta de que es pobrísima. Komako, pese a su corta edad sabe tocar muy bien el samisen, y lo toca acaso mejor que las geishas del poblado. El pasaje de la novela donde toca para Shimamura es exaltadamente bello.

Como sucede en todas las partes del mundo con la gente del interior y aquellas de las grandes urbes, Komako y Yoko, sueñan, en este caso, vivir en Tokio pero al mismo tiempo detestan a su gente. “Por eso no me gusta la gente de Tokio” o “Los de Tokio”, dice Komako despectivamente en dos momentos, y en otros dos los  llama complicados o mentirosos. Sin embargo, en algún momento, las dos muchachas, cada una por su parte, piden a Shimamura que las lleve a Tokio porque no soportan el ambiente de estrechez y ahogo de la pequeña urbe. Ambas se detestan, pero hablan a veces bien una de la otra para simular de manera cortés su recíproca aversión. Por ejemplo Komako acusa a Yoko con Shimamura de desequilibrada, algo que no es ajeno a ella. Con aparente serenidad, aunque de continuo se hable de ello, Shimamura tarda mucho en romper con la agraciada Komako, y sólo se da drásticamente cuando ocurre una tragedia.

En uno de los primeros cuentos de Kawabata, publicado a mediados del decenio de los veinte del siglo anterior, hay como un esbozo de Komako en una adolescente de un grupo de artistas ambulantes, la bailarina de Izu, pero muy lejos de la complejidad que tienen Komako u otras protagonistas en novelas venideras.

Escribe su traductor Juan Forn: “No es un azar que Kawabata haya elegido una geisha de montaña como heroína de esta novela a un acomodado diletante de Tokio como antagonista para ambientar la tortuosa relación entre ambos personajes. Al comenzar los años treinta, Kawabata estaba dejando atrás su juventud y redefiniendo su estilo literario. Nacido en Osaka en 1899 y egresado de la Universidad Imperial de Tokio en 1924, había fundado con un grupo de colegas de su promoción la revista Bungei Jidai, con la cual se impusieron al realismo social que dominaba la literatura nipona de la época, difundieron las vanguardias estilísticas europeas y se reivindicaron como miembros de la escuela de la Nueva Sensibilidad”, pero poco a poco Kawabata se fue inclinando hacia “la milenaria tradición estética japonesa”. Por la forma de adentrarse con hondura y celo a las raíces y las tradiciones del Japón, uno de los mayores exaltadores de su obra, fue su joven amigo y gran escritor, Yukio Mishima, ese Japón ya casi alejado e ido como se van las nubes ligeras y la música de los pájaros.

El país de nieve es una novela que puede leerse, en una variedad estructural y temática, de diversos modos. Una novela que nos deja una melancolía honda. Una novela que nos arriesgaríamos a llamar perfecta.

 

 

 

 



 

 

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