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A cien años de su publicación
 
 LOS HERALDOS NEGROS: LA SOMBRA CAE AL ALMA
        Por Marco Antonio Campos  
          
          
        
        
          
            
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CONTEXTO: En  Trujillo, la tercera ciudad del Perú, la ciudad más grande próxima a su pueblo  nativo de Santiago de Chuco, César Vallejo estudia en la universidad entre 1913  y 1917, primero Letras y luego tres años de Derecho. Su tesis en Letras la  titula El romanticismo en la poesía  castellana. En Trujillo, con un sueldo de sobrevivencia, trabaja de  preceptor en el Centro Escolar de Varones (1913-1915) y da clases en el primer  año de primaria en el Colegio Nacional de San Juan. Su amigo, el filósofo y  periodista Antenor Orrego, lo recuerda así en aquellos años: “Era un humilde  estudiante serrano, con modestas ansias de doctorarse”. Ciro Alegría, que lo  tuvo como maestro en el Colegio Nacional trujillense, retrata de esta manera al  poeta aún muy joven: “Bajo la abundosa melena negra, su faz mostraba líneas  duras y definidas. La nariz era enérgica y el mentón, más enérgico todavía,  sobresalía en la parte inferior como una quilla. Sus ojos oscuros –no recuerdo  si eran grises o negros- brillaban como si hubiera lágrimas en ellos Su traje  era uno viejo y luido”. Los primeros poemas publicados en serio aparecen en 1916 y 1917 en el periódico La Industria de Trujillo y en la revista  limeña Balnearios. 
         Recuerda el poeta  Alcides Spelucín que por ese entonces Vallejo empieza a aparecerse en las  tertulias literarias del que sería llamado después “Grupo Norte”, formado por  escritores y artistas con inquietudes políticas. Lo encabezaba Antenor Orrego.  Era “un grupo bohemio y revolucionario en más de un sentido”, escribe Luis Monguio  (César Vallejo, Vida y obra, Nueva  York, 1952). Hay un buen número de nombres en esa tertulia, pero el único que  alcanzó fama internacional perdurable fue Vallejo. Los amigos lo llamaban  afectuosamente “El Cholo”.
         La versión más  difundida es que a causa de una decepción amorosa con la quinceañera Zoila Rosa  Cuadra (Mirtho) intempestivamente  Vallejo se va a principios de 1918 a Lima. En ese año en la capital trabaja  como maestro de primaria en el Colegio Barrón y entra a estudiar Filosofía y  Letras en la Universidad Mayor de San Marcos. Se le ve solo y apartado. Publica  a fines de año Los heraldos negros.  “Hermoso y raro libro”, diría de él en una entrevista el joven escritor Abraham  Valdelomar, una de las leyendas peruanas, que debió leerlo en manuscrito (La Reforma, Trujillo, mayo, 1918).
                      LOS HERALDOS NEGROS: Se cumplen cien  años de la publicación del primer libro de poemas de César Vallejo (1892-1938),  quien con Pablo Neruda, fueron los poetas latinoamericanos que influyeron más  en la poesía latinoamericana del siglo XX, en especial, en el caso de Vallejo,  con Trilce y Poemas humanos. Uno llega a leer tanto la poesía de Vallejo a  través de los años y las décadas que en un momento es difícil seguir haciéndolo  porque buena parte ya ha quedado grabada en el cuerpo y en alma. Los heraldos negros es un libro de  grandes aciertos y no pocas caídas: con poemas o momentos de gran emotividad  pero otros, por fortuna los menos, ingenuos o de un gusto dudoso o aun  tremendistas. 
         Hijo del  romanticismo, hijo del modernismo, sus lecturas más visibles de este último  movimiento literario serían, como se ha repetido, las del nicaragüense Rubén  Darío y el uruguayo Julio Herrera y Reissig, pero mientras en Darío y Herrera  imágenes y metáforas son a menudo espléndida pedrería, en el joven Vallejo,  resultan en ocasiones deslucidas o de mal gusto. No está de más decir que en su  poema “Retablo”, Vallejo homenajea a Rubén Darío, y lo exalta como alta  estrela: “Darío de las Américas celestes”. Entre esas imágenes modernistas de  mal gusto o aun involuntariamente chuscas, citemos al  menos tres: “Grandes lirios de ebúrneos trajes”, o “Mosto de Babilonia,  Holofernes sin tropas”, o esta, tremendista, que n’épate même le bourgeois, “los marfiles histéricos de su beso me  hallaron muerto”. Sin felicidad, en mezclas extrañas, Vallejo tomó muy  probablemente de los modernistas el uso de palabras o referencias demasiado  fáciles de otras culturas y religiones como si eso diera una imagen de  cosmopolitismo: [el dios egipcio] Osiris, [el rey asirio] Sardanápalo,  brahmanismo, bacantes o meras menciones a Grecia o a Atenas o a Bizancio… Sólo  creó en esos momentos un exotismo superficial e inane. Dentro de las palabras y  referencias ajenas, sin vacilación, las más auténticas son las palabras  quechuas. Haciendo a un lado esto encontramos un libro, escrito con sangre, entrañablemente  triste y doloroso, con versos que perviven en la casa del corazón: “Hasta  cuándo este valle de lágrimas/ a donde yo nunca dije que me trajeran”, “Regreso  del desierto donde he caído mucho”, o este, de las bellas “Canciones del  hogar”, que son la primera vía al estilo y al tono de Trilce y Poemas humanos:  “En un sillón antiguo está sentado mi padre./ Como una Dolorosa entra y sale mi  madre./ Y al verlos siento un algo que no quiere partir”.
         El verso natural de  César Vallejo fue el directo, sin ornamentos, que desgarra o hiere el corazón y  el alma, o aquel otro de frases coloquiales, a veces lúdica y bellamente  dislocadas o desarticuladas, que describen situaciones diarias. Dentro de sus  rasgos estilísticos encontramos la integración de dos palabras en una que suenan muy bien en los versos (talvez,  noser, yanó, marmuerto), la utilización precisa de los tres puntos, que dejan  al lector una ventana abierta a más connotaciones, y preguntas que suspenden en  el lector una duda. Entre los piezas líricas de Los heraldos negros que desde nuestras primeras lecturas en un  lejano 1969 nos siguen conmoviendo, en las que encontramos a través del  sufrimiento del solitario Vallejo la tristeza  y el dolor de los desdichados del mundo, se hallan “Los heraldos negros” (que  da título al libro), “Bordas de hielo”, “Ascuas”, “Media luz”, “Idilio muerto”,  “La cena miserable”, “Los dados eternos” y las cinco piezas finales de  “Canciones para el hogar”.
         Por asombrosa  casualidad (no pudieron haberse leído ambos), el mexicano Ramón López Velarde  de La sangre devota (1916) y Zozobra (1919) y el peruano César  Vallejo de Los heraldos negros (1918)  se hermanan simultáneamente en la lírica en esa unión de imágenes y metáforas  donde amada y cristianismo, amada y muerte, con variadas combinaciones, expresan  los dos su condición católica, su anhelo de la rosa sexual y su obsesión sin  fin por la puerta sin salida del cementerio. Incluso, en ocasiones, en un solo  poema se integran imágenes de religión, mujer y muerte. Desde luego existen  ligeras diferencias: en imágenes y metáforas de López Velarde hay con más  frecuencia referencias a la Biblia y a la liturgia católica, y las de Vallejo  son más violentas y desgarradas. En Vallejo figura ante todo el hombre que en  su pobreza y sufrimiento se reconoce en el Cristo ensangrentado. Por eso tal  vez las palabras religiosas más recurrentes en Los heraldos negros, con variada significación, sean Cristo, cruz y  hostia. Un añadido: López Velarde y Vallejo vieron en sus madres una imagen de  la Dolorosa.
         Sin embargo tengo  la impresión de que López Velarde no se hubiera atrevido a llamar a la cruz  “idiota”, ni hablado de “golpes como del odio de Dios”, ni escrito poemas  blasfematorios como “Los dados eternos”, en el que Dios puede jugar el Dado –la  Tierra-, que de tanto rodar, se ha raído y se ha vuelto redondo, es decir, ya  no pueden verse las imágenes. Obsérvese esta estrofa que es un gran reclamo:  “Dios mío, estoy llorando el ser que vivo,/ me pesa haber tomádote tu pan,/  pero este pobre barro pensativo,/ es costra fermentada en tu costado:/ tú no  tienes Marías que se van”. Probablemente Vallejo hablaría aquí de dos Marías de  su alma: la madre (María de los Santos Mendoza Gurrionero) y la amada (María  Rosa Sandoval) que se alejó de él para ir a morir a la sierra. Ambas murieron  en 1918 antes de publicarse Los heraldos  negros.
         López Velarde  exaltó famosamente el pasado indígena en la figura de Cuauhtémoc en el  Intermedio de “La suave Patria”, pero las veces que habló de la raza indígena  de su tiempo lo hizo despreciándola y llamándola aun “harapo”. El único pasado  de nuestros pueblos originarios que mencionó fue el azteca. En Vallejo el  pasado inca y el presente indígena se integran y él mismo se sentía parte  carnal de la raza. No en balde José Carlos Mariátegui, en sus Siete ensayos de interpretación de la  realidad peruana, de 1928, contraponiéndolo al cosmopolitismo de José María  Eguren, resalta el papel adánico de Vallejo en relación a las raíces  autóctonas: “Vallejo es el poeta de una estirpe, de una raza. En Vallejo se  encuentra por primera vez en nuestra literatura el sentimiento indígena  virginalmente expresado”. Vallejo –añade Mariátegui- crea una nueva  sensibilidad y sus versos contienen la nostalgia y el pesimismo de los  herederos de los quechuas. Pesimismo puede entenderse también como fatalismo en el sentido de la conciencia  de una raza. Mayor elogio no podía dársele a un joven que al publicar el libro  tenía apenas veintiséis años. Quizá valga recordar que Neruda en sus memorias (Confieso que he vivido, p. 98, Seix  Barral, 1974) cuenta que cuando elogiaba a Vallejo su tipo indígena lo hacía  sentir bien. Y lo describe así: “Vallejo era más bajo de estatura que yo, más  delgado, más huesudo. Era también más indio que yo, con unos ojos muy oscuros y  una frente muy alta y abovedada. Tenía un hermoso rostro incaico entristecido  por cierta indudable majestad”.
         En los lacónicos y  graves sonetos de 1917 que conforman “Nostalgias imperiales” –más que el  “Terceto autóctono”-, los indígenas, los dioses, los animales, aldeas y el  paisaje de Trujillo se hablan a través de los siglos. Al leer los versos parece  andarse entre espectros y sombras y oírse en el aire lamentos y quejas. Quizá  la mayor identificación del poeta peruano con las consecuencias de la caída del  imperio inca y el surgimiento del cristianismo español se halle en versos que,  resultan ilustrativos de su pena: “Soy el pichón de cóndor desplumado/ por  latino arcabuz/ y a flor de humanidad floto en los Andes/ como perenne Lázaro  de luz”. Su lírica contiene en su esencia mucho de la ternura triste del canto  del yaraví y se oyen con nostalgia triste los “llantos de quena”.
         Quizá los dos  poemas de Los heraldos negros que han  quedado más en la memoria colectiva de los lectores de poesía en lengua  española, sean el primero y el último (“Los heraldos negros” y “Espergesia”).  ¿Qué vallejista o vallejiano o lector de Vallejo no se ha repetido en el  corazón de la memoria los primeros versos de estos poemas que anuncian lo que  será en alguna vía toda la obra, uno, que explica las causas del sufrimiento y  la destrucción de él mismo, es decir, del hombre (“Hay golpes en la vida, tan  fuertes…Yo no sé!”), y otro, que la condición de su sufrimiento le venía desde  el primer momento  que abrió los ojos al  mundo: “Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo”. 
         No sólo enfermo:  Dios estaba grave.