EL GOLPE MILITAR cayó como un rayo. Se estaba nublando hacía rato pero igual fue imprevisto. Todos los signos lo señalaban pero no lo escuchábamos, como a una maldita Casandra. Nuestra propia conciencia se negaba a saber lo que sin duda era visible. Se construía una sociedad imaginaria que resultaba amenazante y peligrosa para quienes no estaban dispuestos a permitirlo. Nos movíamos en los límites de lo imposible. Cumplíamos un itinerario doloroso por los sueños del siglo.
Durante el mes de febrero de 1973 había estado trabajando como Auxiliar Técnico en el Hospital de Quellón. No había escasez de leche condensada ni de papel Confort ni de Milo. Nos pareció muy extraño. En Santiago un pollo era como una bendición, cinco cosas ya no se encontraban en las tiendas, añorábamos el paraíso del consumo. Pienso en el día en que abrieron el Muro de Berlín y se volcaron los alemanes orientales sobre las tiendas occidentales. Extrañábamos una cierta abundancia, nos dolían los planes de racionamiento, no se sabía a qué diario creer. No llegaban películas americanas, estábamos fuera del gran imaginario colectivo de Occidente. En momentos de ocio, en tardes veraniegas de aire templado como las de Chiloé, me senté ante el aparato de radio y pude escuchar el Golpe Militar en Uruguay, los primeros bandos, lo seguí paso a paso, estremecido, con la conciencia partida en dos, sin saber que era un anuncio. Una semana después me embarqué en el barco médico-dental Cirujano Videla, donde conviví con marinos y cené con oficiales. Un marinero leía una edición de Quimantú mientras el resto cantábamos boleros en cubierta al caer la noche, recalando en alguna bahía calma. Si mal no recuerdo, eran las memorias del mariscal Zúkhov.
El día del golpe militar quedó ahí como una marca. Los más jóvenes me temo que no lo entiendan. O les desagrada que les
hablen tanto de una fecha que nadie explica en toda su complejidad. Es comprensible, no se puede explicar sin pecar o de simplista o de superficial. Amanecimos con un gobierno democrático en crisis y nos dormimos en una dictadura militar decidida a arrasar con el gobierno del marxismo. Dormiríamos bajo el tableteo de las ametralladoras y temiendo por la vida. Con mi padre y mi hermano quemamos banderas, afiches, discos, canciones de promesa total y entusiasmo insigne, donde había una rara y quizás premonitoria predilección suicida por el cancionero del bando derrotado en la Guerra Civil Española. Todo el día siguiente estaría bajo toque de queda. Como si fuese una sola noche larga que duraría varios años.
Yo ya había soñado con ser escritor a fines de los años '60. Me soñé del Boom, por supuesto, y no supe cómo soñarme con el Golpe. Llovió esa tarde, recuerdo, y entendí que nadie sabía qué iba a pasar con la vida. Muchos ni siquiera habrían de vivirla. Tendríamos que preparar nuestra mente para duras pruebas. La autocensura no sólo sería una maniobra de supervivencia sino también la demostración de que lo que sucedería en Chile en los años siguientes pertenecería a lo impensable: el auténtico horror, la tortura, la persecución, la exterminación programada. Si esos arios fueron un poco locos, los de la Unidad Popular, los últimos años de Frei, y su síntoma, la confusión en el lenguaje de metáfora y objeto, del sueño y la vigilia, del mundo interior y el exterior, del individuo y el grupo, la entrada de Pinochet fue una suerte de violenta hospitalización psiquiátrica, con electroshocks y encierro y pieza oscura y aislamiento brutal. Pérdida total del dominio entregado, fomento de la regresión más absoluta como sucede en ciertos recintos que aún no se percatan cómo agravan a sus enfermos al prolongar la reclusión.
La noche, y toda su simbología de liberación, aventura, romanticismo, quedó declarada interdicta. Toque de queda por largos años. Hábito creciente de autodesconfianza. Se cerró el parlamento, el lugar donde se habla, las palabras fueron manipuladas como nitroglicerina, usadas para confundir, no para aclarar. Se configuró un creciente desprestigio de la actividad política y del razonamiento intelectual (por otra parte autodesprestigiado por su incapacidad frente a la ebullición de
la guerra súbita). Las esdrújulas olieron a marxismo (alguna vez Pinochet, en un discurso improvisado en Temuco, declaró sospechosa a la semántica). Los sueños se extinguieron, vigilados, y el tiempo quedó en manos de los carceleros. La palabra fue absolutamente puesta en sospecha (aunque un aviso de cerveza pusiera como slogan la frase "Ahora que la palabra vale") y el arte retirado de circulación. La realidad como autoritarismo, el deseo contra la pared, torturado, fusilado, enterrado lo más lejos posible de su gente. Ninguna explicación coherente, frases sueltas, dejando que la paranoia cunda entre los vecinos. ¿Quién nos espía? ¿Quién retira nuestros nombres de ciertas listas? ¿Quién corre perseguido por ese traqueteo de ametrallacaras que atraviesa la noche? ¿A quién busca ese helicóptero?
Fue brusco y total. Quedamos perplejos. No supimos quiénes éramos. La muerte andaba por ahí, andaría, suelta por la calle. Se aprendió un tic que me tomó mucho tiempo erradicar: el de buscar espías, el de temer la presencia de un delator, el de no saber, quién tocó el timbre, quién me ayudó en el bus, quién es esa que no la conozco. Convivía con otra sensación, la de estar siendo cambiado por dentro, lobotomizado a distancia. Sentía que de repente, de un día para otro despertaría pinochetista. Por alivio, porque era más fácil, porque daba menos miedo. De alguna manera, más o menos unos que otros, todos nos pinochetizamos. Uso el término pinochetizarse para explicar todo el cambio cultural que vivimos con ese paso a la modernización a través de la dictadura, untado de crueldad, de rigor, incluso de culpa.
Es difícil hacer memoria de esos tiempos. Lo entendí mejor varios arios más tarde, cuando ya tenía voz propia y un cierto prestigio en el medio como dramaturgo y recibí un anónimo amenazando de muerte a varios teatristas entre los que mi nombre figuraba. Estaba lanzado en la redacción de una novela que nunca terminé, escribía con fluidez, pensaba o suponía estarlo haciendo. La sola recepción del anónimo cerró mi mente, me volví de nuevo un técnico (el doctor, no el artista), me recluí en actividades absolutamente tangenciales y neutras, la novela se estancó. Me metí en la familia, me sumergí en mi matrimonio, accedí a esa revalorización del mundo privado donde todos nos
escondimos durante los primeros años. Entendí lo que hicieron muchos, travestirse en pragmáticos, apasionados del único gran descanso espiritual que propondría la dictadura: el consumismo.
No hablo de este gran hábito de nuestro tiempo de manera persecutoria, creo también que es complejo describirlo. Consumir es el acto paradigmático de la sociedad actual. Sostiene toda la economía, todos los valores, la vida cotidiana. Antes que ciudadanos, que electores, que pueblo o público, somos consumidores. Y consumimos productos. Y nos miden como sintonía, como ingreso y egreso. Es el retrato del mundo que nos rodea. Y está lleno de satisfacciones contantes y sonantes. No se puede entender el fin de siglo sin un paseo por un centro comercial. Sin la hipnosis agobiadora del consumo.
La dictadura mostró este camino casi religioso de transformación de las costumbres. Ni ella tal vez se dio cuenta. Hubo muchos barnices religiosos de aire conservador, pero donde se empujaban las pasiones era hacia la privacidad del acto de comprar, del impulso por adquirir lo que fuera, la creciente admiración del millón de dólares como meta terrena. La proposición indecente. Ganar para gastar. Con el advenimiento del crédito como consecuencia de la estabilidad, gastar lo que no se tiene. Y recuperar en trabajo posterior lo adquirido sin saber si se necesita. Como dice un humorista cubano, ahorrar es privarse de las cosas necesarias para poder adquirirlas. Ahora, trabajar es ganar el dinero para pagar lo que se adeuda. Cada país es una deuda, cada persona, todos somos parte de un gran mercado a futuro. Ni siquiera el nacionalismo, tan frecuente en otras dictaduras, era importante. Se importaba a destajo, se aceptaba la globalización, se descubría que el futuro sería como es, un mercado en continuo movimiento.
El espacio público estaba acordonado, habían sido arrancados de cuajo todos los sueños que fueron sorprendidos en las aceras de la ciudad con comportamiento sospechoso. Las primeras novelas que luego asomarían, años después, la cabeza, eran de espacios cerrados, el horizonte en la nariz, el encierro como obsesión estética. Su paisaje era y es urbano y su foco esa vida cotidiana donde nos refugiamos. Estuvimos de novios, nos casamos, enviamos nuestros hijos al colegio, culpamos de todo a
la dictadura, justificamos el hastío del domingo con la represión política, apostamos a la salida íntima.
Los intelectuales se tendieron en el diván del psicoanálisis, aprendieron a cocinar exquisiteces, cambiaron de pareja, formaron cineclubes, talleres literarios de barrio, manejaron taxis. Viajaron. Mirábamos el país como la tierra de otros, los dueños, los profesionales de la guerra que nos hicieron trizas cuando ingenuamente confundimos el ámbito político con una guerra santa. Quedamos en una adolescencia prolongada de la cual sólo se salía con título de Ingeniero Comercial o Administrador de Empresa y bajo voto de silencio y obediencia. El resto era una suerte de exilio interior, suave mientras te portes bien y no pienses mucho. Acostumbró al país a los lugares comunes, descentró las universidades como núcleos de agitación espiritual y colocó la televisión en un altar fundamental en el hogar chileno. Nos convirtió en un telepaís, al que se accedía por una zona vigilada, la programación televisiva, rompiendo con todo anterior modelo de nación.
Basta remontarse a la historia de la televisión chilena para darse cuenta cuán original pretendía ser este país (tan original que permitió un gobierno socialista democrático y aclaró el camino a los socialistas europeos de cómo hacer las cosas). En medio de dos modelos, el de Estados Unidos, de televisión comercial declarada, y el modelo europeo de televisión estatal controlada (de alta calidad, nadie lo puede desmentir), Chile inventó una tercera vía, la televisión universitaria. Este país era un país universitario. De hecho, tal vez demasiado universitario. Confiaba en la educación como en nada, sobre todo en la superior. Se sentía orgullosa de sus planteles y de sus profesionales.
Los primeros canales de televisión fueron entregados a la Universidad de Chile y a la Universidad Católica. Las transmisiones comenzaron en la Universidad Católica de Valparaíso, que es un canal hoy mortecino, curiosamente uno de los espacios de mayor indagación. Quizás nunca dejó de ser un canal universitario. Tenían como misión informar, entretener y educar. Eran todo un experimento. Después apareció la televisión estatal que complicaría el panorama. El desbarajuste
final vendría con la privatización total del plan avasallador de la Revolución Silenciosa. O el ajuste, como lo entienden algunos. Es todo un cambio.
Tal vez la modernidad chilena empiece ahí, con la televisión. Con el Mundial de 1962, en blanco y negro. Tal vez esto bastaría con que fuese una telehistoria. Tal vez, más que un libro, hay que escribir un programa de televisión. Tal vez ya no hay sitio ni tiempo para leerlo. Apenas para verlo. Y mal. Que es la única manera de ver televisión.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com OLAS SIN NOCHE
Por Marco Antonio de la Parra
Publicado en "La mala memoria: Historia personal de Chile Contemporáneo"
UQBAR, 1997