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TUVIMOS UNA VIDA Y LA TRATAMOS COMO UN PERRO:
LA POESÍA DE MALÚ URRIOLA

Por Vicente Undurraga
Publicado en revista Santiago el 21 de agosto de 2023


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No es breve pero tampoco tan prolífica la obra de Malú Urriola —siete libros en treinta y cinco años—. Sí es, en cambio, sobre todo considerando esa relativa contención, muy diversa, versátil: es cosa de mirar por encima la cambiante textura de sus libros. Mutan desde la caja o los contornos de los textos y las elecciones tipográficas y espaciales hasta lo observado —desde la vida callejera y nocturna hasta la música y la muerte, de frente— y, sobre todo, aunque manteniendo un halo, cambia la mirada. Cómo mira quien mira en esta poesía.

Leyéndola de cabo a rabo, podría aventurarse la idea de que su escritura da lo mejor de sí en sus fugas, en sus sostenidas mudanzas de estilo, tono y materia, en sus pasadizos y huellas, en lo queda de lo que deja, en lo que arranca de donde llega: en el ir de una estación a otra, de una forma a otra distinta siempre. Entre que parte y llega, Urriola se eleva. No tiene, en ese sentido (ni en otros), nada de asentamiento ni menos de acomodo sino al contrario, podría pensarse como una poética del desarreglo, del arranque de sí: “Nunca estoy, vengo llegando siempre”, escribió en uno de sus últimos poemas. Busca, encuentra, divaga y a veces se extravía, cae, pero como siempre se está yendo no perpetúa ni esos extravíos ni hasta el hartazgo sus hallazgos. Explora y halla, pero no explota lo hallado. Deja ser y también deja pasar, capta sin capturar el rastro de lo fugaz, de las estrellas que se extinguen y las noches que pasan. Nada se llama uno de sus libros más poderosos, donde el carácter huidizo de su escritura se ve en el afán de “trazar el arado de unos cuantos brotes de creatividad / que dan tumbos contra la pared”.

Debutó en 1988 con Piedras rodantes, una colección de poemas habitados por gatos y por una voz que le habla a la poeta procurando hacerlo en el slang de un momento, con los acentos y las ondas de una época, los 80, en que convivían miedos e ilusiones, el rock y la muerte, el spanglish y la bohemia, la choreza y la fragilidad. A ese libro le siguió Dame tu sucio amor (1994), donde se abre camino en el poema en prosa, con parrafadas largas y anotaciones sueltas, manuscritas y otras indagaciones formales para darle espacio a una voz enfática, de mayúsculas y negritas, de collages y frases como cuchilladas. Es un libro inestable donde una voz, con todo, se afirma “en la furia del desencanto” y da, especialmente hacia sus últimas páginas, con unos poemas que mantienen hasta hoy su rayada potencia, la entera fuerza de su trizadura: “Maniobro mi más cruenta lucha, sola y abatida por el delirio, el anhelo desbordante, la lujuria”.

Esa entonación luego fue a redundar y cerrarse en Hija de perra (1998), donde, ya metiéndose de lleno en la prosa poética, Urriola da con un extenso y colérico monólogo que termina con unas palabras que a la distancia podemos considerar un vislumbre del giro que tomaría su poética: “te juro que esta boca de perra no volverá a ladrar, ni a dar aullidos”. Esos tres libros constituyen una primera etapa marcada por el ímpetu, ese que tal vez llevó a que Diamela Eltit la definiera como “una de las más sorprendentes y deliberadas superstars de la poesía chilena”; es una poesía rodante y chocante, en el sentido literal de ir al choque -consigo misma, con la tradición poética, con el país-. Es una etapa que se cierra en sí misma, por eso probablemente la autora en 2015 reunió esos tres títulos en un volumen llamado Las estrellas de Chile para ti.

Entrado el tercer milenio, Urriola tomó aire y renovó el aliento al publicar dos libros que marcan un alejamiento de esos tonos para entrar en otros más templados, aunque siempre audaces y, en cierto modo, más hondos, más resonantes. Nada, de 2003, y Bracea, de 2007 (los que han de cerrarse en otra trilogía con el alguna vez anunciado, pero no publicado aún, Vuela). Nada alude al acto de nadar y también al vacío, que es la condición de quien escribe: “Yo que adentro estoy tan despoblada como un desierto / entretanto me pierdo”. Es un libro central en la obra de Urriola, donde con más fuerza se da su “estrecha e incalculable relación / entre ferocidad y dulzura”. A ese libro le siguió Bracea, elocuente respecto a su estética huidiza; es un libro que parece muy otra cosa, aunque abre con “El Cardo”, una delicadeza que bien podría ser el epílogo de Nada:


Pasa volando una mariposa frente a estos ojos negros que estaban
mirando el cardo. 

La mariposa bracea, y braceando se retira tan lejos del cardo blanco, 
que se ha quedado vibrando, como queda el alma cuando el dolor con
ella hace lo suyo. 

Tan imperceptible, que pareciera que no lo notara el cardo blanco ni el
viento. 

Soy una intrusa de la relación que mantiene el cardo con el viento y la
envidio. 
Pues yo quisiese ser ese cardo abrazado por el viento y no ser lo que soy. 

Un cardo contra el viento, no es lo mismo que la condena de ser dos. 

Si no hubiese visto a la mariposa aflorizar sobre el cardo blanco, 
habría pensado que lo cimbraba el viento. 

Pero lo que pienso, extrañamente tiene relación alguna con la realidad.


Tras ese poema-enlace, Bracea abre otro mundo: es como un enrarecido libro de cuentos mega expresivos, por no decir expresionistas, no exentos de crueldad ni malicia y humor negro; a ratos puede pensarse en una cruza de Agota Kristof y Mario Bellatin. Es un libro de textos escritos en una prosa incrustada de versos y de ilustraciones y fotos más bien precarias que conforman una fuerte y clara historia. La de las siamesas que narran y el amigo de tres piernas, otro sin piernas, la madre cambiante, los animales acechantes, el padre borracho… Un perro cortado en dos por un tren se deja ver, indeleble, en las primeras páginas, dando la nota de lo que vendrá. Tras contar largamente la vida en ese mundo quebrado (con dos o tres claras señas que sitúan el asunto en Elqui), las siamesas bajan de la cordillera a la ciudad, a la costa, donde sufren el desprecio y la burla y terminan entregándose al mar, “imaginando que somos la cabeza bicéfala del mar, cuyo cuerpo de agua infinita rebosa lejos de nuestros ojos”.

Nada y Bracea son —entre sí y con los anteriores libros— muy distintos y a ellos siguió un largo silencio de la autora, interrumpido en 2010 por una colaboración con la fotógrafa Paz Errázuriz, La luz que me ciega. Recién en 2017 Urriola vuelve al ruedo con Cadáver exquisito. Tan consciente está de que se trata de un retorno, que el primer verso dice así: “Poesía regresaste / ha sido un infortunio esperarte”. Está escrito al modo de un cuaderno, con apuntes, poemas abiertos, dibujos, prosas, merodeos en torno a la pérdida de la madre. Es un libro extenso y de un saber duro, de una escritura filosa en la medida en que está movida por la conciencia del despojo: “Para vivir hay que tener huesos / que no teman hacerse polvo”. Cadáver exquisito anuncia una nueva, remarcada y final entereza. Que cristalizaría en su último libro publicado, El cuaderno de las cosas inútiles, que apareció en 2022 y fue escrito en plena pandemia en Madrid; “Tuvimos una vida y la tratamos como un perro”, se lee en sus aguzadas páginas.

Se da ya en este texto final una potencia y a la vez una sencillez que conmueven, la música que siempre rondaba sus páginas ahora permea cada letra y la intuición de la muerte convive con la dicha de la escritura y una serena fascinación por la existencia, sus enigmas y su materialidad; es la hermosa y final aceptación de quien, con fiereza, vivió resistiendo:


Tal vez sea hora de construir una noria,
juntar las piedras, humedecer la tierra,
moldear lo posible,
hasta que finalmente el viento me cuente
cómo se configura la lluvia.


El 21 de julio de 2023, en el Santiago donde había nacido hacía 55 años, murió Malú Urriola producto de un cáncer fulminante. Ese día llovió sostenido y soplaron recios vientos en la capital y en toda la costa central. “Empedrado abajo, la muerte toca el violín”, dice su último verso.

 

 

 

Fotografía de Úrsula Madariaga



 

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