“Una mujer meditativa en el fondo infinito del silencio” Siete palabras de una canción ausente (1929)
“Retira de mí esos símbolos con que me acoges y devoras en silencio” Los Himnos (1962)
Entrar en la poesía, aún por redescubrir, de Olga Acevedo (1895-1970) es aventurarse en un mundo sorprendente, vasto y diverso, que recorre diez poemarios entregados en un lapso de poco más de cuarenta años.[1] Nacida en Santiago, siendo muy joven vivió diez años en Punta Arenas donde frecuentó la Sociedad Literaria de Gabriela Mistral y escribió su primer libro. Amiga personal de esta última y de Neruda,[2] Gran poeta y personaje singular, sabemos que no tuvo hijos y un breve y poco feliz matrimonio, que estuvo vinculada con la Gran Jerarquía Blanca de la India, que fue partidaria de los republicanos españoles y militante del partido comunista chileno. En lo referido específicamente a la lectura crítica de su obra poética, es muy poco lo que se ha escrito sobre ella, aunque si nos remitimos a su momento de producción, puede corroborarse que cada vez que publicó un libro, tuvo una entusiasta recepción de amigos, poetas y críticos, quienes escribieron algunas notas y artículos en tono cercano y laudatorio. Pero desde los ’60-‘70 en adelante no ha sucedido casi nada con su obra, partiendo por la inexistencia de los poemarios mismos, nunca reeditados hasta el momento.[3] Como es de suponer, esto ha significado una nula difusión y un total desconocimiento de su creación poética a nivel masivo y solo muy pocas, pero para nosotros valiosas, referencias dentro de la academia.[4]
Abocada esta vez a la tarea de identificar e individualizar la voz escritural de Olga Acevedo, me permitiré delinear algunas características que hacen de su creación una poesía singular, de gran fuerza expresiva y estética, que merece hacerse visible y reconocida dentro del campo literario nacional e hispanoamericano. Para ello enunciaré brevemente algunas de las que podría considerar sus marcas de identidad poéticas.
En primer lugar, en lo que denominaré “de la sílaba a la palabra”, percibo que en su escritura se operan manipulaciones a nivel básico del lenguaje que le permiten crear un tipo de habla particular. En muchos casos, por ejemplo, establece una discordancia deliberada entre el género de determinante y determinado (la primer, en vez de el primer); otras veces marca una acentuación gráfica no avenida a normas, o utiliza en un estilo propio grafías afrancesadas. Al mismo tiempo construye palabras con residuos de otras, creando neologismos en español que imprimen un estilo y un sentido muy personal a su escritura. Señalo un par de ejemplos con la utilización de tremante: en Los cantos de la montaña (1927), en el Canto V tenemos: “Voz tremante, ansia ardiente, fuego fértil, por fruir de la Belleza imponderable”, mientras que en Canto VII, en el poema en prosa “El sabio canta”, el dolor se define como una “Majestuosa espiral de rubíes tremantes por donde va el Espíritu hacia las cumbres de la Divinidad y de la Paz!”. Luego, dando un salto al poemario Isis de 1954, en el texto “Manuel Rodríguez”, leemos: “Ellos supieron la rosa, / la luz y el sueño glorioso. / Su arrebatada y tremante/ pasión de espada y de canto”. Esta palabra, junto con indicar un leve temblor, otorga fuerza, intensidad y hondura asociadas tanto a la vida, como a la luz, la voz, y al dolor, entre otras posibilidades[5]. Ésta y otras torceduras del lenguaje permiten establecer que estamos ante una voz consciente de sí misma, autorreflexiva, que busca un decir propio, en el contexto de lo que significaba ser poeta mujer y chilena a comienzos del siglo XX.
En segundo lugar, si ampliamos el foco del vocablo al sintagma, visualizo en sus textos la reiteración de ciertas palabras que fijan imágenes y crean un tono reconocible a su obra. Destaco la presencia de imágenes oníricas, abarrotadas e intensas y a veces desgarradoramente contradictorias que, aunque crean atmósferas densas y asfixiantes, son habitadas por un hablante que buscará con persistencia un respiro, serenidad y armonía, como en la siguiente cita de Las cábalas del sueño (1951): “Qué tumultuosas ramas de pájaros multicolores. Qué gran onda celeste, musical y gloriosa ata de punta a punta las esquinas del mundo.// Un inmenso arcoíris deslumbrador atraviesa el corazón de la selva y penetra hasta más allá de sí misma la débil sombra caminante”. Aparte de esta primera imagen puede identificarse una galería de seres, objetos y lugares que, de una u otra manera, siempre aparecen en pantalla. En ella flotarán diversos tipos de alas pajarísticas, angélicas o metafóricas, o bien una variedad importante de monstruos donde la hidra se reitera, sumando la presencia de objetos inusuales como los cilicios y espacios inhabitables como los vórtices. En La rosa en el hemisferio (1937), en “Liberación”, dice: “Para que estos ojos tristes se me llenaran de estrellas/ para que estas manos lentas fueran dos alas de música”. De igual manera, revolotean alas en versos de “La espera” de Isis: “Mi silencio se puebla de alas cálidas/ y altas cimas de estrellas”, y en “Casa de colores” del mismo libro: “Coros de alas celestes van y vienen cantando/ en la mañana pura del trabajo y el éxtasis”. Y si de monstruos se trata, en Los cantos de la montaña se encontrará una población abundante entremezclados con ángeles y demonios desde el poema “La gran Hidra”, que antecede en contrapunto a “Mi ángel guardián”, pues en su poesía será recurrente la amenaza latente del monstruo así como la presencia de las fuerzas del bien y de la luz que vendrán al rescate: “Ya la hiel tuvo el mismo sabor de los nectarios./ Ya la llama no tuvo qué arrasar en mi paz…/ Ya están limpios de larvas los nacientes plantarios./ Ya estoy lejos… bien lejos del gran Monstruo voraz!”. Monstruo que en su último libro, La víspera irresistible, se presenta en una clave de corte claramente político donde la presencia del daño colectivo está siempre latente predominando sobre el terror individual. “El monstruo” de este libro es el poder totalitario y despótico personificado en este ser que “Se azota entre los muros, llorando como un caimán/ junto a los poderosos”. Estamos frente “[… al ] Monstruo nazifascista. Lo conocéis? Salid a verlo”, dice el texto. A pesar de la brutal amenaza, del miedo y los dolores sufridos, la hablante da cuenta de su fracaso: “No nos alcanzas, monstruo./ Aquella rama dulce, que jamás nublará tu maleficio inútil,/ bajo su palio eterno, cómo florece y canta”.
En tercer lugar, esta vez del sintagma al paradigma, de las temáticas y referencias que se desprenden de las imágenes mencionadas señalo solo otros dos aspectos –dejando de lado la vinculación permanente de su poesía con los colores y la naturaleza vegetal y mineral, naturaleza floral colorida plena de árboles, rosas, violetas, y piedras preciosas (los títulos de sus poemarios son elocuentes). El primero, ya mencionado, es la utilización permanente de opuestos que se presentan tensionados: bien y mal, ángeles y demonios, luz y sombra, día y noche, virtud y pecado, dolor y gozo, risa y llanto, angustia y serenidad, ascenso y caída,[6] cielo y tierra, voz y silencio, por nombrar algunos. Un buen ejemplo de opuestos –esta vez voz y silencio— puede verse en “Saludo a mi padre” de La rosa en el hemisferio: “Para que yo cantara, todo en ti fue silencio” en el que, además, como en toda su obra, se percibe lo sinestésico como un elemento relevante de su factura escritural. Vemos otro ejemplo, esta vez relacionado con la oposición día/noche, luz/oscuridad, en el poema inicial de Donde crece el zafiro que presenta el nacimiento de esta piedra preciosa: “Allí donde las músicas resuenan/ inmensamente por la noche sola./ Donde teje y desteje en gran silencio/ la luz purísima su camelia blanca”.
La segunda temática recurrente en su poesía, la cual ya ha sido mencionada por otras lecturas críticas, es la veta religiosa o, como prefiero, la marcada dimensión metafísica que recorre toda su obra.[7] Solo destacaré un par de características: la primera es que la presencia de lo trascendente se da en términos de una permanente e intensa búsqueda para llegar a un estado otro, ideal, al cual se pretende acceder luego de transitar por un camino tortuoso, lleno de escollos y, sobre todo, de culpas personales pendientes, sugeridas pero no explicitadas en los textos. Un indicador de esta culpa latente y, por lo mismo, de la compleja relación que la hablante tiene consigo misma, es la recurrencia de “cilicio”, ese antiguo instrumento de auto mortificación y penitencia presente en muchos poemas. Vemos en “Cilicio” de El árbol solo: “Para que yo, que iba ciega y a la deriva en la noche/ resucitara lo mismo que en los cuentos de hadas blancas./ ¡Dios levantó mi cilicio, me dio un vestido de novia/ y una fruición de alas libres en la voz maravillada!”. Por otra parte señalo que en ese mundo otro existe una gran variedad de religiones y dimensiones metafísicas que su poesía convoca. Podría decirse que hace de eje central y articulador la dimensión católica, nombrada trinitariamente, ya sea invocando al Dios Padre, como al Dios Hijo y al Espíritu Santo, y otros muchos seres angélicos, pero también están presentes el hinduismo a través de Buda y la mención de su yogi Ramacharaka, el Gran Arquitecto de la masonería, y diversos dioses de las mitologías egipcias y grecolatinas. En definitiva, esta unión con la divinidad –en cualquiera de sus formas individuales o en su conjunto— es lo que le permitiría saldar deudas y lograr la anhelada paz, serenidad y armonía.
Por último, entrego como conclusión un par de matrices estructurantes que podría considerar como rasgos identitarios de su poesía. En primer lugar, la temática que devela una pulsión por fundirse con lo que está más allá, con el misterio, constituye una constante que recorre su escritura a lo largo de los 41 años que median entre Los cantos de la montaña de 1927 y La víspera irresistible de 1968. La forma de textualizar la búsqueda, el desasosiego, la necesidad de encuentro y fusión con la divinidad, utiliza siempre imágenes físico-corporales, intensas y desgarradoras a la manera de la poesía ascética y mística. Considero que una de las estrategias más efectivas para lograr esa intensidad es la sinestesia. Acevedo mezcla imágenes vívidas en las que se reúnen diversas sensaciones, ya sean visuales, táctiles, olfativas, y especialmente auditivas, canalizadas todas a través de la música que será un bálsamo para la angustia y un vehículo privilegiado en su intento por acceder al absoluto. Su escritura construye una poética de los sentidos excesiva, desmesurada, que no se atemoriza ni se contiene frente al desborde expresivo. Escritura cuyo motor fundamental está dado por los designios de las emociones, y que se mira sin fronteras espacio-temporales; una escritura que dibuja un espacio donde Eros y Thanatos se dan la mano; una escritura consciente de sí misma que sabe que, al fin y al cabo, lo que queda, lo que nos deja, son las palabras, sus palabras.
[1]Los cantos de la montaña (1927); Siete palabras de una canción ausente (1929); El árbol solo (1933); La rosa en el hemisferio (1937); La Violeta y su vértigo (1942); Donde crece el zafiro (1948, Premio Municipal de Poesía); Las cábalas del sueño (1951); Isis (1954); Los himnos (1962); La víspera irresistible (1968, Premio Municipal de Poesía). [2] La portada de su último libro está compuesta, en grandes letras, por un poema de Neruda que dice en su primera estrofa: “Olga Acevedo, clara oscura/ escribió este papel y otros cristales/ derramó esta verdad y otras raíces. / Nadie la pudo amar en vano”. [3] En este momento se encuentra en imprenta un libro a mi cargo con la reedición de los diez poemarios de Olga Acevedo. La publicación se enmarca en el proyecto de investigación: “Cuatro poetas de la vanguardia chilena: Winett de Rokha, Olga Acevedo, María Monvel y Chela Reyes” (Proyecto Fondecyt Regular Nº 1160096). [4] Menciono como referencias los breves comentarios a su obra aparecidos en antologías: María Urzúa y Ximena Adriazola, La mujer en la poesía chilena, Santiago de Chile, Nascimento, 1963, pp. 71-2; Eugenia Brito, Antología de poetas chilenas. Confiscación y silencio, Santiago de Chile, Dolmen, 1998, p. 58; Naín Nómez, Antología crítica de la poesía chilena, Santiago de Chile, Lom, 2000, II, pp. 133-35. [5] Me parece necesario precisar que tremante es una palabra italiana que se traduce al español como trémulo, tembloroso, y que Acevedo usa dándole diversas acepciones. Neruda la usó en “Inicial”, Crepusculario: “Cierro, cierro los labios, pero en rosas tremantes/ se desata mi voz, como el agua en la fuente”. Víctor Raviola Molina M., ed., “Cuatro poemas de Neruda Adolescente”, Nueva Stylo, 3 (2004), pp. 5-6. http://repositoriodigital.uct.cl/bitstream/handle/10925/194/NST_0717-4268_03_3_art7.PDF?sequence=1 [6] No puedo dejar de mencionar la similitud de este verso del poema “Fatal”, “Ay! avión desconcertado rodando vertiginosamente hacia la muerte” de El árbol solo de 1933, con el Altazor de Huidobro. [7] Es también la percepción Andrés Sabella. En un artículo que se publica luego de su muerte, destaca: “la vena religiosa que alimentó su producción literaria: Su obra es urna de limpidez; transcurre como suspendida en hilos de agua”. http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-334082.html Menciono también Los nombres de la diosa: religiosidad en la poesía de Olga Acevedo, de Manuel Naranjo Igartiburu, quien señala: “la expresión de una religiosidad profunda, heterodoxa y libre en la que parecen confluir todas las creencias y el intento de devolverle al lenguaje y, en particular, a la poesía, su antigua capacidad mágico-sacramental de ‘re-unir’ lo mundano y lo divino”. https://uach.academia.edu/ManuelNaranjoIgartiburu
María Inés Zaldivar: Santiago de Chile, 1953. Doctora en Literatura, profesora, ensayista y poeta, actualmente es docente e investigadora en la Facultad de Letras en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y se desempeña como Directora de Extensión y Educación Continua en dicha facultad. Es autora y editora de diversos libros, ensayos y artículos de análisis literario, fundamentalmente de textos hispanoamericanos; entre ellos: Reiterándome, o la elevación frente a la negación (1994), La mirada erótica (1998), co-autora de Literatura: la fructífera producción de un siglo. 1905-2005 (2005), Vanguardias Literarias: CHILE (2009), Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache. Relación y sentencia del Virrey del Perú (1615-1621) (2016) y Poesía Completa Olga Acevedo (2018). En poesía ha publicado: Artes y oficios (1996), Ojos que no ven (2001), Naranjas de medianoche (2006), Década (2009), Luna en Capricornio, Bruma (2012) y Mano abierta (2018).
Esta publicación se enmarca en el proyecto de investigación: “Cuatro poetas de la vanguardia chilena: Winett de Rokha, Olga Acevedo, María Monvel y Chela Reyes” (Proyecto Fondecyt Regular Nº 1160096)
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dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com El caso Olga Acevedo
Por María Inés Zaldivar
Publicado en HISPAMERICA, N°140, 2018