En el vientre impaciente de la lavadora
los colores se mueven por capricho
cuando voltea la máquina, se mece,
contorsiona su línea vertebral
sometida por leyes intrigantes
al ajustado margen del temblor,
la sacudida, el espasmo.
El rojo, el amarillo, el verde menta
se confunden y mezclan, recolocan
la paleta original de los colores,
abigarran el agua con sus tonos,
se exprimen para ofrecerse hermosos y amarrados
al jabón, la lejía abrasadora.
Componen un universo impredecible
y juegan a que tiñen el lino, el algodón,
las telas indefensas en el inquieto espacio,
las telas que se apropian del gris,
azul marengo,
para el forro o la costura primorosa,
aprensivas, temibles en su ira
si el resultado es torpe o irritante.
Hasta que no interrumpo el movimiento
y apago ese artefacto incomprensible,
no vuelve cada prenda con su primera imagen,
con la forma natural, la liberada
del sueño, la fantasía venturosa.
(de La sola materia)
Un día se superpone a otro.
Una tarea a otra.
Un desayuno y su cuchara a otro.
Forman como las capas del hojaldre
o de la gelatina:
no llegan a fundirse,
no se amasan con el sudor del tiempo,
no crecen como el pan repleto de las horas
empeñadas en lograr su perfección esférica
y crujiente.
En la cocina, mientras huelo
el perejil anónimo, la sal,
o la leche que hierve
-y que también suspira levemente-,
imagino que todo encuentra su sabor,
la dimensión exacta del gusto requerido,
ese espacio para el pleno desarrollo
de las papilas gustativas
y su redundancia,
de modo que no sean tan iguales
un desayuno y otro,
como no lo son
una cuchara y su gemela,
recuperadas en su perfil,
en la mella individual
e intransferible
del golpe contra la taza o el destino,
de la caída vertical hacia la ausencia.
(de La sola materia)
Para Ana Orantes, a quien su ex marido prendió
fuego un 17 de diciembre de 1997.
La mirada insolente
es una forma aguda como un clavo en la tierra,
contiene una porción horrible de sí misma
y apenas imagina
la depauperada humillación de estar
como si no,
del cuerpo que se arruga
y se encoge en su nudo primerizo
volviéndose ceniza, haciéndose invisible
materia degradada por el odio,
la paja que se prende con blandura.
La mirada insolente
acompaña a la mano, a la pierna insolentes
para apresar el cuerpo con el garfio del miedo
porque ella está tan sola y ya vencida,
herida de la queja y azotada
con el tizón de espanto que lleva el que es su ángel
del mal o de la ira.
La violencia insolente
hace temblar los márgenes del cuerpo
y en su lenta combustión como de encina
la tinta de las venas escribe ese calvario
cuando era profanado el templo de la carne
y en el aire se anotan garabatos, grafitis
con la voz enfangada y sucia de ese grito
que calcina los labios, las cuerdas de la boca,
“porque yo no sabía hablar
porque yo era analfabeta
porque yo era un bulto
porque yo no valía un duro”.
Oh cuerpo de papel para la hoguera.
(de El ángel de la ira)
Mientras estoy subida sobre ti
y juntos arqueamos la bóveda del cielo
sólo puedo escuchar el rumor de mi sangre
golpeando los poros, la pared de la piel,
el tambor de cristal de la sangre bombeando
varios litros espesos por minuto.
Cuando estoy sobre ti no pienso en casi nada,
sólo siento una zona de sol que me conduce
al amarillo hueco del calor,
al lugar en que tiemblan las espigas
antes de su recolección para la hoguera.
Porque tiemblo y escucho la pulsión de la sangre
como si fuese tierra que se estuviese haciendo
en el horno inicial del corazón del mundo,
escucho su rumor subiendo de volumen
antes de su erupción en lava y en ceniza
y su anverso es el génesis pero tiene también
transustanciado el rostro de la muerte.
Y es que mientras estoy subida sobre ti
me llegan otros ecos de desastres,
lo del desplome azul de las casas de Oriente
que alguien cuenta en la radio, no le tiembla la boca:
Afganistán es nombre de tristeza
si ha habido un terremoto y no era de placer.
Por eso continúo subiendo por tu pene
y así estoy conjurando la caída del tiempo,
la caída devastada de la gente en Tajar,
la redención –que es falsa– del sufrimiento horrible
porque atrapo un instante nuestra gloria insensata.
(de Carnalidad del frío)
Para escribir un poema que sea pleno de amor,
incendiado en sus sílabas de escarcha,
puedo releer los libros que conozco
donde alguien tocó nuestra eterna raíz
midiendo la distancia que va del cuerpo al cuerpo
-oh pelea desigual y ensangrentada
de la que no saldremos nunca indemnes,
mordido el corazón en su mismísimo centro-.
Porque bailo despacio un baile repetido
de forma que soy junco como otra de las muchas
mujeres, de las niñas, las ancianas
que están antes de mí, las que vendrán
a acariciar tu sexo estremecido
esperando encontrar inigualable
cada una en su señal, en su contorno
el gesto primordial de nuestra dicha.
Porque es común el peso en las caderas
que nos hace movernos, concebir,
guardar el surco de agua que trae el viento.
Es en serio que nada necesito,
la bibliografía podría ser escasa
y yo te tocaría igual cada minuto
aunque hubiese perdido el alfabeto,
el habla del primate vuelto hombre
y espacio vertebral en la belleza.
Apenas me hacen falta las dos manos
para escribir sin tinta ni agonía
el rasgo corporal del pergamino.
(de Carnalidad del frío)
Dos piernas, dos rodillas, dos tobillos,
los dedos diminutos de los pies
que son tan parecidos unos a otros
y suman sus falanges en parejas,
los huesos semejantes, sucedidos
y su contaduría vertebral
para escribir el peso o el fulgor
son nómina y carbón en papel copia,
perfecta simetría con que el cuerpo
busca no estar tan solo y se consuela
del lunes y su abrazo envenenado.
Por eso se acompasa en paridad,
escruta sus meninges, sus alardes,
su tiempo entristecido y concluyente
y cuenta sus costillas mientras gime,
porque es inmensa la llanura sola
y el sol está tan lejos como el mar.
El día en que nos faltan los afectos,
palabras olvidadas como trébede,
justicia, lapicera o resplandor,
cuando estalla la flor de la torpeza
y aroma los manzanos al troncharse,
el cuerpo se conforma como puede,
busca su concordancia, su acomodo
para la ley de las compensaciones
y balancea su peso duplicado
por el estrecho beso de lo dual.
Tan sólo los impares desiguales
–el sexo, el corazón o la cabeza–
revientan en su plomo solitario,
reclaman con ardor para la sed
y exigen de algún modo compañía,
un canto en que se enreden otras voces
haciendo más liviano el universo.
(de La ausente)
Hasta el poema llegan, como islotes
de óxido y de plancton celular,
los restos silenciosos del naufragio
en que quedan los barcos y los hombres
tras el amor intenso, el oleaje
que levanta su proa y la sumerge
al fondo de la mar y sus caballos.
Las caracolas guardan su rumor,
la lentitud sombría en que los peces
desnudos se acomodan a morir
y vuelven cristalina su belleza
de fósil, su armadura transparente,
su vertical caída hasta el silencio
en que el fondo del mar guarda la espuma
que levantó el deseo y las mareas.
En su abisal distancia deslenguada,
amor y mar comparten varias letras
y la raíz mojada por la sal
empapa cada signo tras su empeño
por la coloración y el frenesí.
La boca humedecida, la entretela
del cuerpo y sus humores ablandados,
las veintinueve letras rezumadas
por la líquida masa del amor
después se vuelven piedra quebradiza,
astilla y fósil blanco en su rescoldo,
su agalla enrojecida en el vivir.
(de La ausente)
La mujer espera la llegada de los ciervos.
Se sienta en la cuneta y se descalza.
Con la uña más pequeña de su pie
rasca la tierra blanda y enmohecida
hasta arrancar un árbol de raíz.
Con un dedo invisible en su estatura,
remoto soberano primordial
empuja los nogales, los gomeros,
las hayas y los robles, los manzanos.
Después, bajo la lluvia, se arrepiente
mientras le late el pánico en la ropa.
El dedo mutilado es como el odio
del árbol mutilado, en la mujer
que se pinta en los labios treinta y dos
piezas dentales blancas, esmaltadas
con las que no morderse los pezones
ni llorar por los árboles caídos
y que suben despacio, en sus alvéolos,
como subió cada árbol a su copa.
Del tronco descuajado, vuelto torre
gemela de otras torres neoyorquinas
caen los pájaros muertos, las personas
como estorninos muertos, el ramaje
como chicharra muerta, los tablones
como féretros muertos para Irak.
La mujer entretanto se avergüenza,
guarda el dedo y su uña, sus dolores,
el esponjoso hueco de la encía
en que ató cada diente su raíz
y levantó una torre mineral.
A su lado, los árboles reposan
su tiempo de madera, griterío
de perros y de niños clausurados,
los brazos y las piernas como ramas
taladas con dolor contra la tierra.
Los animales huyen espantados.
Los ciervos se disculpan y no vienen.
(de Atavío y puñal)
Sobre su pecho muerto, la mujer
pinta una gran ventana para el aire.
El corazón, en su áspera alegría,
asoma al sur su sala octogonal
por el hueco del seno que extirparon
la enfermedad, la mano, el bisturí.
Sobre su pecho muerto, la mujer
raspa cualquier recuerdo doloroso
y colorea el soplo y el zumbido
del arrebato rojo de quedarse.
El hospital se borra en su blancura,
esa sala de espera es no lugar,
la habitación sin lágrimas ni olivos
es también no lugar, los lavatorios
y ascensores que nunca se detienen,
el pasillo alargado como el miedo
de biopsia en biopsia es no lugar.
La madre le cosió dos grandes senos
con hilo destrenzado del cordón
que la anudaba al tiempo y sus asomos.
Ahora un médico serio, preocupado
descose uno de ellos, lo retira
en silencio, y la extensa cicatriz
que corre por el tórax como el frío
abrasa los paisajes de la tundra.
Pero sobre su pecho, la mujer
sombrea un árbol negro, transversal
por la ira de perderse en el otoño.
También nubes y niños anhelantes
en su transpiración y su ajetreo
para mojar la tarde y las palabras.
El viento que entra en tromba la despeina
y su risa es un pájaro veloz.
(de Atavío y puñal)
La mujer pinta de plomo sus pezones.
Le pueden los corajes, las heridas,
el dedo con que aprieta contra el aire
un lamento de plomo, un grito largo
que se quedó descalzo y sin pendientes.
Al caminar furiosa contra el viento
que ensucia sus caderas de hojas muertas
y trozos de ramitas embarradas,
sacude a manotazos la cal viva
con que la dictadura había borrado
sus pies y sus apremios, la belleza.
Entonces aparecen los diez dedos,
media suela aterida de un zapato
que caminó ruidoso sobre el mundo,
restos blandos de tela indescifrable
y un grito que revienta en su metal
porque hay pelo adherido a ese dolor
y la mujer camina arrebatada
con su roja clavícula en la mano
para escribir su nombre en las paredes
y en la calcinación de la caliza.
Del reverbero le arden los pezones
pero al llegar la tarde se consuela:
la tibia, el peroné de su esqueleto
apagan el rencor blanco de cal
y disuelven el óxido y el talco,
el miedo, las fracturas, los manteles,
el agua endurecida por el odio.
Y cuando duerme, olvida que en Oswiecim
guardan el pelo humano en una nave.
En el sueño, además, hay una niña
que duerme acomodada por completo
sobre un sol acabado y circular
como una mandarina luminosa.
(de Atavío y puñal)