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Canto y Baile
(cuento)
..... Los muebles de aquel salón de baile eran tapizados con
brocato color rojo; rojo era también el papel que cubría las paredes y
roja la alfombra que, despues de orillar de encarnado las patas de las
sillas y sillones, terminaba súbitamente ante el piano. En las ropas de
las mujeres de aquel salón de baile predominaba igualmente el color
rojo. Los espejos, cuatro grandes, colocados uno encima del piano, otro
al fondo, en la pared contraria a la que ocupaba el primero, y dos
frente a frente en las paredes restantes, recogían y multiplicaban aquel
tono como una sinfonía en rojo, tal vez si conscientemente organizada
por la dueña de casa, que no ignoraría, ya que eso formaba parte de su
conocimiento del negocio, que el color rojo influye en los nervios,
excitando a los apacible y enloqueciendo a los
irritables.
..... El piano, negro, alto,
profundo, destacándose entre el rojo, semejaba un catafalco contrariado,
constreñido, a pesar de su seriedad, a presenciar aquella orgía
ultrarroja. A su lado había una mesilla vacilante con cubierta de lata,
donde las mujeres acostumbraban a tamborilear con la palma de las manos
para evitar el baile. Parecía una desordenada y pequeña murga al lado
del piano.
.....
El salón tenía forma rectangular; dos
puertas se le abrían en un mismo muro. Los muebles de aquel salón de
baile eran viejos; pero firmes, como hechos para soportar la caída de
cuerpos vacilantes y cansados; únicamente su brocato rojo claudicaba ya,
deshilachado y un poco desvaído, y los muelles, molestos por la presión
de tantos años, se erguían amenazadores e hirsutos bajo la tela
lustrosa. La alfombra, gastada por los millares de pies que habían
bailado y zapateado sobre ella, mostraba algunos flecos
rojisos.
..... Cuatro mesitas de color
negro, que hacían, con su color, menos sensible la soledad obscura del
piano, extendían sus cubiertas opacas en los espacios que quedaban
libres entre los muebles.
..... De día el salón permanecía
desierto y los grandes espejos, vacíos de imágenes móviles, se miraban
entre sí, con ojos claros veteados de rojo, como personas que no
tuvieran nada que hacer. El salón y sus muebles, el piano y las mesitas
se multiplicaban en ellos a sus anchas.
..... Pero de noche...
De noche las lunas claras se llenaban de imágenes, negras o blancas, que
se movían dentro de ellas y a través de ellas como grandes peces en un
estanque con algas rojas y negras, y a veces eran tantas las imágenes,
que los cuatro espejos no bastaban para reflejarlas y retenerlas a
todas.
.....
Se llegaba al salón después de atravesar
un estrecho y obscuro patio, en cuyo centro varios bambúes estiraban sus
delgadas cañas verdes. A ambos lados del patio se abrían las puertas de
los cuartos de las mujeres, cuartos que no estaban amoblados sino por
una cama, un velador, una silla y un bacín de fierro
enlozado.
..... La puerta de calle era
maciza y ancha y una luz roja llameaba en lo alto de su ceño adusto. En
una de sus hojas había una ventanilla enrejada, que servía para mirar
desde dentro a los que desde fuera llamaban. Una gruesa tranca la
atravesaba de lado a lado. Al entrar al zaguán se veía, a la izquierda,
por el vano de una puerta que no estaba nunca cerrada, la habitación de
la dueña de casa; un catre grande, bronceado, adornado de cintas y
encajes, con sobrecama de seda roja y amplios almohadones, alzaba en el
medio de esta habitación sus brillantes varillas.
..... El
patio, de noche, estaba siempre obscuro y únicamente lo alumbraban de
modo ambiguo los reslandores que salían por las puertas del salón de
baile; al fondo estaba el depósito de los licores, dos o tres cuartuchos
destinados a usos menores y una pared de escasa altura, límite último de
la casa de canto y baile de doña María de los Santos.
* * ............*
A las ocho y media de la noche de aquel día
sábado, empezaron a llegar, en hilera alternada, los parroquianos de la
casa. Algunos venían en coche, baja la capota; cantaban y gritaban,
golpeando las palmas y accionando violentamente; la obscura calle se
llenaba con sus aullidos. Otros llegaban a pie, en grupos vacilantes.
Golpeaban la maciza y sorda puerta, que devolvía un sonido opaco, como
de tronco de árbol; se descorría la placa de hierro del ventanuco y una
voz de vieja inquiría: ..... -¿Quién es? .....
Esta pregunta era nada más que una fórmula, pues fuera el que fuera con
tal que no fuera policía, la puerta se abría en seguida. Contestaban
todos a una y nada se entendía, pero el hecho de que no se entendiera
nadie equivalía a una clara contestación. Se corría la tranca, se abría
luego la puerta lentamente y los hombres se hundían en la obscura
oquedad del zaguán. La puerta se cerraba despacio tras
ellos. ..... Así fué absorbiendo la casa a sus parroquianos.
Algunos salían poco después de haber entrado dando como excusa la
excesiva cantidad de personas que llenaban el salón o la ausencia de la
mujer que preferían. ..... Desde el zaguán se oía ya la
algazara del salón, un ruido espeso de música, de zapateo, de gritos, de
jaleo y de voces. La voz de la mujer que tocaba el piano y cantaba, la
tocadora, se elevaba agudamente por encima del tumulto, con acento
desgarrador; parecía que la maltrataban o la herían, arrancándole gritos
de dolor:¡Ay, ay, ay! Si yo
llorara... El corazón, de pena, se me secara...... El
ritmo del baile era siempre el mismo; únicamente cambiaba la letra de
sus coplas. Era un ritmo vivo e impetuoso, pero idéntico, que vibraba en
el aire como una sola cuerda de un solo tono, saliendo después hacia el
patio, envuelto entre los gritos y los zapateos y perdiéndose en los
rincones. Un tamborileo claro y seco, hecho con los nudillos de los
dedos sobre la caja de una guitarra, surgía en los espacios que dejaban
vacíos el canto y la música. En ese tamborileo, alma verdadera del baile
nacional, la cueca, que marcaba un ritmo monocorde y constante, estaba
el encanto y la atracción de él. Algunas manos, tocando sus palmas y
otras sonando sobre la vacilante mesilla con cubierta de lata, ayudaban
a animar el baile que sin tamborileo y sin palmadas habría cerrado sus
alas, dejando caer al suelo, como un murciélago, su ritmo
monocorde. .....
Bailaban los hombres con los ojos bajos,
serios, como si cumplieran una obligación ineludible; únicamnete en las
vueltas, de pasada, mientras el hombre acariciaba a la mujer con su
pañuelo arrugado, ambos se sonreían, como quienes están cometiendo a
escondidas alguna picardía. Después, los pañuelos daban vueltas en el
aire y la seriedad recomenzaba. El ritmo impetuoso parecía dominarlos,
ciñéndolos a su voluntad, impidiéndoles pensar en otra cosa que no fuera
su seguimiento. El mundo exterior desaparecía para ellos; estaban
unidos, mientras duraba el baile, por una especie de compromiso
contraído ante una persona que temieran. Muy pocos, casi ninguno, tenía
en sus movimientos vivacidad y entusiasmo. ..... Pero el final del
baile los libertaba y una explosión de gritos y aullidos surgía de sus
gargantas, haciendo oscilar la araña de cuatro luces que pendía en el
centro del salón y empañando los espejos con un vaho caliente. Las manos
se extendían ávidamente hacia los grandes vasos llenos de vino,
colocados encima de las mesillas negras. Algunos se vaciaban el licor en
la garganta, no bebían; estaban dominados por el deseo de embriagarse
pronto y perder la timidez y su cordura, timidez y cordura que les
impedían desatar toda la puerilidad y locura que bullían en sus
corazones. Pero poco a poco todo se iba andando, andando sin prisa y
cerca de la media noche ya el salón era una reunión de posesos que se
retorcían de embriaguez, bailaban a saltos, desdeñando el ritmo
imperioso del baile, gritaban, reían a gritos, abrazándose, llorando.
Con las ropas en desorden y mojadas de chorreaduras de licor, revueltas
las apelmazadas cabelleras, los rostros congestionados, las narices
anhelantes y las bocas llenas de una saliva clara que no podían
controlar, rodaban al suelo, hipando. Las mujeres se los llevaban a sus
cuartos, vacilantes, los ojos vidriosos, mudos como
idiotas. ..... En medio de este derrumbe,
una voluntad y un espíritu permanecían firmes: los de doña María de los
Santos. Sentada junto al piano en una amplia silla de paja, desbordante
de grasa y de trapos, contemplaba la barahunda humana; ella no se
entusiasmaba, ella no reía, ella no bebía, no hacía otra cosa que cobrar
lo que se consumía. Sus ojos sin expresión controlaban el negocio; ni
una gota de vino se bebía o se derramaba sin que hubiese sido
religiosamente pagada. Su mano derecha bajaba y subía desde el brazo de
la silla hasta el bolsillo de su delantal, que poco a poco se himchaba
como un sapo, lleno de dinero. ..... Así se iba la
noche...
* * .........
*
Después de medianoche, el salón se despejó
bastante; cuatro horas de baile y de licor eran más que suficientes para
derribar al más fuerte. Sin embargo, algunos, cuyas cabezas sin duda
eran de fierro o de madera, persistían aún; pero no bailaban, bebían
solamente, conversando entre ellos, tartajeando, riéndose y profiriendo
tremendas palabras. Las mujeres habían sido olvidadas; ellos no venían
por ellas, venían por beber, por embriagarse y las utilizaban al
principio como un medio de lograr su objeto. Hasta el baile era para
ellos un pretexto para emborracharse. Sentadas, inclinaban ellas sus
humildes cabezas, esperando una nueva remesa de hombres que vinieran a
buscar allí su desequilibrio y su demencia alcohólica y a los cuales
ayudarían en la tarea. Ese era su papel. No existían allí como mujeres,
simplemente como mujeres, sino como medio de alcanzar esto o lo
otro. ..... En la calle se oían gritos; los hombres que salían de
la casa se quedaban parados al borde de la acera, embotados, sin
conciencia alguna; permanecían así un instante, procurando darse cuenta
del sitio y estado en que se encontraban, y cuando al fin se orientaban,
desaparecían gritando en la noche. Otros peleaban, cayendo al suelo y
sonando sordamente como sacos llenos de papas y de
sandías. .....
Tres o cuatro dormían sobre los sofas del
salón; inútiles fueron los gritos y los remezones induciéndolos a
despertar y retirarse. Sus camaradas, aburridos, los habían abandonado y
allí estaban, como si estuvieran fosilizados, pálidos, recorridos de
improviso por largos escalofríos que les hacían rechinar los
dientes. ..... La casa permaneció así, en
silencio, durante largo rato. Las mujeres dormitaban; los borrachos,
ahitos ya y callados, no hacían ademán alguno de retirarse; ahí estaban,
sin saber por qué estaban allí, pues ya no sentían deseo de nada, ni de
beber, ni de bailar, ni de hablar. Se miraban entre si, dirigiéndose
forzadas e inexplicables sonrisas. Pero de pronto, el obscuro patio se
llenó de voces claras, firmes, alegres. La dueña de casa, que no bebía,
ni bailaba, ni dormía, animó a las mujeres: ..... -Ya
viene gente... ..... -Las mujeres, soñolientas y
destempladas, se acercaron a la puerta. Una fila de individuos penetró
al salón. Al verlos, la patrona se encogió de hombros y
dijo: ..... -La que faltaba, la palomilla. .....
Era, en efecto, la palomilla, la terrible y peligrosa palomilla; pero no
la formada por chiquillos vendedores de diarios, lustrabotas y
raterillos, sino otra muy distinta: la palomilla cuchillera, la fina
palomilla, que mariposea en la noche bajo la luz de los faroles
suburbanos y desaparece al amanecer en los zaguanes de los conventillos,
la palomilla que roba cuando tiene ocasión de hacerlo y mata cuando la
dejan y cuando nadie la ve, y que, sin embargo, no es ladrona ni asesina
de profesión, faltándole audacia para lo primero y valor para lo
segundo, pues no es ni valiente ni audaz sino en la obscuridad y en la
soledad de las callejuelas apartadas. ..... La dueña de casa
tenía razón al no recibirlos con agrado; la palomilla no es generosa,
puesto que es pobre de condición y miserable de espíritu; no es amable,
puesto que es brutal; no es tranquila, puesto que es maleante. Gastaban
poco y se divertían mucho, pero su diversión era fría como una daga y
triste como una máscara. ..... Eran seis hombres y los seis
iban vestidos de una manera desaliñada y pobre. Camisa sin cuello, gorra
o sombrero, ropas lustrosas y deshilachadas; algunos calzaban zapatos
gastados y rotos, otros llevaban alpargatas; varios no tenían
chaleco. ..... Uno de ellos se acercó a la
dueña de casa. Era un hombre como de veintiocho años, alto y delgado,
con movimientos de autómata en todo su cuerpo; los brazos le colgaban
flácidamente de los enjutos hombros; tenía un rostro grande, huesudo,
lampiño, de color mate, linfático, sin expresión, de labios finos y
descoloridos, entre los cuales asomaban largos dientes verdosos. Todo él
daba una fuerte impresión de frialdad, que hacía encogerse a las mujeres
como ante una culebra. Se llamaba Atilio, apodado "El Maldito", es
decir, el cuchillero sin valor. ..... -Buenas noches, misiá María
-dijo, con una sonrisa que quería ser jovial-. ¿Cómo le
va? ..... -No tan bien como a vos. ¿Qué andan haciendo por
acá? ..... -Venimos a visitarla; a divertirnos un
ratito. ..... -¡Pero no vayan a
pelear! ..... -No, somos gente
tranquila... ..... -Sí, muy tranquila. ¿Cuántas
veces han estado presos esos que vienen contigo? ..... Atilio se encogió de hombros y mostró sus dientes
verdosos: ..... -Las cosas de misiá María...
¡Siempre tan tandera! ..... -Si, no ves que yo no los
conozco. ¿Cuándo saliste en libertad? ..... -El miércoles.
Fíjese que me estaban echando la culpa de la muerte del Negro Agustín.
¡Tanto tiempo que no veo! ..... -¡Tanto tiempo que no lo
veo! El día antes que lo mataran estuvieron aquí con él. ..... -Je, je ¡Las cosas de misiá María!... .....
-Bueno, ¿van a tomar algo? ..... -Sí, unos diez vasitos de
vino. Aquí está la plata. ..... Extendió la mano, mostrando
en la palma de ella un arrugado y sucio billete de diez pesos; pero la
dueña de casa vaciló en tomerlos. A pesar de su avaricia, era generosa
con la palomilla, pero esta generosidad era solamente un cálculo;
regalándoles un poco de licor, se irían en cuanto lo terminaran, y como
lo que ella quería era que se fueran cuanto antes, raras veces les
cobraba. Además, con ello hacía méritos para que no le robaran. Por fin
dijo: ..... -No, no me pagues; les regalo los diez
vasos. ..... -Muchas gracias, señora María; siempre tan generosa
con los pobres. ..... -Pero no peleen ni se roban
nada. ..... -¡Cómo se le ocurre! No somos gente
tragediosa... ..... -¡Hum! .....
Volvió a empezar la música y el baile; bailaban los palomillas en
parejas, animándose unos a otros con ásperos gritos y palmoteando las
flacas manos, que sonaban como delgadas tablas. Bailaban gravemente,
dramáticamente, con una expresión trágica en sus rostros demacrados;
hacían la menor cantidad posible de movimientos y sus piernas parecían
pegadas unas a otras, de tal modo eran lentos y breves sus pasos.
Exigían que la letra de los cantos fueran tristes, que no hablaran de
amores alegres, ni de esperanzas sencillas; cuando las tocadoras no les
daban en el gusto, cantaban ellos, acompañándose del piano, con voz
blanca, sin tono, versos que parecían escritos en la cárcel o en el
hospital:¡Mi vida! Solicito un
imposible, por un imposible muero; imposible es olvidar el
imposible que quiero... ¡Ay, ay, ay!..... Y los que
bailaban, al zapatear silenciosamente sobre la alfombra, con movimientos
arrastrados y sin moverse de un mismo lugar, parecían hacer un agujero
en el suelo. ..... Poco a poco se fueron
animando. Al terminar de bailar, bebían moderadamente, haciéndose guiños
de inteligencia. No servían ni una gota a las mujeres; el licor era para
los hombres. Y ellas bailaban sin ganas, por obligación y por temor. De
aquellos hombres no se podía esperar amor, ni generosidad, ni siquiera
amabilidad; pero, tampoco había que olvidarlos o desairarlos, porque se
podía recibir de ellos algo más duro y para ellas más temibles: una
bofetada o una puñalada.
.. * * ...........
*
Una hora larga haría que aquellos seis
hombres estaban allí, cuando penetró al salón un nuevo grupo de
individuos, la mayor parte de ellos vestidos de negro, decentemente. La
dueña de casa, que conocía a cada uno y a todos sus parroquianos,
comentó: ..... -¡Bah! Primero la palomilla
y ahora los ladrones... Se juntó el hambre con las ganas de
comer... ..... Se habían reunido las dos
ramas últimas de la fauna santiaguina: los palomillas y los ladrones.
Cuando éstos entraron, bailaban Atilio y uno de sus compañeros. Los
recién llegados se agruparon en la puerta del salón, observando y
comentando. ..... -Son malditos. Fíjate como
bailan. ..... -Ese que baila, el más alto,
es el maldito Atilio. ..... -He estado preso con él en
el mismo calabozo. ..... -Cuchillero
fino. ..... -Pega a la mala, por detrás y a la
segura... ..... Los otros, por su parte,
hacían lo mismo: .....
-Son ladrones. .....
-Ese chico de bigotes es Tobías, el maletero. .....
-Ese alto es el Cabro Armando, llavero. ..... -Andan
tomando. ..... -Vámonos -insinuó
uno. ..... -¿Por qué? -interrogó Atilio, que terminaba de
bailar-. ¿Qué nos pueden hacer ellos que nosotros no les hagamos?
Además, aquí se trata de divertirse y no de pelear. Sigamos
bailando... .....
Al ver a los ladrones, las mujeres
palmotearon de contento. Para ellas el ladrón es siempre más amable y
más generoso que el palomilla; gasta cuanto tiene y quiere que todos se
alegren junto a él. Las mujeres los conocían bien y fueron hacia ellos,
olvidando a los otros. Pero la dueña de casa, que conocía muy bien el
carácter de unos y otros, intervino: ..... -No dejen solos a
los niños; hay que atender a todos. ..... Las mujeres se
rebelaron: ..... -¡Qué, esos rotos! Ni las
gracias le dan a una cuando terminan de bailar, ni un traguito le
sirven. Palomilla y basta... ..... Los ladrones pidieron una
considerable cantidad de licor y pagaron en el acto. La zalagarda empezó
de nuevo, pero ahora estruendosamente, con ímpetu renovador; los
ladrones bailaban y cantaban, gritando con aturdimiento, riendo,
cortejando a las mujeres, bromeando entre ellos. Eran muy buenos
camaradas que se divertían juntos durante un momento, sin importarles el
momento siguiente, que para ellos era siempre
desconocido. ..... Entretanto, los palomillas
quedaron olvidados en un rincón, bebiendo en silencio y mirando a
mujeres y hombres con ojos de rencor. Hicieron dos o tres tentativas
para que las mujeres bailaran nuevamente con ellos, pero no lo
consiguieron; contestaban: ..... -Estoy tan
cansada. .....
-Otro ratito... ..... -Estoy comprometida. ..... Se daban aires de señoritas.
El maldito Atilio, que recibió una contestación semejante, apretó los
dientes y se puso más pálido; los labios se le pusieron más delgados.
Murmuró: .....
-Bueno está... ..... -Y
volviendo hacia su asiento, dijo a sus compañeros: ..... -Afírmense, ñatos, porque de aquí alguien va a salir para los
mármoles de la Morgue. ..... Los demás, que no tenían el
avezamiento y la destreza de su camarada, se pusieron nerviosos,
palpando inconscientemente los mangos de sus cuchillas, esperando el
instante de la riña. Este no se hizo esperar...... En un salón lleno
de hombres y mujeres de esa calaña, no había de faltar. Una de las
mujeres, al terminar de bailar y desorientada por el griterío y el
baile, equivocó la mesa de los ladrones con la de los palomillas y tomó
un vaso, bebiendo un trago de vino; pero apenas había realizado este
último movimiento, advirtió su error y miró hacia los amleantes. Doce
ojos la miraban fijamente. Quiso pedir disculpas, pero antes de que
lograra pronunciar una palabra recibió un insulto y un empujón que la
estrelló violentamente contra uno de los ladrones. Y el maldito Atilio,
de pie junto a la mesa, le gritó: ..... -¿Tenemos cara de
tontos nosotros o crees que venimos aquí a regalarte el vino? Miren que
niña... .....
La mujer, furiosa,
contestó: ..... -¡Palomilla,
maldito! ..... -¿Y qué más me sacas?
-preguntó Atilio con sorna. ..... -¡Cobarde! ..... -¿Y
qué más? ..... Un insulto brutal rebotó
contra el rostro de madera de Atilio y éste marchó impetuosamente contra
la mujer, levantando el brazo. Pero en ese instante un hombre se
interpuso entre los dos. Era un hombre de baja estatura, pero grueso y
musculoso, lleno de vivacidad y resolución en sus movimientos; su rostro
moreno lucía un bigotillo negro y rizoso; los ojos eran grandes y llenos
de fuego. Un diente de oro le relumbraba en la sonrisa, haciéndola más
viva. Era la antítesis del maldito Atilio, frío y estirado como una raíz
marina. Detuvo al maldito poniéndole una mano en el pecho y haciéndole
retroceder. ..... -¿Qué pasa? -preguntó éste,
asombrado. ..... -¡Eso es lo que digo yo,
señor! ¿Qué pasa? -contestó el otro- ¿Para qué tanta bulla por un poco
de vino? Yo se lo devolveré si tanta falta le hace y tanto lo siente.
Tome... ..... Fué hacia la mesa y cogiendo
dos vasos llenos de vino los colocó en la mesa de
Atilio. .....
-Ahí tiene su vino; no
llore. ..... Atilio se encogió como un gusano al ser
tocado: ..... -¿Y quién le mete a usted en
lo que no le importa? ..... -Me meto porque soy capaz de
meterme. ¿O cree que el único capaz aquí es usted? Psché, qué
niñito... ..... El tono del ladrón era
agresivo y duro. Los demás presenciaban la escena sin intervenir,
sorprendidos, tan rápido era el desarrollo de ella y tan enérgico su
contenido. Estaban separados los dos grupos de hombres, y las mujeres,
al fondo del salón, arrumadas al piano, parecían una parvada de pollos
asustados. La patrona salió hacia el patio y desde alli observaba los
acontecimientos, pronta a llamar a la policia. .....
-Pero Atilio, agachado, con los hombros encogidos, estiraba los brazos y
abría las manos en un gesto de sorpresa: ..... -Bueno, pues
señor, ¿qué le digo yo? Así será, pues... ..... Pero el otro no
se dejaba engañar. ..... -No, no se encoja de
hombros. Si yo le conozco... En cuanto me dé vuelta usted se me va a
echar encima; pero a mí no, hermanito. Si es brujo me va a pegar por
detrás; si no, no. ..... -¿Y con qué le voy a pegar
yo? ..... -¿Con qué me va a pegar? Con su cuchilla, que la
tiene en la cintura o debajo del brazo... Sáquela, ¿qué
espera? ..... -Cuchilla... ¿De dónde saco
yo cuchilla? .....
-Bueno, basta... Sigamos bailando
-intervino uno de los compañeros del ladrón. .....
-Bailemos -contestó él..... La tocadora se sentó al
piano y empezó a tocar desmañadamente, sin quitar los ojos del espejo;
las mujeres se rehicieron y la dueña de casa volvió al salón. Le parecía
que el asunto había terminado. Sin embargo... .....
Tobías, el ladrón, que no quitaba ojo de las manos del maldito, quiso
probarlo y se dió vuelta, dándole la espalda, pero observándole por el
espejo; Atilio, que no esperaba sino este movimiento para proceder a su
modo, sin sospechar que era una trampa que se le tendía, levantó
rápidamente la mano hacia la axila del brazo izquierdo; pero Tobías se
dió vuelta y se lanzó contra él, sujetándole el brazo
derecho. .....
-¡Qué va a hacer, señor, que va a
hacer! ..... -¡Suélteme! -gritó el otro, forcejeando, rabioso por
haber sido sorprendido. ..... -¡Suéltese usted solo, si es
capaz! ..... Pero el maldito se esforzaba inútilmente por
soltarse; el ladrón lo tenía sujeto con mano de hierro. Tobías era mucho
más bajo de estatura que Atilio, siendo, en cambio, más fuerte; su
rostro enrojeció con el esfuerzo, mientras que el de Atilio empalidecía.
La dueña de casa volvió a salir al patio y se fué directamente a la
puerta. El asunto ya no tenía arreglo; alguien iba a quedar tirado en el
suelo. De pronto, haciendo un violento esfuerzo, el maldito logró
deslizar un poco el brazo y su mano apareció empuñando una cuchilla. Uno
de los palomillas, más nervioso o más decidido que los otros, se lanzó
hacia Tobías, pero recibió un puñetazo que lo derribó sordamente sobre
la alfombra. Y el agresor, saltándo al medio del salón y sacando una
daga, gritó: ..... -Ya, Tobías, suéltalo, que
yo lo afirmo. ..... Sin soltar el brazo derecho
de Atilio, el ladrón dió un puñetazo en el rostro de su contrincante,
empujándolo, al mismo tiempo que lo soltaba; luego saltó hacia atrás y
gritó: ..... -¡Pásamela! ..... Recibió el arma e hizo
frente a Atilio que se le venía encima, parándolo con un movimiento de
su daga. Las mujeres salieron gritando. ..... -¡Y ahora,
compadre Atilio, encomiéndese a su madre, porque usted no le volverá a
pegar a nadie a la mala! -gritó Tobías. ..... Atilio tuvo
miedo. Tenía costumbre de manejar cuchilla, pero no en esa forma y
frente a un hombre apasionado como aquel; sin embargo, el hecho era
inevitable y si no hería y mataba pronto, sería él el herido o el
muerto. Se recogió sobre si mismo y ocultó su arma bajo el sombrero,
mostrando solamente la punta de ella asomada bajo el
ala. ..... Los demás se dispusieron a pelear igualmente. Con los
dientes y los puños apretados se miraban con rabia, dirigiéndose
preguntas breves y agresivas: ..... -¿Y qué, pues, y
qué? ..... -¿Y qué? ..... -¡Sácala! .....
-Sácala vos primero... ..... Un brazo volteó en el aire y
los espejos recogieron un reflejo metálico. Tobías sorteando la
puñalada, avanzó resueltamente, acercándose a Atilio, y en el momento en
que éste echaba el brazo hacia atrás, su mano estiró el brazo, lo
recogió y lo volvió a estirar y las dos veces su arma encontró el cuerpo
del maldito. Atilio se encogió, cayendo pesadamente al suelo. Más pálido
y demacrado que nunca, sus ojos miraban hacia un punto lejano. Tobías
gritó: ..... -Tan diablo y tan maldito que eres y por dos
chuzacitos que te pegué ya te estás muriendo... ..... Se
oyó una voz de mujer que gritaba: ..... -¡La
policía! ..... Uno de los ladrones cogió
una silla y dió un fuerte golpe a la araña; se apagaron las luces y en
la obscuridad nadie supo lo que pasó. ..... Cuando la
policía, precedida de la dueña de casa, entró al salón, encontró en el
suelo al maldito Atilio que se desangraba copiosamente y en los sillones
a tres borrachos que dormían a pierna suelta. Los demás habían
desaparecido. .....
Así terminó, en la casa de doña María de
los Santos, aquella noche de canto y baile.
de
"Travesía", Ed. Nascimento, Santiago,
1934
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